Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Binky tomó tierra y avanzó al trote sobre la nieve.

¿Era Papá Puerco un dios? ¿Por qué no?, pensó Susan. Se le hacían sacrificios, al fin y al cabo. Todo aquel jerez y el pastel de carne. Y daba mandamientos y recompensaba a los que se portaban bien y sabía lo que estabas haciendo. Si creías en él, te pasaban cosas agradables. A veces lo encontrabas en una gruta y a veces estaba allí en medio del cielo…

Ahora el Castillo de Huesos se levantaba majestuosamente frente a ella. Ciertamente, de tan cerca se merecía las mayúsculas.

Ella había visto un dibujo del castillo en un libro de uno de los niños. A pesar del nombre, el autor del grabado se había esforzado por hacer que pareciera… más o menos risueño.

Pero no lo era. Las columnas de la entrada tenían docenas de metros de altura. Cada uno de los peldaños que subían era más alto que un hombre. Eran de ese color verde grisáceo del hielo antiguo.

Hielo. No hueso. Las columnas tenían unas formas vagamente familiares, tal vez guardaban cierto parecido a un fémur o a un cráneo, pero estaba todo hecho de hielo.

A Binky los escalones tan altos no le suponían ningún problema. No porque volara. Era simplemente que caminaba a un nivel del suelo que se iba diseñando él mismo.

La ventisca había azotado el hielo. Susan miró las ventisqueras. La Muerte no dejaba rastros, pero se veían contornos tenues de pisadas de botas. Estaba dispuesta a apostar a que eran de Albert. Y… sí, medio cubierto por la nieve… parecía que allí se había parado un trineo. Los animales habían pululado alrededor. Pero ahora la nieve lo cubría todo.

Desmontó. Aquel era ciertamente el lugar descrito, pero aun así fallaba algo. Se suponía que debía irradiar una luz intensa y rebosar una actividad frenética, pero parecía un mausoleo gigante.

Un poco más allá de las columnas había un bloque de hielo muy grande partido en pedazos. Muy por encima, las estrellas eran visibles a través del agujero que había dejado en el techo. Mientras estaba mirando hacia arriba, unos cuantos pedazos de hielo cayeron haciendo un ruido sordo sobre un montón de nieve.

El cuervo apareció de la nada y aleteó cansinamente hasta posarse en un taco de hielo al lado de ella.

—Este sitio es una morgue —dijo Susan.

—Va a ser la mía si sigo… volando esta noche —jadeó el cuervo, mientras la Muerte de las Ratas se descabalgaba de su lomo—. No va conmigo esto de los vuelos de larga distancia, más deprisa que el tiempo y demás. Tendría que estar en algún bosque, haciendo construcciones excitantemente decorativas para atraer hembras.

—Eso son los pergoleros —dijo Susan—. Los cuervos no hacen eso.

—Ah, conque nos dedicamos a encasillar, ¿no? —dijo el cuervo—. Me estoy perdiendo comidas por estar aquí, ¿lo sabías?

Hizo girar sus ojos articulados de forma independiente.

—¿Y dónde están todas las luces? —preguntó—. ¿Dónde está todo el barullo? ¿Dónde están todos los cabroncetes risueños con sombreros puntiagudos y trajes rojos y verdes, golpeando juguetes de madera con martillos de forma poco convincente pero rítmica?

—Esto es más como el templo de algún viejo dios del trueno —dijo Susan.

IIIC.

—No, he leído bien el mapa. Además, Albert también ha estado aquí. Hay ceniza de pitillo por todas partes.

La rata bajó de un salto y deambuló un momento, con el hocico huesudo cerca del suelo. Al cabo de unos instantes de olisquear soltó un chillido y se adentró correteando en la oscuridad.

Susan lo siguió. A medida que se le acostumbraban los ojos a la tenue luz verde azulada distinguió algo que se elevaba del suelo. Era una pirámide escalonada con una gran silla encima.

Detrás de ella, una columna chirrió y se torció un poco.

IIIC.

—La rata dice que este sitio le recuerda a una vieja mina —dijo el cuervo—. Ya sabes, después de que la abandonen y nadie preste atención a los soportes del techo y todo eso. Vemos muchas de esas.

Por lo menos aquellos peldaños eran de tamaño humano, pensó Susan, sin hacer caso de la chachara. La nieve se colaba por otro agujero del techo. Las botas de Albert habían pisoteado bastante por aquí.

—Tal vez el viejo Papá Puerco se ha estrellado con su trineo —sugirió el cuervo.

¿IIIC?

—Bueno, podría haber pasado. Los cerdos no son famosos por ser aerodinámicos, ¿verdad? Y con tanta nieve, ya sabes, la mala visibilidad, te das cuenta demasiado tarde de que esa nube enorme que tienes delante es una montaña, hay cabrones con túnicas de color azafrán mirándote desde arriba, el pobre desgraciado intenta acordarse de si tenía que meterse la cabeza de alguien entre las piernas o no, y luego PATAPUM, y todo se ha acabado, a menos que a algunos montañeros afortunados les dé por hacer un montonazo de salchichas y buscar la caja negra.

¡IIIC!

—Sí, pero es un anciano. Probablemente no debería estar volando a sus años.

Susan tiró de algo que estaba medio enterrado en la nieve.

Era un bastón de caramelo a rayas rojas y blancas.

Apartó la nieve de una patada y encontró un soldado de juguete de madera con uno de esos uniformes que solamente pasarían desapercibidos si los llevaras en una discoteca para camaleones colocados con drogas duras. Después de hurgar un poco más encontró una trompeta rota.

Se oyeron algunos crujidos más en la oscuridad.

El cuervo carraspeó.

—Lo que la rata quería decir con eso de que este sitio es como una mina —dijo— es que las minas abandonadas suelen crujir y chirriar de la misma manera, ¿entiendes? Nadie se cuida de los soportes de los túneles. Las cosas se hunden. Y antes de que te des cuenta no eres más que un garabato en la arenisca. No deberíamos quedarnos aquí, es lo que quiero decir.

Susan siguió adentrándose, perdida en sus pensamientos.

Aquello no estaba nada bien. El lugar parecía llevar años desierto, lo cual no podía ser cierto.

La columna que ella tenía más cerca crujió y se retorció un poco. Del techo cayó una fina neblina de cristales de hielo.

Por supuesto, aquel no era exactamente un sitio normal. No se podía construir un palacio de hielo tan grande. Era un poco como la casa de la Muerte. Si la Muerte la abandonara durante demasiado tiempo, todas aquellas cosas que habían permanecido en suspenso, como el tiempo y la física, entrarían al asalto. Sería como si reventara un embalse.

Se dio la vuelta para marcharse y volvió a oír el crujido. No era tan distinto a los ruidos torturados que hacía el hielo, salvo por el hecho de que el hielo, después, no gemía:

—Oh, yo…

Había una figura tendida en un montón de nieve. Casi la había pasado por alto porque llevaba puesta una túnica larga y blanca. La figura estaba despatarrada, como si hubiera planeado ponerse a hacer ángeles en la nieve y luego hubiera cambiado de opinión.

Y llevaba una coronita que parecía ser de hojas de parra.

Y no paraba de gemir.

Ella levantó la vista. Allí también había una obertura en el techo. Pero nadie podía haber caído de tan alto y sobrevivir. Nadie humano, en todo caso.

Parecía humano y, en teoría, bastante joven. Pero solamente en teoría porque, incluso bajo la luz de segunda mano de la nieve resplandeciente, su cara tenía aspecto de que alguien la había usado para vomitar.

—¿Te encuentras bien? —se aventuró a decir ella.

La figura tumbada abrió los ojos y miró hacia arriba.

—Me gustaría estar muerto… —gimió. Un pedazo de hielo del tamaño de una casa se desplomó en las profundidades remotas del edificio y explotó causando un diluvio de esquirlas afiladas.

—Puede que hayas venido al sitio adecuado —dijo Susan. Cogió al chico por debajo de los brazos y lo sacó a rastras de la nieve—. Creo que lo mejor que podríamos hacer ahora es marcharnos, ¿no crees? Este sitio se va a derrumbar.

—Oh, yo…

Ella consiguió apoyar uno de los brazos de él en el cuello de ella.

—¿Puedes andar?

—Oh, yo…

—Tal vez iría bien que dejaras de decir eso e intentaras caminar.

—Lo siento pero parece que tengo… demasiadas piernas. Au.

Susan hizo lo que pudo para ofrecerle apoyo mientras avanzaban los dos hacia la salida, resbalando y dando tumbos.

—Mi cabeza —dijo el chico—. Mi cabeza. Mi cabeza. Mi cabeza. Me duele un montón. Mi cabeza. Siento como si alguien la estuviera golpeando. Mi cabeza. Con un martillo.

Y tenía razón. Había un diablillo diminuto verde y púrpura sentado entre los rizos húmedos y con un mazo muy grande en las manos. Saludó amigablemente a Susan con la cabeza y dio otro martillazo.

—Oh, yo…

—¡Eso no era necesario! —dijo Susan.

—¿Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo? —soltó el diablillo—. Supongo que tú lo harías mejor, ¿no?

—¡Yo nunca lo haría!

—Bueno, pues alguien tiene que hacerlo —dijo el diablillo.

—Es parte del acuerdo —dijo el chico.

—Exacto, ¿lo ves? —dijo el diablillo— ¿Puedes aguantarme el martillo mientras voy a recubrirle la lengua de porquería amarilla?

—¡Bájate de ahí ahora mismo!

Susan intentó agarrar a la criatura. El diablillo se alejó de un salto, sin soltar el martillo, y se agarró a un pilar.

—¡Que soy parte del acuerdo, te digo! —gritó.

El chico se agarró la cabeza.

—Me siento fatal —dijo—. ¿Tienes un poco de hielo?

Momento en el cual, como existen convenciones más poderosas que la simple física, el edificio se derrumbó.

* * *

El hundimiento del Castillo de Huesos fue majestuoso e impresionante y pareció durar mucho tiempo. Las columnas se hundieron, los bloques del techo bajaron deslizándose y el hielo crujió y se astilló. El aire de encima del desplome se llenó de una neblina de nieve y cristales de hielo.

Susan observó desde los árboles. El chico, al que había apoyado en un tronco cercano, abrió los ojos.

—Ha sido asombroso —consiguió decir.

—¿El qué, quieres decir cómo todo se está convirtiendo en nieve?

—Cómo me has cogido en volandas y has escapado. ¡ Aau!

—Ah, eso.

La pulverización del hielo continuaba. Las columnas desplomadas no dejaban de moverse después de hundirse, sino que seguían deshaciéndose.

Cuando la niebla de hielo se asentó, no quedaba nada más que un montón de nieve.

—Como si nunca hubiera existido —dijo Susan en voz alta. Luego se giró hacia la figura que gemía—. Muy bien, ¿qué estabas haciendo ahí?

—No lo sé. Simplemente abrí los ojos y ahí estaba.

—¿Quién eres?

—Yo… creo que me llamo Bilioso. Soy el… soy el oh Dios de las Resacas.

—¿Hay un Dios de las Resacas?

—Un oh dios —la corrigió él—. Cuando la gente me ve, se agarran la cabeza y dicen: «Oh dios». ¿Cuántas sois?

—¿Cómo? ¡Soy solamente yo!

—Ah. Bien. Bien.

—Nunca he oído hablar del Dios de las Resacas…

—¿Has oído hablar de Bibuloso, el Dios del Vino? Auu.

—Oh, sí.

—Un tipo grande y gordo, con hojas de parra en la coronilla, al que siempre pintan con un vaso en la mano… Au. Bueno, ¿pues sabes por qué está tan contento? ¿Él y su cara enorme? ¡Es porque sabe que por la mañana se va a encontrar bien! Es porque soy yo quien…

—¿… se lleva las resacas? —dijo Susan.

—¡Y ni siquiera bebo! ¡Au! Pero ¿quién es el que acaba con la cabeza en el retrete todas las mañanas? Arrgh. —Se detuvo y se agarró la cabeza—. ¿Es normal notar el cráneo como si estuviera tapizado de pelo de perro?

—Creo que no.

—Ah. —Bilioso se tambaleó—. ¿Sabes cuando la gente dice: «Anoche me tomé quince birras y me desperté con la cabeza más clara que el agua»?

—Oh, sí.

—¡Hijos de puta! Eso es porque soy yo el que se despertó gimiendo en medio de un montón de chile reciclado. Solamente una vez, o sea, solamente por una vez me gustaría abrir los ojos por la mañana sin que la cabeza se me pegara a algo. —Hizo una pausa—. ¿Hay jirafas en este bosque?

—¿Aquí arriba? Me parece que no.

El chico miró con expresión nerviosa más allá de la cabeza de Susan.

—¿Ni siquiera jirafas de color añil que están como estiradas y no paran de encenderse y apagarse?

—Muy poco probable.

—Menos mal. —Se tambaleó hacia delante y hacia atrás—. Perdón, creo que voy a vomitar el desayuno.

—Pero ¡si es casi de noche!

—¿En serio? En ese caso, creo que voy a vomitar la cena.

Se encogió con cuidado en la nieve de detrás del árbol.

—Está hecho un mierdecilla, ¿no? —dijo una voz desde una rama. Era el cuervo—. No tiene ni media bofetada.

El oh dios reapareció después de un ruidoso interludio.

—Sé que tengo que comer —murmuró—. Es solamente que las únicas veces que recuerdo haber visto mi comida siempre estaba yendo en dirección contraria…

—¿Qué estabas haciendo en ese sitio? —preguntó Susan.

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