Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Susan vaciló.

—No estás hablando de algo que te atacó, ¿verdad? —dijo ella en tono inexpresivo.

—No. Simplemente… una sensación de dentosidad. Probablemente no quiera decir gran cosa. Como Dios de la Resaca, veo cosas mucho peores, te lo aseguro.

—Solamente dientes —dijo ella—. Muchos dientes. Pero no dientes horribles. Solamente muchísimos dientes pequeñitos. Y es casi… ¿triste?

—¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

—Oh, tal vez… me acuerdo de que me lo dijiste antes de que me lo dijeras. No lo sé. ¿Qué me dices de una esfera roja, grande y brillante?

El oh dios puso cara pensativa durante un momento.

—No. En eso no puedo ayudarte, me temo. Solamente dientes. Hileras y más hileras de dientes.

—Yo no recuerdo las hileras —dijo Susan—. Solamente la sensación de que… los dientes eran importantes.

—Na, es asombroso lo que se puede hacer con un pico —dijo el cuervo, que había estado investigando la mesa llena de comida y había conseguido levantar la tapa de una jarra.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Susan en tono cansino.

—Ojos —respondió el cuervo—. Ja, los magos sí que saben vivir, ¿eh? No les falta de nada por aquí, te lo digo yo.

—Son aceitunas —dijo Susan.

—Mala suerte —dijo el cuervo—. Ahora son mías.

—¡Son un tipo de fruta! ¡O de verdura o algo!

—¿Estás segura? —El cuervo giró un ojo dubitativo en dirección a la jarra y el otro hacia ella.

—¡Sí!

Los ojos volvieron a girar otra vez.

—¿Así que de repente eres una experta en ojos?

—¡Mira, son verdes, pájaro estúpido!

—Podrían ser unos ojos muy viejos —dijo el cuervo en tono desafiante—. A veces se ponen así…

IIIC, dijo la Muerte de las Ratas, que estaba a medio camino de zamparse un queso.

—Y no soy precisamente estúpido —dijo el cuervo—. ¡Los córvidos son excepcionalmente brillantes en sus razonamientos, y en el caso de algunas especies forestales, también en el uso de herramientas!

—Ah, o sea que resulta que ahora tú eres un experto en cuervos, ¿no? —dijo Susan.

—Señorita, resulta que yo soy un…

IIIC, repitió la Muerte de las Ratas.

Los dos se giraron. Estaba señalando sus dientes grises.

—¿El Hada de los Dientes? —dijo Susan—. ¿Qué pasa con ella?

IIIC.

—Hileras de dientes —volvió a decir el oh dios—. Como… hileras, ¿sabes? ¿Qué es el Hada de los Dientes?

—Oh, hoy en día se la ve muy a menudo —dijo Susan—. O mejor dicho, se las ve. Es una especie de franquicia. Les dan la escalera de mano, el cinturón para el dinero y los alicates y ellas se apañan.

—¿Alicates?

—Si el hada no tiene cambio ha de llevarse un diente más a cuenta. Pero mira, las hadas de los dientes son bastante inofensivas. Yo he conocido a una o dos. Solamente son chicas trabajadoras. No suponen una amenaza para nadie.

IIIC.

—Solamente espero que al abuelo no se le meta en la cabeza el hacer también el trabajo de ellas. Por todos los cielos, solo de pensarlo…

—¿Y recolectan clientes?

—Sí. Obviamente.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque es su trabajo.

—Quiero decir que por qué, ¿adonde se llevan los dientes después de recolectarlos?

—¡No lo sé! Simplemente… bueno, simplemente se llevan los dientes y dejan el dinero —dijo Susan—. ¿Qué clase de pregunta es esa? «¿Adonde se llevan los dientes?»

—Solamente me lo estaba preguntando, eso es todo. Probablemente todos los humanos lo saben, probablemente es una tontería preguntarlo, probablemente es un hecho bien sabido.

Susan miró a la Muerte de las Ratas con cara pensativa.

—Bien pensado… ¿adonde se llevan los dientes?

¿IIIC?

—Dice que ni idea —dijo el cuervo—. ¿Tal vez los venden? —Dio un picotazo a otra jarra—. ¿Y estos? Estos parecen arrugados y sabros…

—Nueces encurtidas —dijo Susan sin prestar atención—. ¿Qué hacen con los dientes? ¿Qué se puede hacer con un montón de dientes? Pero… ¿qué daño puede hacer un hada de los dientes?

—¿Tenemos tiempo para encontrar a una y preguntárselo? —preguntó el oh dios.

—El tiempo no es el problema —dijo Susan.

* * *

Hay quien cree que el conocimiento es algo que se adquiere: un mineral precioso que se arranca, por así decirlo, de los estratos grises de la ignorancia.

Hay quien cree que el conocimiento solamente se puede recordar, que hubo una Edad de Oro en un pasado lejano en la que todo se sabía y las piedras encajaban tan bien que apenas quedaba sitio para meter un cuchillo entre ellas, ya sabes, y es obvio que tenían máquinas voladoras, ¿no?, porque los terraplenes y las fortificaciones solamente se pueden ver bien desde lo alto, ¿verdad?, y una vez leí sobre un museo donde encontraron una calculadora de bolsillo debajo del altar de un templo muy antiguo, ¿sabes a qué me refiero? Pero el gobierno lo ocultó todo…[17]

Mustrum Ridcully creía que el conocimiento se podía adquirir gritándole a la gente, y se esforzaba en ello tanto como podía. Los magos estaban sentados a la mesa de la Sala No-Común, que estaba llena de montones altos de libros.

—Es la Vigilia de los Puercos, archicanciller —dijo el decano en tono de reproche, hojeando un volumen vetusto.

—No hasta la medianoche —dijo Ridcully—. Resolver esto os abrirá el apetito para la cena.

—Creo que puedo haber encontrado algo, archicanciller —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Está en Los dioses básicos de Woddeley. Aquí dice algo sobre los lares y los penates que parece encajar con lo nuestro.

—¿Lares y penates? No los conocen ni en su casa —dijo Ridcully.

—Jajajá —dijo el catedrático.

—¿Cómo? —dijo Ridcully.

—Pensaba que estaba usted haciendo un chiste bastante bueno, archicanciller —dijo el catedrático.

—¿En serio? No era mi intención —repuso Ridcully.

—Pues vaya novedad —dijo el decano en voz baja.

—¿Qué era eso, decano?

—Nada, archicanciller.

—Creí que había hecho usted una referencia a «su casa» porque son, de hecho, dioses domésticos. O lo eran, mejor dicho. Parece que se extinguieron hace mucho tiempo. Eran… pequeños espíritus domésticos, como por ejemplo…

Tres de los otros magos, pensando bastante deprisa para ser magos, le taparon la boca con las manos.

—¡Cuidado! —dijo Ridcully—. ¡Decir las cosas sin pensarlas crea vida! Es por eso que tenemos a un Dios de la Indigestión gordinflón vomitando en el lavabo. Por cierto, ¿dónde está el tesorero?

—Estaba en el lavabo, archicanciller —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—¿Cómo, cuando el…?

—Sí, archicanciller.

—Oh, bueno, estoy seguro de que no le pasará nada —dijo Ridcully con esa voz tranquila de quien se refiere a algo desagradable que le pasa a algún otro fuera del radio auditivo—. Pero no queremos que haya más de estos… ¿qué son, catedrático?

—Lares y penates, archicanciller, pero yo no estaba sugiriendo…

—Yo creo que está claro. Algo ha salido mal y estos diablillos están regresando. Lo único que tenemos que averiguar es qué ha salido mal y resolverlo.

—Ah, bueno, me alegro de que todo esté solucionado, entonces —dijo el decano.

—Dioses domésticos —dijo Ridcully—. ¿Es eso lo que son, catedrático? —Abrió el cajón que tenía en el sombrero y sacó su pipa.

—Sí, archicanciller. Aquí dice que solían ser los… espíritus locales, supongo. Se encargaban de que se cociera el pan y se hiciera bien la mantequilla.

—¿Y comían lápices? ¿Qué actitud tenían hacia la cuestión de los calcetines?

—Esto era en la época del Primer Imperio —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Sandalias, togas y todo eso.

—Ah. ¿No eran muy dados a los calcetines?

—No demasiado, no. Y faltaban novecientos años para que Osric Lapizorum descubriera por primera vez, en las arenas ricas en grafito de la remota isla de Sumtri, el pequeño arbusto al que, por medio de un meticuloso cultivo, indujo a producir los alargados…

—Sí, todos podemos ver que tienes la enciclopedia abierta debajo de la mesa, catedrático —dijo Ridcully—. Pero me atrevo a decir que las cosas han cambiado un poco. Que han avanzado con los tiempos. Es normal que haya habido transformaciones. Antes se encargaban de que se cociera el pan y ahora tenemos cosas que devoran los lápices y los calcetines y que se encargan de que uno nunca pueda encontrar una toalla limpia cuando la quiere…

Se oyó un campanilleo lejano.

Ridcully se calló.

—Acabo de decir eso, ¿verdad?

Los magos asintieron lúgubremente.

—¿Y esta es la primera vez que alguien lo ha mencionado? —Los magos volvieron a asentir.

—Bueno, maldita sea, es que es asombroso, uno nunca puede encontrar una toalla limpia cuando…

Se oyó un zumbido creciente. Una toalla pasó volando a la altura de los hombros de los presentes. Parecía tener muchas alitas diminutas.

—Esa era mía —se lamentó el conferenciante de Runas Recientes. La toalla desapareció en dirección a la Gran Sala.

—Avispas Toalleras —dijo el decano—. Buen trabajo, archicanciller.

—Bueno, o sea, maldita sea, es la naturaleza humana, ¿vale? —dijo Ridcully, acalorado—. Cuando las cosas salen mal y se pierden cosas, es natural inventar pequeñas criaturas que… de acuerdo, de acuerdo, tendré cuidado. Solamente estoy diciendo que el hombre es por naturaleza una criatura mitopoeica.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó el Prefecto Mayor.

—Quiere decir que nos inventamos las cosas sobre la marcha —contestó el decano sin levantar la vista.

—Ejem… perdónenme, caballeros —dijo Ponder Stibbons, que había estado tomando notas con expresión pensativa al final de la mesa—. ¿Estamos sugiriendo que están regresando cosas? ¿Creemos que es una hipótesis viable?

Los magos se miraron entre ellos desde sus sillas.

—Definitivamente viable.

—Viable, está claro.

—Sí, eso no vale para toda la tropa.

—¿El qué? ¿Qué es lo que hay que darle a la tropa?

—Bueno… ¿raciones enlatadas? Armas decentes, botas que estén bien… esa clase de cosas.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que decíamos?

—A mí no me lo pregunte. Ha sido él quien ha empezado a hablar de darle cosas a la tropa.

—¿Queréis callaros todos? ¡Nadie le va a dar nada a la tropa!

—Oh, ¿no habría que darles algo? Al fin y al cabo, es la Vigilia de los Puercos.

—Miren, solo era una forma de hablar, ¿de acuerdo? Solamente quería decir que todos estamos de acuerdo. No es más que lenguaje vistoso. ¡Por los dioses, no pensarán ustedes que estoy sugiriendo realmente que le demos nada a la tropa, en la Vigilia de los Puercos o en ningún otro momento!

—¿Ah, no?

—¡No!

—Eso es un poco mezquino, ¿no?

Ponder se limitó a dejar que pasara. Se debe a que sus mentes están enfrascadas tan a menudo en asuntos profundos y problemáticos, se dijo a sí mismo, que sus bocas tienen permiso para divagar y convertirse en una molestia.

—A mí no me parece bien usar esa máquina que piensa —dijo el decano—. Ya lo he dicho antes. Es trastear con lo culto. Y a mí siempre me ha bastado con lo oculto, muchas gracias.

—Por otro lado, es la única persona por aquí que es capaz de pensar como es debido y que hace lo que le dicen —dijo Ridcully.

* * *

El trineo cruzaba la nevada como un rugido, dejando una estela tras de sí en el cielo.

—Oh, qué divertido —murmuró Albert, agarrándose fuerte.

Los patines golpearon un tejado cercano a la universidad y los cerdos aminoraron el trote hasta detenerse.

La Muerte volvió a mirar el reloj de arena.

QUÉ RARO, dijo.

—¿Es un trabajo de guadaña, pues? —preguntó Albert—. ¿No le va a hacer falta la barba postiza y la risa risueña? —Miró a su alrededor y el sarcasmo fue reemplazado por la perplejidad—. Eh… ¿cómo puede alguien estar muerto aquí arriba?

Alguien lo estaba. Había un cadáver en la nieve.

Era evidente que el hombre acababa de morirse. Albert miró el cielo con los ojos guiñados.

—No hay ningún sitio del que caerse y tampoco hay pisadas en la nieve —dijo, mientras la Muerte hacía girar su guadaña—. ¿De dónde ha venido, entonces? Parece el guardia personal de alguien. Lo han matado a puñaladas. ¿Ve la cuchillada esa tan fea de ahí?

—No tiene buena pinta —coincidió el espíritu del hombre, mirándose a sí mismo.

Luego apartó la vista de sí mismo para mirar a Albert y luego a la Muerte y su expresión fantasmagórica pasó del horror a la preocupación.

—¡Tienen los dientes! ¡Todos! Simplemente han entrado… y… no, esperen…

Se desvaneció por completo.

—Vaya, ¿de qué estaba hablando? —dijo Albert.

TENGO MIS SOSPECHAS.

—¿Ve la insignia de su camisa? Parece el dibujo de un diente.

SÍ. LO PARECE.

—¿De dónde viene?

DE UN LUGAR AL QUE NO PUEDO IR.

Albert bajó la mirada hacia el cadáver misterioso y luego la devolvió a la calavera impasible de la Muerte.

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