Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Y alguien se había tomado la molestia de congelar cubitos de hielo en forma de elefantitos. Después de algo así, ya no hay esperanza. Es como beber en un lugar llamado el Cococobana.

El Dios del Vino cogió su copa con amor. Era de las que a él le gustaban.

De fondo sonaba una rumba. También había un par de jóvenes señoritas haciéndole arrumacos. Iba a ser una buena noche. Siempre era una buena noche.

—¡Feliz Vigilia de los Puercos a todos! —dijo, y levantó su copa.

Y luego añadió:

—¿Alguien oye eso?

Alguien hizo sonar un matasuegras a su lado.

—No, en serio… ¿como una especie de nota descendente…?

Como nadie prestaba ninguna atención a aquello, se encogió de hombros y le dio un codazo a uno de sus colegas de juerga.

—¿Y si nos tomamos un par más y vamos a un club que conozco?

Y entonces…

* * *

Los magos se apartaron y uno o dos de ellos hicieron muecas de dolor.

Solamente el oh dios permaneció pegado al cristal, con la cara retorcida en una sonrisa salvaje.

—¡Eso sí que es un eructo! —gritó, y dio un puñetazo al aire—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Si! Ahora el gusano está en la otra bota, ¿eh? ¡Ja! ¿Qué te parecen ahora esas manzanas, eh?

—Bueno, sobre todo manzanas… —dijo el decano.

—A mí me ha parecido que había muchas otras cosas —dijo Ridcully—. Parece que hemos invertido el flujo de causa y efecto…

—¿Va a ser permanente? —preguntó el oh dios esperanzado.

—No lo creo. Después de todo, usted sigue siendo el Dios de las Resacas. Probablemente todo volverá a invertirse cuando se pase el efecto de la poción.

—Entonces tal vez no tenga mucho tiempo. ¡Tráiganme… a ver… veinte pintas de cerveza, un vodka a la pimienta y una botella de licor de café! ¡Con sombrillita! ¡A ver qué tal le parece eso al señor Seguro Que Tienes Sitio Para Otra Más!

Susan le agarró de la mano y lo llevó aparte hasta un banco.

—¡No te he espabilado para que puedas cogerte una cogorza! —dijo.

Él la miró, parpadeando.

—¿Ah, no?

—¡Quiero que me ayudes!

—¿Que te ayude a qué?

—Dijiste que nunca habías sido humano antes, ¿verdad?

—Esto… —el oh dios se miró a sí mismo—. Eso es —dijo—. Nunca.

—¿Nunca se había encarnado usted? —preguntó Ridcully.

—Esa me parece una pregunta un poco personal, ¿no? —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Es… verdad —dijo el oh dios—. Es raro. Recuerdo haber tenido dolores de cabeza siempre… pero nunca haber tenido cabeza. Eso es imposible, ¿no?

—¿Existía usted en potencia? —preguntó Ridcully.

—¿Eso es lo que hacía?

—¿Eso es lo que hacía? —dijo Susan.

Ridcully hizo una pausa.

—Oh, cielos —dijo—. Creo que he sido yo, ¿verdad? Le comenté algo al joven Stibbons sobre la bebida y las resacas, ¿verdad…?

—¿Y lo creó usted así como así? —dijo el decano—. Me cuesta mucho de creer, Mustrum. ¡Ja! ¿Así, de la nada? Supongo que entonces todos lo podemos hacer, ¿no? ¿A alguien le apetece inventarse algún duendecillo nuevo?

—¿Como el Hada de la Calvicie? —soltó el conferenciante de Runas Recientes. Los demás magos se rieron.

—¡Yo no me estoy quedando calvo! —dijo el decano en tono cortante—. Simplemente tengo el pelo muy bien espaciado.

—Sí, la mitad en su cabeza y la otra mitad en el peine —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—No tiene sentido avergonzarse de quedarse calvo —dijo Ridcully, equitativo—. Además, ya sabes lo que dicen de los hombres calvos, decano.

—Sí, dicen: «Mira a ese, no tiene pelo» —dijo el conferenciante de Runas Recientes. El decano lo había estado molestando últimamente.

—Por última vez —gritó el decano—. Yo no estoy… Se detuvo.

Se oyó un clinclinclinclín.

—Me gustaría saber de dónde ha venido eso —dijo Ridcully.

—Esto… —empezó a decir el decano—. ¿Tengo… algo en la cabeza?

Los demás magos se lo quedaron mirando.

Algo se le movía debajo del sombrero.

Con mucho cuidado, levantó la mano y se lo quitó.

El gnomo diminuto que había sentado en su cabeza tenía agarrado un mechón de pelo del decano en cada mano. Parpadeó con aire culpable bajo la luz.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—¡Quitádmelo! —gritó el decano.

Los magos vacilaron. Todos conocían vagamente la teoría de que las criaturas de muy pequeño tamaño pueden transmitir enfermedades, y aunque el gnomo era más grande de lo que habitualmente se consideraba que eran aquellas criaturas, nadie quería pillar la Enfermedad de la Calvicie Expansiva.

Susan lo agarró.

—¿Eres el Hada de la Calvicie? —preguntó.

—Eso parece —dijo el gnomo, retorciéndose en su mano.

El decano se pasó las manos desesperadamente por el pelo.

—¿Qué has estado haciendo con mi pelo? —exigió saber.

—Bueno, una parte creo que la tengo que poner en los cepillos de pelo —dijo el gnomo—. Pero a veces creo que lo tejo en forma de pequeñas marañas para bloquear el desagüe del baño.

—¿Qué quieres decir con eso de que «crees»? —preguntó Ridcully.

—Un momento —dijo Susan. Se giró hacia el oh dios—. ¿Dónde estabas tú exactamente antes de que te encontrara en la nieve?

—Esto… más o menos… en todas partes, creo —dijo el oh dios—. En cualquier lugar donde se hubieran consumido cantidades bestiales de bebida hacía poco tiempo, se podría decir.

—Aja -dijo Ridcully—. Era usted una fuerza vital inmanente, ¿no?

—Supongo que puede que lo fuera —admitió el oh dios.

—Y cuando hemos bromeado sobre el Hada de la Calvicie, de repente esa criatura se ha concretado en la cabeza del decano —dijo Ridcully—, ahí donde sus operaciones han sido visibles para todos nosotros en los últimos meses, aunque por supuesto hemos sido lo bastante educados como para no hacer comentarios sobre el tema.

—Han estado ustedes llamando cosas a la existencia —dijo Susan.

—¿Cosas como el Duende de Darle Al Decano una Bolsa Enorme de Dinero? —propuso el decano, que a veces podía pensar muy deprisa. Miró a su alrededor—. ¿Alguien oye algún tintineo de hadas?

—¿Le dan a menudo bolsas enormes de dinero, señor? —preguntó Susan.

—No lo que se dice a diario, no —dijo el decano—. Pero si…

—Entonces probablemente no haya espacio sobrenatural para un Duende de las Bolsas Enormes de Dinero —dijo Susan.

—Yo personalmente siempre me he preguntado qué les pasa a mis calcetines —dijo el tesorero en tono risueño—. ¿Saben eso de que siempre falta uno? Cuando era niño siempre pensaba que había alguien que los robaba…

Los magos pensaron un momento en aquello. Luego lo oyeron todos… el pequeño tintineo arrugado de la magia al tener lugar.

El archicanciller señaló dramáticamente al cielo.

—¡A la lavandería! —dijo.

—Está abajo, Ridcully —dijo el decano.

—¡Abajo a la lavandería!

—Y sabe usted que a la señora Panadizo no le gusta que vayamos allí —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—¿Y quién es archicanciller de esta universidad, si puede saberse? —dijo Ridcully—. ¿Es la señora Panadizo? ¡Me temo que no! ¿Soy yo acaso? ¡Vaya, qué sorpresa, creo que sí!

—Sí, pero ya sabe usted cómo se pone ella a veces —dijo el catedrático.

—Ejem, sí, es verdad… —empezó a decir Ridcully.

—Creo que se ha ido a pasar las fiestas a casa de su hermana —dijo el tesorero.

—¡Está claro que no tenemos por qué obedecer órdenes de ninguna ama de llaves! —dijo el archicanciller—. ¡A la lavandería!

Los magos salieron en tromba, dejando atrás a Susan, al oh dios, al Gnomo de la Verrugas y al Hada de la Calvicie.

—Dime otra vez quiénes eran esos tipos —dijo el oh dios.

—Algunos de los hombres más inteligentes del mundo —dijo Susan.

—Y yo estoy sobrio, ¿no?

—Inteligente no es lo mismo que sensato —dijo Susan—. Y es verdad que dicen que si quieres tomar el camino de la sabiduría, el primer paso ha de ser convertirte en un niño pequeño.

—¿Sabes si ellos han oído hablar del segundo paso? —Susan suspiró.

—Probablemente no, pero a veces se caen al darlo mientras van por ahí corriendo y gritando.

—Ah. —El oh dios miró a su alrededor—. ¿Crees que tendrán algún refresco por aquí?

* * *

Para llegar a la sabiduría, es cierto, hay que dar un primer paso.

Donde la gente se equivoca es al dejar de lado todos los otros millares de pasos que siguen al primero. Dan el primer paso de decidir hacerse uno con el universo y, por alguna razón, se olvidan del siguiente paso lógico que le daría algún sentido a todo, que es vivir setenta años en una montaña comiendo un cuenco diario de arroz y té con manteca de yak. Aunque las pruebas dicen que el camino del Infierno está lleno de buenas intenciones, probablemente estén todas en los primeros pasos.

El decano siempre estaba en su mejor forma en momentos como aquel. Iba en cabeza por entre las enormes y vetustas tinajas de cobre, palpando con su bastón en los rincones oscuros y diciendo «¡Grut! ¡Grut!» entre dientes.

—¿Por qué iba a aparecer aquí? —susurró el conferenciante de Runas Recientes.

—Es un punto de inestabilidad de la realidad —dijo Ridcully, poniéndose de puntillas para mirar dentro de un caldero para blanquear—. Todas las puñeteras cosas aparecen aquí. Ya tendrías que saberlo a estas alturas.

—Pero ¿por qué ahora? —quiso saber el catedrático de Estudios Indefinidos.

—¡Silencio! —susurró el decano, y saltó hasta el pasillo siguiente, sosteniendo el bastón delante de sí en gesto defensivo—. ¡Ja! —gritó, y luego puso cara de decepción.

—Ejem, ¿como de grande sería esta cosa que roba calcetines? —dijo el Prefecto Mayor.

—No lo sé —dijo Ridcully. Echó un vistazo por detrás de una pila de tablas de lavar—. Ahora que lo pienso, a lo largo de los años debo de haber perdido una tonelada de calcetines.

—Yo también —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Así pues… ¿deberíamos estar mirando en sitios pequeños o en sitios muy grandes? —continuó diciendo el Prefecto Mayor, con la voz de alguien cuyo tren de pensamientos acabara de penetrar en un túnel largo y oscuro.

—Bien pensado —dijo Ridcully—. decano, ¿por qué está usted mencionando cavernas todo el tiempo?

—Digo «grut», Mustrum —dijo el decano—. Quiere decir… quiere decir…

—¿Cueva natural en la roca? —sugirió Ridcully.

—Bueno, a veces sí, admitido, pero otras veces… bueno, simplemente tienes que decir «grut».

—Esta criatura de los calcetines, ¿se limita a robarlos, o también se los come? —preguntó el Prefecto Mayor.

—Eso sí que es una contribución valiosa, ya lo creo —dijo Ridcully, renunciando a entender al decano—. Bien, haz correr la voz: que nadie se ponga a parecerse a un calcetín, ¿entendido?

—¿Cómo puede uno…? —empezó a decir el decano, pero se detuvo.

Todos los oyeron. … grnf, grnf, grnf…

Era un ruido atareado, el ruido de algo que tenía un apetito intenso que satisfacer.

—El Devorador de Calcetines —gimió el Prefecto Mayor, con los ojos cerrados.

—¿Cuántos tentáculos esperan ustedes que tenga? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes—. O sea, en términos aproximados.

—Es un ruido de tipo muy grande, ¿no? —dijo el tesorero.

—Redondeando en docenas, por ejemplo —dijo el conferenciante de Runas Recientes, retrocediendo muy lentamente. … grnf, grnf, grnf…

—Probablemente nos va a arrancar los calcetines sin pensárselo dos veces —gimoteó el Prefecto Mayor.

—Ah. O sea que por lo menos cinco o seis tentáculos, ¿eso les parece? —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—A mí me parece que sale de una de las máquinas de lavado —dijo el decano.

Las máquinas de lavado tenían cada una dos pisos de altura, y por lo general solamente se usaban cuando la población de la universidad crecía durante el curso lectivo. Una enorme rueda de molino estaba conectada a un par de remos de madera blanqueada en cada una de las tinajas, que se calentaban mediante los hornos que había debajo. En plena producción, las máquinas de lavado necesitaban por lo menos media docena de gente para cargar las tinajas, mantener los hornos encendidos y engrasar los brazos de fregado. Ridcully los había visto funcionar una vez y le había parecido la ilustración de un Infierno muy limpio e higiénico, la clase de sitio al que podría ir el jabón después de morirse.

El decano se detuvo junto a la puerta de la zona de calderas.

—Hay algo aquí dentro —susurró—. ¡Escuchen!

… grnf…

—¡Se ha parado! ¡Sabe que estamos aquí! —susurró entre dientes—. ¿Vale? ¿Listos?

—¡Grut!

—¡No! —chilló el conferenciante de Runas Recientes.

—¡Yo abro la puerta y ustedes estén listos para detenerlo! ¡Uno… dos… tres! Oh…

* * *

El trineo se elevó hacia el cielo bajo la nieve.

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