Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—¡Au! Ni idea —dijo el oh dios—. Es un milagro que no estuviera cargando con una señal de tráfico y vestido con —hizo un gesto de dolor y una pausa-… alguna clase de ropa interior de mujer. —Suspiró—. Hay alguien en alguna parte que se divierte mucho —dijo en tono melancólico—. Ojalá fuera yo.

—Tómate una copa, ese es mi consejo —dijo el cuervo—. Es lo mejor para la resaca de algún otro.

—Pero ¿por qué allí? —insistió Susan.

El oh dios dejó de intentar fulminar con la mirada al cuervo.

—No lo sé, ¿qué era exactamente ese sitio?

Susan volvió a mirar el lugar donde había estado el castillo. Ya no quedaba nada.

—Hace un momento había ahí un edificio muy importante —dijo.

El oh dios asintió con cautela.

—Yo veo a menudo cosas que no estaban ahí hace un momento —dijo—. Y a menudo ya no están un momento después. Lo cual es una suerte en la mayoría de los casos, déjame que te lo diga. Así que normalmente no les presto mucha atención.

Se dobló sobre sí mismo y volvió a desplomarse en la nieve.

Ya no queda más que nieve, pensó Susan. Nada más que nieve y el viento. Ni siquiera ruinas.

La volvió a invadir la certeza de que no era que el castillo de Papá Puerco simplemente hubiera dejado de existir. No… nunca había estado allí. No quedaban ruinas ni rastros.

Había sido un lugar bastante extraño. Era donde vivía Papá Puerco, de acuerdo con las leyendas. Lo cual era raro, si uno pensaba en ello. No parecía la clase de sitio donde viviría un viejo y risueño fabricante de juguetes.

El viento gemía en los árboles que tenían detrás. La nieve se resbalaba y caía de las ramas. En algún lugar de la oscuridad hubo un revuelo de cascos.

Una figura pequeña y arácnida saltó desde un montón de nieve y aterrizó en la cabeza del oh dios. Giró un ojillo brillante hacia Susan.

—No te importa, ¿verdad? —dijo el diablillo, sacando un martillo enorme—. Algunos tenemos un trabajo que hacer, ya sabes, aunque sea de un estilo más bien metafórico, o mejor dicho, folclórico.

—Oh, lárgate.

—Si crees que yo soy malo, espera a ver los elefantitos de color rosa —dijo el diablillo.

—No te creo.

—Le salen de las orejas y vuelan alrededor de su cabeza haciendo pío, pío.

—Ah —dijo el cuervo en tono sabio—. Eso suena más bien a petirrojos. No me extraña nada viniendo de ellos.

El oh dios gimió.

De pronto Susan sintió que no quería abandonarlo. Era humano. Bueno, tenía forma humana. Bueno, por lo menos tenía dos brazos y dos piernas. Allí se iba a congelar hasta morir. Por supuesto, era probable que los dioses, o incluso los oh dioses, no pudieran congelarse, pero los humanos no pensaban de aquella manera. No se podía abandonar a alguien sin más. Susan se enorgulleció de aquellos pensamientos normales.

Además, era posible que tuviera respuestas, si es que ella podía hacer que permaneciera despierto lo bastante como para entender las preguntas.

Desde el borde del bosque congelado, unos ojos animales los miraron marcharse.

* * *

El señor Mindunli se sentó en las escaleras mojadas y sollozó. No podía acercarse más al departamento de juguetes. Cada vez que lo intentaba la muchedumbre le hacía perder pie y la marea de gente lo depositaba otra vez en el borde de la multitud. Alguien le dijo:

—A las buenas tardes, señor. —Y él levantó la vista con los ojos empañados hacia la figura pequeña pero irregularmente formada que se acababa de dirigir a él de aquella manera.

—¿Es usted uno de los duendecillos? —preguntó, después de agotar mentalmente todas las demás posibilidades.

—No, señor. Ciertamente no soy un duende, señor, ciertamente soy el cabo Nobbs de la Guardia. Y este es el agente Visita, señor. —La criatura miró un trozo de papel que llevaba en la zarpa—. ¿Es usted el señor Mindundi?

—¡Mindunli!

—Sí, vale. Mandó usted un mensajero a la Casa de la Guardia y aquí por la presente hemos respondido con loable velocidad, señor —dijo el cabo Nobbs—. A pesar de que es la Noche de la Vigilia de los Puercos y están pasando un montón de cosas raras y por encima de todo coincide con nuestra borrachera vigilieña. Pero no pasa nada porque el Coladas, que es el agente Visita aquí presente, no bebe, señor, porque va en contra de su religión, y aunque yo sí que bebo lo mío, señor, me he prestado voluntario a venir porque es mi deber cívico, señor. —Nobby hizo un saludo militar brusco, o lo que a él le gustaba pensar que era un saludo militar. Y no añadió: «Y presentarse en casa de un cabrón rico como usted le consigue siempre al agente involucrado una botella festiva o dos o alguna otra prueba tangible de gratitud», porque toda su misma pose ya lo decía por él. Hasta las orejas de Nobby podían parecer insinuantes.

Por desgracia, el señor Mindunli no estaba en un estado mental receptivo para la ocasión. Se puso de pie y agitó un dedo tembloroso hacia el final de las escaleras.

—¡Quiero que suban ahí —dijo— y lo detengan!

—¿Que detengamos a quién, señor? —preguntó el cabo Nobbs.

—¡A Papá Puerco!

—¿Por qué, señor?

—¡Porque está sentado ahí arriba tan pancho en su gruta, dando regalos a la gente!

El cabo Nobbs reflexionó sobre aquello.

—No habrá estado usted tomando una copita por ser fiestas, ¿verdad, señor? —dijo en tono esperanzado.

—¡Yo no bebo!

—Sabia decisión, señor —dijo el agente Visita—. El alcohol contamina el alma. Ossorio, Libro Dos, versículo veinticuatro.

—Me parece que no le sigo, señor —dijo el agente Nobbs, con expresión perpleja—. Yo creía que era normal que Papá Puerco regalara cosas, ¿no?

Esta vez el señor Mindunli se tuvo que parar a pensar. Hasta aquel momento no había ordenado en su cabeza los acontecimientos, más allá del hecho de notar que, esencialmente, estaban yendo mal.

—¡Este es un Impostor! —declaró—. ¡Sí, eso es! ¡Ha entrado rompiendo la pared!

—¿Sabe? Yo siempre había creído que lo era —dijo Nobby—. Siempre había pensado que, bueno, ¿todos los años Papá Puerco pasa quince días sentado en una gruta de madera en una tienda de Ankh-Morpork? ¿Y en esta época de tanto trabajo? ¡Ja! ¡Ni hablar! Lo más seguro es que solo sea un viejo con barba, pensaba yo.

—Quiero decir… que no es el Papá Puerco que solemos tener —dijo Mindunli, esforzándose por buscar un terreno menos movedizo—. ¡Ese se ha colado aquí sin más!

—Oh, entonces, ¿es un impostor distinto? ¿No es el impostor de verdad?

—Bueno… sí… no…

—¿Y se ha puesto a regalar cosas? —inquirió el cabo Nobbs.

—¡Eso es lo que he dicho! Seguro que es Delito, ¿no?

El cabo Nobbs se frotó la nariz.

—Bueno, casi —le concedió, reacio a renunciar del todo a la posibilidad de una remuneración festiva. Luego se dio cuenta de algo—. ¿Está regalando las cosas de usted, señor?

—¡No! ¡No, las ha traído con él!

—¿Ah? Bueno, si estuviera regalando las cosas de usted, en ese caso sí, le veo un problema. Eso es señal segura de delito, las cosas que desaparecen. Las cosas que aparecen, bueeeeno, eso es más lioso. Si no son cosas como brazos y piernas, claro. Lo tendríamos mejor si estuviera afanando cosas, señor, para serle sincero.

—Esto es una tienda —dijo el señor Mindunli, llegando por fin a la raíz del problema—. No regalamos nuestros Artículos. ¿Cómo podemos esperar que la gente compre cosas si hay alguien que las está regalando? Ahora haga el favor de ir y sacarlo de aquí.

—¿Quiere que detenga a Papá Puerco o algo así?

—¡Sí!

—¿En la Noche de la Vigilia de los Puercos?

—¡Sí!

—¿En su tienda?

—¡Sí!

—¿Delante de todos los niñitos?

—S… —El señor Mindunli vaciló. Para su horror se dio cuenta de que el Cabo Nobbs, contra toda expectativa, tenía razón—. ¿Cree usted que eso quedaría mal? —dijo.

—Pues no sé cómo iba a quedar bien, señor.

—¿No podría hacerlo de forma subrepticia? —preguntó.

—Ah, bueno, el subrepticio, sí, eso lo podríamos intentar —dijo el cabo Nobbs. La frase quedó flotando en el aire con la mano extendida.

—Verá que no soy un hombre desagradecido —dijo el señor Mindunli por fin.

—Déjenoslo a nosotros —dijo el cabo Nobbs, magnánimo en su victoria—. Usted vaya un momento a su oficina y tómese una tacita de té y le arreglamos esto en un periquete. Va a estar usted tan agradecido.

Mindunli le miró con la expresión de un hombre atenazado por dudas graves, pero se alejó de todas formas a trancas y barrancas. El cabo Nobbs se frotó las manos.

—No tenéis Vigilia de los Puercos en tu país, ¿verdad, Coladas? —preguntó mientras subían las escaleras que llevaban al primer piso—. Mira esta alfombra, si parece que se haya meado un cerdo encima…

—Lo llamamos el Ayuno de San Ossorio —dijo Visita, que era de Omnia—. Pero no es una excusa para la superstición y el burdo mercantilismo. Simplemente nos reunimos en grupos familiares para rezar y ayunar.

—¿Qué, tostadas y bollos y esas cosas?

—Ayunar, cabo Nobbs. No comemos nada.

—Ah, vale. Cada cual es como es, supongo. Y por lo menos no os tenéis que levantar por la mañana y encontraros que la nada que tenéis se ha puesto agria. ¿Tampoco hacéis regalos?

Los dos se apartaron apresuradamente para dejar pasar a dos niños que bajaban las escaleras a la carrera, cargando entre ambos una enorme barca de juguete.

—A veces es apropiado intercambiar panfletos religiosos nuevos, y por supuesto suele haber ejemplares del Libro de Ossorio para los niños —dijo el agente Visita—. A veces incluso con ilustraciones —añadió, al estilo cauteloso de un hombre que está sugiriendo placeres licenciosos.

Pasó una niña llevando un oso de peluche más grande que ella misma. Era de color rosa.

—A mí siempre me regalan sales de baño —se quejó Nobby—. Y jabón de baño y baños de burbujas y pastillas de jabón de hierbas y toneladas de cosas para el baño, y no lo entiendo, porque tampoco es que yo me bañe casi nunca. Lo normal sería que lo pillaran, ¿no?

—Abominable, eso es lo que me parece —dijo el agente Visita.

El primer piso estaba atestado.

—Ja. Míralos. A mí el señor Papá Puerco nunca me trajo nada cuando era un chaval —dijo el cabo Nobbs, mirando a los niños con expresión lúgubre—. Cada Vigilia de los Puercos sin falta yo colgaba mi calcetín. Y lo único que pasó fue que mi padre vomitó dentro una vez. —Se quitó el casco.

Nobby no era en ningún sentido un héroe, pero de pronto apareció en su mirada el brillo de alguien que había visto en su vida demasiados calcetines vacíos además de uno bastante lleno y goteando. Al pequeño órgano arrugado de su alma le acababan de arrancar la costra de una herida.

—Voy a entrar —dijo.

* * *

Entre la Gran Sala de la universidad y su puerta principal había un recibidor o vestíbulo circular bastante más pequeño y conocido como la Remembranza del Archicanciller Intestinio, aunque nadie sabía por qué, ni tampoco por qué existían fondos procedentes de un legado para que alguien colocara un bollo pequeño de pasas y un penique de cobre sobre una repisa alta de piedra de una pared los miércoles alternos.[14] Ridcully estaba en medio de la sala, mirando hacia arriba.

—Dime, Prefecto Mayor, nunca hemos invitado a ninguna mujer al Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ¿verdad?

—Por supuesto que no, archicanciller —dijo el Prefecto Mayor. Levantó la mirada hacia las vigas cubiertas de polvo, preguntándose qué había llamado la atención de Ridcully—. Por todos los cielos, no. Lo estropearían todo. Siempre lo he dicho.

—¿Y todas las doncellas tienen la tarde libre hasta medianoche?

—Una costumbre muy generosa, yo siempre lo he dicho —dijo el Prefecto Mayor, sintiendo un calambre en el cuello.

—Entonces, ¿por qué colgamos todos los años una maldita rama enorme de muérdago ahí arriba?

El Prefecto Mayor se dio la vuelta, sin dejar de mirar hacia arriba.

—Bueno, ejem… es… bueno… es simbólico, archicanciller.

—¿Cómo?

El Prefecto Mayor sintió que se esperaba algo más de él. Palpó a oscuras en los desvanes polvorientos de su educación.

—Esto… las hojas, ya sabe… simbolizan el… el verde, mientras que las bayas, de hecho, sí… las bayas simbolizan el blanco. Sí. Blanco y verde. Muy… simbólico.

Esperó. Por desgracia, no quedó decepcionado.

—¿De qué?

El Prefecto Mayor carraspeó.

—No estoy seguro de que tenga que haber un «de» —dijo.

—¿Eh? Entonces —dijo el archicanciller, pensativo—, se podría decir que el blanco y el verde simbolizan una pequeña planta parasitaria.

—Sí, ciertamente —dijo el Prefecto Mayor.

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