Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Pero ¡nada de todo esto es correcto! ¡Todo el mundo sabe que es un anciano gordinflón y risueño que reparte regalos entre los niños! —exclamó en voz alta.

—Ahora. Ahora. Pero antes no. Ya sabes cómo son las cosas —dijo el cuervo.

—¿Ah, sí?

—Es como, ya sabes, como los cursos de reciclaje de personal —dijo el cuervo—. Hasta los dioses tienen que cambiar con los tiempos, ¿no es verdad? Es probable que Papá Puerco fuera muy distinto hace miles de años. Tiene sentido. Para empezar, nadie llevaba calcetines. —Se rascó el pico—. Sssí —continuó en tono expansivo—. Probablemente no fuera más que el típico demiurgo invernal. Ya sabes… sangre en la nieve, hacer que salga el sol. Se empieza sacrificando animales, ya sabes, se caza algún animal enorme y peludo y se le da muerte, cosas por el estilo. ¿Sabes que hay gente en lo alto de las montañas del Carnero que mata un carrizo en la Vigilia de los Puercos y va de casa en casa cantando sobre ello? Haciendo tralarí-tralará-por-aquí-por-allá. Muy folclórico, muy mitológico.

—¿Un carrizo? ¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez alguien dijo, eh, ¿te gustaría cazar a esa hija de puta de águila con su pico enorme y afilado y sus garras enormes y devastadoras, o algo parecido? ¿O qué tal si en vez de eso cazas a este carrizo, que es básicamente del tamaño de un guisante y dice «pío pío»? Venga, tú eliges. En todo caso, más adelante la cosa desciende al nivel de una religión y empieza ese típico rollo en el que algún pobre desgraciado se encuentra una judía especial en su papeo y «hala», le dice todo el mundo «eres el rey, colega». Y el tío piensa: «Pues esto no está mal del todo», pero nadie le dice que no es buena idea empezar a leer ningún libro largo, porque dos días después está corriendo por la nieve seguido por una docena de desgraciados que lo persiguen con hoces sagradas para que la tierra pueda volver a la vida y se vaya toda la nieve. Muy, ya sabes… muy étnico. Luego a alguna mente brillante se le ocurrió que, oye, parece que el puñetero sol sale igualmente, así que ¿por qué le estamos dando papeo gratis a todos esos druidas? Y lo siguiente que pasa es que hay un trabajo vacante. Eso es lo que pasa con los dioses. Siempre encuentran una forma de, ya sabes… quedarse ahí.

—El puñetero sol sale de todas formas —repitió Susan—. ¿De dónde sacas eso?

—Oh, pura observación. Pasa todas las mañanas. Yo lo he visto.

—Me refiero a todo lo de las hoces sagradas y esas cosas.

El cuervo consiguió poner una expresión petulante.

—Los cuervos en general somos muy sobrenaturales —dijo—. Ío el Ciego, el dios del Trueno, antes tenía unos cuervos mitológicos que volaban por todas partes y le contaban todo lo que estaba pasando.

—¿Antes?

—Bueeno… ya sabes que no tiene ojos en la cara sino unos, esto, globos oculares que flotan por el aire y pasan zumbando… —El cuervo tosió de vergüenza por su especie—. Era un accidente condenado a ocurrir tarde o temprano, en realidad.

—¿Alguna vez pensáis en algo que no sean globos oculares?

—Bueno… están las entrañas.

IIIC.

—Pero tiene razón —dijo Susan—. Los dioses no mueren. Nunca se mueren del todo…

Siempre hay algún lugar, se dijo a sí misma. Dentro de alguna piedra, tal vez, o en la letra de una canción, o montado en la mente de algún animal, o tal vez en un susurro del viento. Nunca se van del todo, se aferran al mundo con la punta de una uña, siempre luchando por encontrar el camino de vuelta. En cuanto se ha sido un dios una vez, se es un dios siempre. Muerto, quizá, pero solamente igual que el mundo en invierno…

—Muy bien —dijo ella—. Vamos a ver qué le ha pasado.

Cogió el último libro y trató de abrirlo por una página al azar…

La sensación la alcanzó desde el libro como un latigazo. … cascos de caballos, miedo, sangre, nieve, frío, noche… Ella dejó caer el pergamino. Que se cerró de golpe. ¿Iiic?

—Estoy… bien.

Bajó la mirada hasta el libro y supo que acababa de recibir una advertencia amistosa, igual que la que podría dar una mascota cuando se muere de dolor pero aun así está lo bastante domesticado como para no arañar ni morder la mano que la alimenta… por esta vez. Estuviera donde estuviera Papá Puerco —muerto, vivo, en alguna parte— quería que lo dejaran en paz…

Echó un vistazo a la Muerte de las Ratas. Sus cuencas oculares diminutas emitieron un destello azul que resultaba desconcertantemente familiar.

IIIC. ¿IC?

—La rata dice que si él quisiera averiguar lo que le ha pasado a Papá Puerco, iría al Castillo de los Huesos.

—Oh, eso es solo un cuento para niños —dijo Susan—. Es el sitio donde se supone que van las cartas que se hacen volar por el tiro de la chimenea. No es más que un cuento viejo.

Se giró. La rata y el cuervo la estaban mirando fijamente. Y ella se dio cuenta de que había sido demasiado normal.

¿IIIC?

—La rata dice: ¿qué quieres decir con eso de «no más que»? —dijo el cuervo.

* * *

Alambrera se acercó hacia Dave el Normal por el jardín. Si es que se lo podía llamar jardín. Era el terreno que rodeaba la… casa. Si es que se la podía llamar casa. Nadie lo mencionaba mucho, pero de vez en cuando era necesario salir. Dentro no se estaba bien.

Tuvo un escalofrío.

—¿Dónde está él? —preguntó.

—Oh, arriba del todo —dijo Dave el Normal—. Todavía intenta abrir esa puerta.

—¿La que tiene tantas cerraduras?

—Sí.

Dave el Normal estaba liando un cigarrillo. Dentro de la casa… o torre, o las dos cosas, o lo que fuera… no se podía fumar, al menos no como correspondía. Cuando se fumaba dentro, el sabor era horrible y acababas mareado.

—¿Para qué? Ya hemos hecho lo que vinimos a hacer, ¿verdad? Nos hemos quedado ahí plantados como unos crios y hemos visto cómo ese memo de mago hacía todos sus cantos, a mí me costaba aguantar la risa. ¿Qué busca ahora?

—Solo ha dicho que si estaba tan bien cerrada, quería ver lo que había dentro.

—¡Yo creía que teníamos que hacer lo que habíamos venido a hacer y marcharnos!

—¿Sí? Díselo a él. ¿Quieres un pitillo de liar?

Alambrera cogió la bolsita de tabaco y se relajó.

—He visto algunos sitios chungos en mi época, pero este se lleva el premio gordo.

—Sí.

—Es lo bonito que es lo que más fastidia de aquí. Y tiene que haber algo más de comer que manzanas.

—Sí.

—Y ese maldito cielo. El maldito cielo me está poniendo de los nervios.

—Sí.

Evitaron mirar aquel maldito cielo. Por alguna razón, daba la sensación de estar a punto de caerse encima de uno. Y era peor si dejabas que tu mirada se desviara hacia la separación que había donde no tendría que haber ninguna separación. El efecto se parecía a tener dolor de muelas en los ojos.

A lo lejos se veía a Banjo columpiarse en un columpio. Era raro, pensó Dave. En aquel sitio Banjo parecía perfectamente feliz.

—Ayer encontró un árbol que daba piruletas —dijo en tono taciturno—. Bueno, yo digo ayer, pero ¿cómo se puede saber? Y se dedica a seguir a ese hombre como un perro. Nadie le ha atizado nunca un puñetazo a Banjo desde que murió nuestra madre. Es como un niño, ya sabes, por dentro. Siempre lo ha sido. Me necesita para todo. Antes, si yo le decía «atízale a este», él iba y lo hacía.

—Y el tío se quedaba bien atizado.

—Sí. Ahora sigue a ese tipo a todas partes. Me pone enfermo.

—Pues, ¿qué haces aquí, entonces?

—Diez mil dólares. Y él dice que hay más, ya sabes. Más de lo que podemos imaginar. —«Él» era siempre Teatime.

—Él no busca solamente dinero.

—Ya, bueno, yo no firmé en ninguna parte para la dominación mundial —dijo Dave el Normal—. Esa clase de cosas te meten en líos.

—Me acuerdo de que tu madre decía cosas así —dijo Alambrera. Dave el Normal puso los ojos en blanco. Todo el mundo se acordaba de Ma Lilywhite—. Una señora muy seria, tu madre. Dura pero justa.

—Sí… dura.

—Me acuerdo de la vez que estranguló a Ron el Lustroso con su propia pierna —continuó Alambrera—. Tenía un derechazo de mil demonios, tu madre.

—Sí. De mil demonios.

—Ella no habría aguantado a alguien como Teatime.

—No —dijo Dave el Normal.

—Le montasteis un funeral encantador. Asistieron casi todas Las Sombras. Le tenían mucho respeto. Todas esas flores. Y todo el mundo parecía tan… —Alambrera no supo qué decir—… feliz. De una forma triste, claro.

—Sí.

—¿Tú tienes alguna idea de cómo volver a casa? —Dave el Normal negó con la cabeza.

—Yo tampoco. Supongo que hay que encontrar el sitio otra vez. —Alambrera tembló—. Caray, lo que él le hizo a aquel cochero… O sea, vaya, yo no me portaría así ni con mi propio padre…

—Sí.

—Los sonados normales, vale, con ellos puedo tratar. Pero él puede estar hablando bastante normal y de pronto…

—Sí.

—Tal vez los dos podríamos acercarnos a él por detrás y…

—Sí, sí. ¿Y cuánto duraríamos vivos? En segundos.

—Podríamos tener suerte… —empezó a decir Alambrera.

—¿Sí? Tú lo has visto. No es uno de esos tipos que te amenazan. Es uno de esos tipos que te matan nada más mirarte. Y antes incluso. Tenemos que esperar, ¿vale? Es como el refrán ese sobre montarse en un tigre.

—¿Qué refrán sobre montarse en un tigre? —se sorprendió Alambrera.

—Bueno… —Dave el Normal vaciló—. Pues… bueno, pues que te dan todas las ramas en la cara, hay pulgas, todas esas cosas. Así que tienes que esperar. Pensar en el dinero. Aquí hay sacos llenos. Ya lo has visto.

—No puedo parar de pensar en ese ojo de cristal mirándome. No paro de pensar que me puede leer la mente.

—No te preocupes, no sospecha nada de ti.

—¿Cómo lo sabes?

—Sigues vivo, ¿no?

* * *

En la Gruta de Papá Puerco había una niña con los ojos muy abiertos.

FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS. JO. JO. JO. Y TÚ TE LLAMAS… EUFRASIA CABRA, ¿CORRECTO?

—Vamos, cariño. Contesta a este señor tan amable.

—Zí.

Y TIENES SEIS AÑOS.

—Vamos, cariño. Son todos iguales a esta edad, ¿verdad…?

—Zí.

Y QUIERES UN PONÍ.

—Zí. —Una manita tiró de la capucha de Papá Puerco para acercársela a la boca. Tío Chungo Albert oyó susurros frenéticos. Luego Papá Puerco se volvió a reclinar hacia atrás.

Sí, LO SÉ. QUÉ CERDO TAN MALEDUCADO HA SIDO, EN EFECTO.

Su figura parpadeó un instante y luego introdujo una mano en el saco.

AQUÍ TIENES UNA BRIDA PARA TU PONÍ, Y UNA SILLA DE MONTAR, Y UN GORRO DURO MÁS BIEN EXTRAÑO Y UN PAR DE ESOS PANTALONES QUE HACEN QUE PAREZCA QUE TIENES UN CONEJO DE GRAN TAMAÑO EN CADA BOLSILLO.

—Pero no podemos tener un poni, ¿verdad, Eufi? Porque vivimos en un tercer piso.

OH, SÍ. ESTÁ EN LA COCINA.

—Estoy segura de que está haciendo una bromita, Papá Puerco —dijo la madre en tono cortante.

JO. JO. Sí. QUÉ GORDITO TAN GRACIOSO ESTOY HECHO. ¿EN LA COCINA? MENUDA BROMA. LAS MUÑECAS Y ESAS COSAS TE SERÁN ENTREGADAS MÁS TARDE, TAL COMO INDICA TU CARTA.

—¿Qué se dice, Eufi?

—Gaziaz.

—Eh, no habrá metido de verdad un poni en su cocina, ¿no? —dijo Tío Chungo Albert cuando la fila avanzó.

NO SEAS TONTO, ALBERT. SOLAMENTE LO HE DICHO PARA SER RISUEÑO.

—Ah, vale. Ja, por un momento…

ESTÁ EN EL DORMITORIO.

—Ah…

ES MÁS HIGIÉNICO.

—Bueno, por lo menos nos aseguramos de una cosa —dijo Albert—. Si está en un tercer piso, van a creer a base de bien.

Sí. ¿SABES? ME PARECE QUE LE ESTOY COGIENDO EL TRANQUILLO A ESTO. JO. JO. JO.

* * *

En el Eje del Mundodisco, la nieve ardía en tonos azules y verdes. En el cielo flotaba la Aurora corealis, una serie de cortinas de fuego frío y pálido que rodeaban las montañas centrales y proyectaban su luz espectral sobre el hielo.

Ondearon, se arremolinaron y dejaron tras de sí un brazo andrajoso en cuyo extremo había un punto diminuto que se fue convirtiendo, a medida que el ojo de la imaginación se acercaba, en Binky.

Binky trotó hasta detenerse y permaneció suspendido en el aire. Susan miró hacia abajo.

Y entonces descubrió lo que estaba buscando. Al fondo del valle lleno de árboles cubiertos de nieve había algo que resplandecía con fuerza y reflejaba el cielo.

El Castillo de Huesos.

Sus padres la habían hecho sentarse un día cuando tenía seis o siete años y le habían explicado que las cosas como Papá Puerco en realidad no existían, que eran cuentos bonitos que era divertido conocer, que no eran reales. Y ella se lo había creído. Que todas las hadas y los hombres del saco, todos aquellos cuentos procedentes de la sangre y los huesos de la humanidad, no eran reales de verdad.

Le habían mentido. Resultaba que su abuelo era un esqueleto de dos metros diez. No un abuelo que sangra si lo pinchas, obviamente. Pero se podía decir que sí era un abuelo hasta la médula.

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