Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Vale.

—Solamente mata monstruos, ¿verdad…? —dijo la niña en tono soñoliento, mientras Susan la llevaba al piso de arriba.

—Eso es —dijo Susan—. De todas clases.

Metió a la niña en la cama al lado de la de su hermano y dejó el atizador apoyado en el armario de los juguetes.

El atizador estaba hecho de un metal barato y tenía un pomo de latón al final. Daría lo que fuera, reflexionó Susan, por poder usarlo con la anterior institutriz de los niños.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Regresó a su pequeño dormitorio y se volvió a meter en la cama, mirando las cortinas con recelo.

Estaría muy bien poder pensar que se lo había imaginado. También sería una gran estupidez pensarlo, claro. Pero ya llevaba casi dos años siendo normal, saliendo adelante en el mundo real, sin recordar nunca el futuro…

Tal vez solamente lo había soñado (pero hasta los sueños podían ser reales…).

Intentó no hacer caso del largo hilo de cera que sugería que la llama había revoloteado durante unos segundos movida por el viento.

* * *

Mientras Susan intentaba dormir, lord Downey estaba sentado en su estudio poniendo al día sus papeles.

Lord Downey era un asesino. O mejor dicho, un Asesino. La mayúscula era importante. Distinguía a los bellacos que iban por ahí cargándose a gente por dinero de los caballeros a los que de vez en cuando consultaban otros caballeros que deseaban ver eliminada, por una tarifa razonable, cualquier hoja de afeitar inconveniente del algodón de azúcar de la vida.

Los miembros del Gremio de Asesinos se consideraban a sí mismos hombres cultivados que disfrutaban de la buena música y de la comida y la literatura. Y conocían el valor de la vida humana. En algunos casos, lo conocían hasta el último penique.

El estudio de lord Downey tenía las paredes forradas de paneles de roble y una moqueta de la mejor calidad. Los muebles eran muy antiguos y estaban bastante gastados, pero su desgaste era el desgaste que solamente se alcanza cuando los muebles buenos se usan con cuidado durante varios siglos. Eran muebles madurados.

En la chimenea ardía un leño. Delante del mismo había un par de perros dormidos de esa forma enredada en que duermen todos los perros grandes y peludos.

Aparte de unos ronquidos perrunos de vez en cuando o del crujido de un leño al moverse, no se oía más ruido que el rasgueo de la pluma de lord Downey y el tictac del reloj con carillón que había junto a la puerta… Unos ruidos pequeños y privados que solamente servían para definir el silencio.

Por lo menos así estaban las cosas hasta que alguien carraspeó.

El sonido sugería con claridad diáfana que el propósito del ejercicio no era eliminar la presencia de un trozo molesto de galleta, sino meramente indicar de la forma más educada posible la presencia de la garganta.

Downey dejó de escribir pero no levantó la cabeza.

Luego, después de lo que pareció ser un momento de reflexión, dijo en tono resuelto:

—Las puertas están cerradas con llave. Las ventanas tienen barrotes. Los perros no parecen haberse despertado. Los tablones que siempre crujen no han crujido. Otros pequeños arreglos que no voy a especificar parecen haber sido burlados. Lo cual limita mucho las posibilidades. Dudo de verdad que sea usted un fantasma y los dioses por lo general no anuncian su presencia con tanta cortesía. Podría ser usted, por supuesto, la Muerte, pero no creo que este se moleste con semejantes sutilezas, y además, me encuentro bastante bien. Hum.

Algo flotó en el aire delante de su escritorio.

—Mis dientes están en buenas condiciones o sea que es poco probable que sea usted el Hada de los Dientes. Siempre he pensado que una copa grande de coñac antes de ir a la cama elimina bastante la necesidad del Hombre de la Arena. Puedo entonar una melodía bastante bien, así que sospecho que no llamo mucho la atención de Old Man Trouble. Hum.

La figura se acercó flotando un poquito más.

—Supongo que un gnomo podría entrar por una ratonera, pero tengo puestas trampas —continuó Downey—. Los hombres del saco pueden atravesar paredes pero se resistirían a revelar su presencia. De verdad, me tiene usted intrigado. ¿Hum?

Y luego levantó la vista.

En el aire flotaba una túnica gris. Parecía estar ocupada, en el sentido de que tenía forma, pero el ocupante no era visible.

Downey tuvo la sensación hormigueante de que no es que el ocupante fuera invisible, sino que simplemente no estaba allí en sentido físico alguno.

—Buenas tardes —dijo.

La túnica respondió: Buenas tardes, lord Downey. Su cerebro registró las palabras. Sus oídos juraron que no las habían oído.

Pero uno no se convertía en jefe del Gremio de Asesinos asustándose con facilidad. Además, aquella cosa no daba miedo. Resultaba, en opinión de Downey, asombrosamente aburrida. Si la sosez monótona pudiera adoptar forma, aquella sería la forma que adoptaría.

—Parece ser usted un espectro —dijo.

Nuestra naturaleza no está abierta a debate, fue el mensaje que llegó a su cabeza. Venimos a haceros un encargo.

—¿Desea que se inhume a alguien? —preguntó Downey.

Que se le ponga fin.

Downey pensó sobre aquella situación. No era tan infrecuente como parecía. Había precedentes. Cualquiera podía adquirir los servicios del Gremio. En el pasado algunos zombis habían contratado al Gremio para ajustar cuentas con sus asesinos. De hecho, el Gremio, o eso le gustaba pensar, practicaba la forma suprema de democracia. Para contratarlo no hacía falta inteligencia, posición social, belleza ni encanto. Solamente hacía falta dinero, que a diferencia de todo lo anterior estaba al alcance de cualquiera. Salvo de los pobres, claro, pero es que hay gente que no tiene remedio.

—Que se le ponga fin… —Era una forma muy extraña de decirlo—. Podemos…

El pago reflejará la dificultad de la tarea.

—Nuestra escala de tarifas…

El pago será de tres millones de dólares.

Downey se reclinó en su asiento. Aquello cuadruplicaba cualquier tarifa cobrada hasta entonces por cualquier miembro del Gremio, y la más alta había sido una tarifa familiar especial que incluía a los invitados que se quedaron a dormir.

—Nada de preguntas, supongo —dijo, para ganar tiempo.

Nada de respuestas.

—Pero ¿acaso la tarifa sugerida representa la dificultad del encargo? ¿El cliente tiene mucha protección?

No tiene ninguna protección. Pero es casi imposible borrarlo con armas convencionales.

Downey asintió. Aquello no era necesariamente un problema grave, se dijo a sí mismo. El Gremio había reunido una buena cantidad de armas no convencionales a lo largo de los años. ¿Borrarlo? Era una forma poco habitual de decirlo…

—Nos gusta saber para quién trabajamos —dijo.

Estamos seguros de que es así.

—Quiero decir que necesitamos conocer el nombre de usted. O de ustedes. De forma estrictamente confidencial, claro. Tenemos que anotar algo en nuestros registros.

Puede pensar en nosotros como… los Auditores.

—¿En serio? ¿Y qué es lo que auditan?

Todo.

—Creo que necesitamos saber algo sobre ustedes. Somos la gente que tiene tres millones de dólares.

Downey captó el mensaje, aunque no le gustaba. Tres millones de dólares podían comprar muchas no preguntas.

—¿De veras? —dijo—. En esas circunstancias, como es usted un cliente nuevo, creo que querríamos el pago por adelantado.

Como desee. El oro ya está en sus cámaras.

—Querrá decir que estará pronto en nuestras cámaras —dijo Downey.

No. Siempre ha estado en sus cámaras. Lo sabemos porque lo acabamos de poner en ellas.

Downey se quedó mirando un momento la capucha vacía y luego, sin apartar la vista de ella, estiró un brazo y cogió el tubo de comunicación.

—¿Señor Winvoe? —dijo después de silbar por el tubo—. Ah. Bien. Dígame, ¿cuánto dinero tenemos en las cámaras ahora mismo? Oh, más o menos. Redondeando en millones, por ejemplo. —Sostuvo el tubo un momento lejos de su oreja y luego volvió a hablar por el mismo—. Bueno, tenga un detalle y compruébelo de todos modos, ¿quiere?

Colgó el tubo y colocó las manos extendidas sobre la superficie del escritorio que tenía delante.

—¿Puedo ofrecerle una copa mientras esperamos? —dijo.

Sí. Creemos que sí.

Downey se puso de pie sintiéndose aliviado y caminó hacia su enorme armario de las bebidas. Su mano permaneció un momento suspendida sobre el antiguo y valioso tántalo del Gremio, con sus licoreras etiquetadas de Ñor, Arbenig, Otropo y Yksihw[3].

—¿Y qué le gustaría beber? —dijo, preguntándose dónde tendría la boca el Auditor. Su mano se detuvo un momento breve delante de la licorera más pequeña, etiquetada Onenev.

Nosotros no bebemos.

—Pero acaba de decirme que le puedo ofrecer una copa…

Ciertamente. Lo consideramos a usted totalmente capaz de llevar a cabo esa acción.

—Ah. —La mano de Downey vaciló frente a la licorera del whisky, y después se lo pensó mejor.

En aquel momento el tubo de comunicación silbó.

—¿Sí, señor Winvoe? ¿De verdad? ¿En serio? A mí me pasa a menudo que me encuentro monedas debajo de los cojines del sofá, es asombroso cómo se acumu… No, no, no estaba siendo… Sí, claro que tenía razones para… No, a usted no le pertoca ninguna culpa… No, no veo cómo podría… Sí, vaya a descansar un rato, muy buena idea. Gracias.

Volvió a colgar el tubo. La capucha no se había movido.

—Vamos a necesitar saber dónde, cuándo y por supuesto quién —dijo al cabo de un momento.

La capucha asintió.

La localización no está en ningún mapa. Nos gustaría que la tarea se completara antes de una semana. Esto es esencial. En cuanto al quién…

Un dibujo apareció sobre la mesa de Downey y a su cabeza llegaron las palabras: Llamémoslo el Gordo.

—¿Es una broma? —preguntó Downey.

Nosotros no bromeamos.

«No, supongo que no», pensó Downey. Tamborileó con los dedos.

—Hay mucha gente que diría que esa… persona no existe —dijo.

Tiene que existir. Si no, ¿cómo es que ha reconocido el dibujo enseguida? Y mucha gente mantiene correspondencia con él.

—Bueno, sí, claro, en cierto sentido sí que existe…

En cierto sentido todo existe. Es la cesación de la existencia lo que nos ocupa aquí.

—Encontrarlo va a ser un poco difícil.

Puede usted encontrar a sujetos en cualquier calle que le darán su dirección aproximada.

—Sí, claro —dijo Downey, preguntándose por qué los estaría llamando sujetos. Era una extraña elección de palabra—. Pero como usted dice, dudo que puedan dar una referencia en el mapa. Y aun así, ¿cómo se puede inhumar al… Gordo? ¿Tal vez con una copita de jerez envenenado?

La capucha no tenía cara para sonreír.

Malinterpreta usted la naturaleza del empleo, dijo dentro de la cabeza de Downey.

Al oír aquello se irritó. A los Asesinos del Gremio no se los empleaba. Se les hacían encargos o se disponía de sus servicios o se les planteaban cometidos, pero nunca se los empleaba. Solamente se empleaba a los sirvientes.

—¿Qué es lo que estoy malinterpretando exactamente? —inquirió.

Nosotros pagamos. Ustedes encuentran la forma y los medios.

La capucha empezó a desvanecerse.

—¿Cómo puedo contactar con ustedes? —preguntó Downey.

Ya nos pondremos en contacto nosotros. Sabemos dónde encontrarlo. Sabemos dónde encontrar a todo el mundo.

La figura se desvaneció. En el mismo momento la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció la figura consternada del señor Winvoe, el tesorero del Gremio.

—¡Perdone, milord, pero de verdad que tenía que subir! —Tiró un puñado de discos sobre el escritorio—. ¡Mírelos!

Downey cogió con cuidado un círculo dorado. Parecía una moneda pequeña, pero…

—¡No están inscritas! —exclamó Winvoe—. ¡No hay cara ni cruz ni cordoncillo! ¡Es un disco liso! ¡Son todos discos lisos!

Downey abrió la boca para decir: «¿Sin valor?». Se dio cuenta de que estaba medio esperando a que ese fuera el caso. Si aquellos tipos, quienes quiera que fuesen, les habían pagado con metal sin valor, entonces no había ni un atisbo de contrato. Pero se daba cuenta de que aquel no era el caso. Los Asesinos del Gremio aprendían a reconocer el dinero al principio de su carrera.

—Discos lisos —dijo— de oro puro.

Winvoe asintió en silencio.

—Nos sirven —dijo Downey.

—¡Tiene que ser mágico! —dijo Winvoe—. ¡Y nosotros nunca aceptamos dinero mágico!

Downey hizo botar la moneda sobre el escritorio un par de veces. Hacía un ruido sordo satisfactoriamente pesado. No era mágico. El dinero mágico parecía de verdad, porque su finalidad no era otra que engañar. Pero aquello no necesitaba imitar algo tan humano y adulterado como las simples monedas. Esto es oro, le decía a sus dedos. Tómalo o déjalo.

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