Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Los cuatro cerdos rosados de cartón piedra explotaron. Al señor Mindunli le rebotó un hocico de cartón en la cabeza.

Allí, sudando y gruñendo en el sitio donde habían estado los cerditos, había… bueno, supuso que serían cerdos, porque los hipopótamos no tenían orejas puntiagudas ni aros atravesándoles los hocicos. Pero aquellas criaturas eran enormes y grises y tenían el pelo pinchudo y encima de cada uno de ellos flotaba una nubecilla de vapor acre.

Y no tenían un aspecto dulce No tenían nada de encantador. Uno se giró para mirarlo con unos ojillos pequeños y rojos y no dijo «oink», que era el sonido que el señor Mindunli, nacido y criado en la ciudad, había asociado siempre con los cerdos.

Dijo:

– ¿ Ghnaaarrrwnnjj?

El trineo también había cambiado. A él le gustaba mucho el de antes. Estaba lleno de partes delicadas, onduladas y de color plateado. Él mismo había supervisado en persona cómo pegaban cada estrellita centelleante. Pero aquel artefacto espléndido había quedado reducido a astillas que ahora relucían desperdigadas alrededor de otro trineo con aspecto de estar hecho con troncos mal serrados y colocados sobre dos patines enormes de madera. Parecía antiguo y tenía caras esculpidas en la madera, unas caras sonrientes, toscas y desagradables que se veían bastante fuera de lugar.

Los padres estaban gritando e intentaban apartar a sus hijos de aquella cosa, pero no estaban teniendo mucha suerte. Los niños gravitaban hacia allí como moscas atraídas por la mermelada.

El señor Mindunli corrió hacia aquella cosa terrible agitando los brazos.

—¡Deténganse! ¡Deténganse! —gritó—. ¡Van a asustar a los Niños!

Oyó que un niñito que tenía detrás decía:

—¡Tienen colmillos! ¡Mola!

Su hermana dijo:

—¡Eh, mira, ese de ahí está haciendo pipí! —Se estaba elevando una nube tremenda de humo amarillo—. ¡Mira, el pipí está llegando a las escaleras! ¡Que todos los que no saben nadar se agarren a las barandillas!

—Si te portas mal, se te comen, ¿sabes? —dijo una niñita en tono obvio de aprobación—. Enterito. Hasta los huesos. Los trituran.

Otro niño más mayor opinó:

—Mira que eres cría. No son reales. Simplemente tienen un mago que hace la magia. O bien son mecánicos. Todo el mundo sabe que no existen de v…

Uno de los cerdos se volvió para mirarlo. El niño se colocó detrás de su madre.

El señor Mindunli, con lágrimas de rabia cayéndole por la cara, se abrió paso forcejeando por entre la multitud en movimiento hasta llegar a la Gruta de Papá Puerco. Agarró a un duendecillo aterrado.

—Es la Campaña por las Estaturas Igualitarias la que ha hecho esto, ¿verdad? —gritó—. ¡Se han propuesto arruinarme! ¡Y se lo están estropeando todo a los Niños! ¡Mira a esos encantadores muñequitos!

El duendecillo vaciló. Los niños se estaban apiñando alrededor de los cerdos, a pesar de los esfuerzos continuados de sus madres. La niña pequeña le estaba dando una naranja a uno de ellos.

Pero el espectáculo animado de los Muñecos De Todas Las Naciones era el que estaba teniendo los problemas más evidentes. La caja de música que sonaba de fondo seguía poniendo Qué bonito sería que todo el mundo fuera amable, pero las barras que movían a las figuras se habían torcido y deformado, de manera que el niño klatchiano le estaba pegando rítmicamente en la cabeza a la niña omniana con su lanza ceremonial, mientras que la niña con traje nacional agateo estaba dando patadas repetidamente en la oreja a un pequeño druida nellofselekiano. Un coro de niños pequeños se dedicaba a animarlos indiscriminadamente.

—Hay, ejem, hay más problemas en la Gruta, señor Mindun… —empezó a decir el duendecillo.

Una figura roja y blanca se abrió paso entre la aglomeración y le puso una barba falsa en las manos al señor Mindunli.

—Se acabó —dijo el anciano con disfraz de Papá Puerco—. No me importan el olor a naranjas ni la humedad en los pantalones, pero esto no lo pienso aguantar.

Y se alejó dando zancadas por entre la cola. El señor Mindunli le oyó añadir:

—¡Y él ni siquiera lo hace bien!

El señor Mindunli continuó abriéndose paso.

Había alguien sentado en el trono. Tenía un niño sobre la rodilla. Era una figura… extraña. Ciertamente llevaba algo parecido a un disfraz de Papá Puerco, pero la mirada del señor Mindunli no paraba de desviarse, no conseguía enfocarse en la figura, pasaba rozándola y trataba de colocarla en el borde de su campo visual. Era como intentar mirarte tu propia oreja.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué está pasando aquí? —exigió saber el señor Mindunli.

Una mano lo cogió con firmeza del hombro. Se giró y vio la cara de un Duendecillo de la Gruta. Por lo menos, llevaba el disfraz de un Duendecillo de la Gruta, aunque algo torcido, como si se lo hubiera puesto a toda prisa.

—¿Quién eres tú?

El duendecillo se sacó la colilla toda chupada de la boca y le dedicó una sonrisa torcida.

—Puedes llamarme Tío Chungo —dijo.

—¡Usted no es un duendecillo!

—Na, soy un hada remendona, señor.

Detrás de Mindunli, una voz dijo:

¿Y QUÉ QUIERES PARA LA VlGILIA DE LOS PUERCOS, PEQUEÑO HUMANO?

Delante del… bueno, tenía que pensar en él como el Papá Puerco usurpador… había una criatura pequeña de sexo indeterminado que parecía ser en su mayor parte un gorro de lana con pompón.

El señor Mindunli sabía cómo funcionaba aquello en teoría. Se suponía que funcionaba así: el niño siempre se quedaba alelado y entonces la madre atenta se inclinaba hacia delante y miraba a Papá Puerco a los ojos y decía en tono enfático, con esa voz que usan los adultos cuando están conspirando contra los niños:

—Quieres una Muñequita Camarina, ¿verdad, Doreen? Y el Juego de Cocina «Igual Que Mamá» que hay en el escaparate. Y el Libro Recortable de Cocinitas. ¿Y qué se dice?

Y la criatura aturdida murmuraba: «Gaziaz», y entonces le daban un globo o una naranja.

Aquella vez, sin embargo, no funcionó así.

La madre solamente tuvo tiempo de decir:

—Quieres una…

¿POR QUÉ TE CUELGAN LAS MANOS DE CORDONES, NIÑA?

La criatura se miró primero los brazos y luego los mitones que le colgaban de las mangas. Los sostuvo para poder examinarlos bien.

—Gantez —dijo.

YA VEO. MUY PRÁCTICO.

—¿Edez de verdá? —dijo el gorro con pompón.

¿A TI QUÉ TE PARECE?

El gorro con pompón soltó una risita.

—¡He vizto que tu zerdito hazía pipí! —dijo, y en su tono estaba implícita la sugerencia de que era poco probable que aquello fuera destronado como la cosa más cautivadora que el gorrito con pompón había visto en su vida.

OH. EJEM… BIEN.

—Y lo que tenía eno’me ez…

¿QUÉ QUIERES PARA LA VIGILIA DE LOS PUERCOS?, se apresuró a decir Papá Puerco.

La madre volvió a coger el hilo de la negociación y dijo en tono cortante:

—Quiere un…

Papá Puerco chasqueó los dedos con impaciencia. A la madre se le cerró la boca de golpe.

La niña pareció notar que allí había una oportunidad única en la vida y habló a toda prisa.

—Quiedo un ejézito. Y un caztillo mu gande con cozaz puntiagudaz —dijo la criatura—. Y unaz pada.

¿CÓMO DICES?, preguntó Papá Puerco.

—¿Unaz pada gande? —dijo la niña, después de una pausa para cavilar en profundidad.

DE ACUERDO.

Tío Chungo le dio un codazo a Papá Puerco.

—Le tienen que dar las gracias —dijo.

¿ESTÁS SEGURO? LA GENTE NO ME LAS SUELE DAR.

—Quiero decir que le dan las gracias a Papá Puerco —dijo Albert entre dientes—. Que es usted, ¿verdá?

SÍ. CLARO. EJEM. TIENES QUE DECIR GRACIAS.

—Gaziaz.

Y PORTARTE BIEN. ESO ES PARTE DEL ACUERDO.

—Zí.

ENTONCES TENEMOS UN CONTRATO.

Papá Puerco rebuscó en su saco y sacó del mismo…

… un castillo a escala muy grande con, según la interpretación correcta, tejados cónicos azules puntiagudos sobre unas torretas con capacidad para encerrar a princesas…

… una caja de varios centenares de caballeros y guerreros variados…

… y una espada. Medía un metro veinte de largo y tenía una hoja reluciente.

La madre respiró hondo.

—¡No le puede dar eso! —gritó—. ¡No es seguro!

ES UNA ESPADA, DIJO PAPÁ PUERCO. NO ESTÁ HECHA PARA SER SEGURA.

—Pero ¡es una niña! —gritó Mindunli.

ES UN REGALO EDUCATIVO.

—¿Y si se corta?

ESO SERÁ UNA LECCIÓN IMPORTANTE.

Tío Chungo susurró algo en tono presuroso.

¿EN SERIO? AH, BUENO. SUPONGO QUE NO SOY QUIÉN PARA DISCUTIR ESO.

La hoja de la espada se volvió de madera.

—¡Y tampoco quiere todas esas otras cosas! —dijo la madre de Doreen, contradiciendo a la testigo anterior—. ¡Es una niña! ¡Además, no me puedo permitir de ningún modo regalos tan grandes como esos!

YO CREÍA QUE LOS REGALABA, dijo Papá Puerco, en tono perplejo.

—¿De verdad? —dijo la madre.

—¿De verdad? —dijo Mindunli, que había estado escuchando horrorizado—. ¡Claro que no! ¡Son nuestros productos! ¡No se pueden regalar! ¡La Vigilia de los Puercos no es para regalar! O sea… sí, claro, claro que se regalan cosas —se corrigió a sí mismo, consciente de que había gente mirando—, pero primero se tienen que comprar, ¿entienden? O sea… ja, ja. —Soltó una risa nerviosa, cada vez más consciente de la extrañeza que se iba extendiendo a su alrededor y de la mirada intensa de Tío Chungo—. Tampoco es que los juguetes los fabriquen unos pequeños elfos en el Eje, ja, ja…

—Claro que no —dijo Tío Chungo en tono sabio—. Habría que ser un maníaco para pensar siquiera en darle un formón a un elfo, a menos que quieras sus iniciales grabadas en tu frente.

—¿Quiere decir que todo esto es gratis? —preguntó la madre de Doreen en tono astuto, sin dejar que la desviaran del que ella veía como elemento central de la discusión.

El señor Mindunli miró los juguetes con expresión impotente. Ciertamente no parecían venir de sus existencias.

Luego intentó mirar fijamente al nuevo Papá Puerco. Todas las neuronas de su cerebro le estaban diciendo que tenía delante a un hombre gordo y risueño vestido con un traje rojo y blanco.

Bueno… casi todas las neuronas. Unas cuantas de las más achispadas le estaban diciendo que en realidad sus ojos estaban informando de otra cosa, pero no se ponían de acuerdo acerca de qué. Un par de ellas se había apagado por completo.

Las palabras se le escaparon entre dientes.

—Parecer ser… que sí —dijo.

Aunque era la Vigilia de los Puercos los edificios de la universidad estaban abarrotados. Los magos nunca se iban a la cama temprano de todas maneras,[13] y por supuesto estaba el esperado Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos a medianoche.

Para hacerse una idea de la magnitud del Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, baste decir que un aperitivo ligero en la UI consistía en nada más que tres o cuatro platos, sin contar los quesos y los frutos secos.

Algunos de los magos llevaban semanas practicando. El decano en concreto ahora era capaz de levantar un pavo de diez kilos con un tenedor. Tener que esperar hasta la medianoche simplemente añadía un matiz de vigor a unos apetitos ya profesionalmente afinados.

* * *

Había un aire general de expectación agradable, un chisporroteo general de glándulas salivares, una reunión general y meticulosa de todas las pastillas y polvos con vistas al momento, varias horas más adelante, en que los dieciocho platos se aglomeraran en algún punto por debajo de la caja torácica y emprendieran el contraataque.

Ridcully salió afuera bajo la nieve y se subió el cuello de la túnica. En el Edificio de Magia de Altas Energías estaban encendidas todas las luces.

—No lo sé, no lo sé —murmuró—. Es la Noche de la Vigilia de los Puercos y siguen trabajando. No es natural. Cuando yo era estudiante, a estas horas ya había vomitado dos veces…

En realidad, Ponder Stibbons y su grupo de estudiantes del área de investigación sí habían hecho una concesión a la Noche de la Vigilia de los Puercos. Habían decorado a Hex con acebo y habían puesto un gorro de papel sobre la enorme cúpula de cristal donde estaba el hormiguero principal.

Cada vez que entraba allí, a Ridcully le parecía que habían hecho algo nuevo en el… artefacto, o máquina pensante, o lo que fuera aquello. A veces aparecían cosas de la noche a la mañana. En alguna ocasión, de acuerdo con Stibbons, Hex en pers… el mismo Hex dibujaba planos de partes adicionales que él… que aquella cosa necesitaba. Todo aquello le ponía los pelos de punta a Ridcully, y ahora además le estaba saliendo un pelo de punta adicional al ver al tesorero sentado delante de la cosa. Por un momento, se olvidó por completo de las verrugas.

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