Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

«Ducha» resultó ser un poco más vigorizante. «Torrente» le hizo boquear en busca de aire y «Diluvio» lo mandó palpando a ciegas hasta el panel porque la parte superior de su cabeza tenía la sensación de que la estaban arrancando. «Ola» generó una muralla de agua salada caliente de un lado a otro del cubículo antes de desaparecer en la rejilla que había instalada en mitad del suelo.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Modo levantando la voz.

—¡De maravilla! ¡Y hay una docena de perillas que todavía no he probado!

Modo asintió y dio unos golpecitos en una válvula. La voz de Ridcully, elevándose en lo que él consideraba que era una canción, resonó por entre las espesas nubes de vapor:

– Oh, yooooooo conocía a un trabajador agrícola de alguna clase, posiblemente un techador,

»y lo conocía bien, y él —que ahora que lo pienso, era granjero— tenía una hija, y ahora mismo no me viene a la cabeza cómo se llamaba la hija,

»y… ¿por dónde iba? Ah, sí. Estribillo:

»Nosequé nosequé, una verdura de forma humorística, un nabo, creo, nosequé nosequé y el hermoso ruiseñooooozzx^gpoo-oooooh-ARRGHH oh oh oh…

La canción se interrumpió de golpe. Lo único que Modo oía era el ruido feroz de los borbotones.

—¿Archicanciller?

Al cabo de un momento una voz respondió desde las inmediaciones del techo. Sonaba algo aguda y dubitativa.

—Esto… me pregunto si tendría usted la amabilidad de cerrar el agua desde ahí fuera, querido amigo. Esto… muy despacito, si no le importa.

Modo le dio la vuelta con cuidado a una rueda. El ruido de los borbotones fue remitiendo.

—Ah. Buen trabajo —dijo la voz, ahora desde algún lugar más cercano al nivel del suelo—. Bien. Muy bien hecho. Creo que está claro que podemos considerarlo un éxito. Ejem. Me pregunto si podría usted ayudarme a caminar un momento. Es inexplicable, pero siento que las piernas no me aguantan muy bien.

Modo abrió la puerta y ayudó a Ridcully a salir y a sentarse en un banco.

—Sí, ya lo creo —dijo el archicanciller, con la mirada un poco vidriosa—. Un éxito asombroso. Ejem. Solamente un pequeño detalle, Modo…

—¿Sí, señor?

—Hay un grifo ahí dentro que tal vez deberíamos dejar en paz por ahora —dijo Ridcully—. Se lo agradecería como un gran favor si pudiera hacer usted un letrerito y colgarlo de ese grifo.

—¿Sí, señor?

—Que diga: «No tocar para nada» o algo parecido.

—Sí, señor.

—Cuélguelo en el grifo que dice «Old Faithful».

—Sí, señor.

—No hace falta mencionárselo a los demás.

—No, señor.

—Por los dioses. Nunca me he sentido tan limpio.

Desde un punto aventajado situado entre unos azulejos ornamentales cerca del techo, un pequeño gnomo con bombín observaba con atención a Ridcully.

Después de que Modo se fuera el archicanciller empezó lentamente a secarse con una toalla grande y mullida. A medida que iba recuperando la compostura, otra canción se iba abriendo paso por lo bajo.

– Pero mira cómo beben los… bueno, qué más da, cualquier animal, en el río.

»Beben y beben y vuelven a beber, ja, ya lo creo, al final les sentará mal…

El gnomo bajó deslizándose hasta las baldosas y se colocó con sigilo detrás de la figura que se estaba sacudiendo briosamente.

Después de unas cuantas pruebas más, Ridcully se decidió por una canción que siempre se acaba por desarrollar en todos los planetas que tienen invierno. A menudo es puesta forzosamente al servicio de alguna religión local y se cambia un poco la letra, pero en realidad trata de cosas que tienen que ver con los dioses solamente en la misma forma en que las raíces tienen que ver con las hojas.

– … Y si quieres comprar paaan más blanco que la azuceeena…

Ridcully se giró de golpe.

Una esquina de la toalla mojada dio al gnomo en la oreja y lo mandó de culo al suelo.

—¡Te he visto acercarte a escondidas! —bramó el archicanciller—. ¿Qué andas tramando? ¿Qué eres, un ladronzuelo de poca monta?

El gnomo resbaló hacia atrás sobre la superficie mojada.

—¡Eh, qué anda tramando usted, señor, que se supone que no tiene que verme!

—¡Soy un mago! Podemos ver las cosas que están ahí de verdad, ya sabes —dijo Ridcully—. Y en el caso del tesorero, también las cosas que no están ahí. ¿Qué hay en este saco?

—¡No le recomiendo que abra el saco, señor! ¡De verdad que no le conviene para nada!

—¿Por qué? ¿Qué tienes dentro?

El gnomo hizo un gesto de abatimiento.

—No es lo que hay dentro, señor. Es lo que va a salir. ¡Las tengo que dejar salir una cada vez, no hay forma de saber lo que pasaría si salen todas juntas!

Ridcully pareció interesado y empezó a desatar el cordel del saco.

—¡De verdad que deseará no haberlo hecho, señor! —suplicó el gnomo.

—¿Ah, sí? ¿Qué está haciendo aquí, joven? El gnomo se rindió.

—Bueno… ¿Conoce al Hada de los Dientes?

—Sí. Claro —dijo Ridcully.

—Bueno… yo no soy ella. Pero… es como que nos dedicamos a lo mismo…

—¿A qué? ¿A llevarse cosas?

—Esto… no, llevarse cosas mismamente no. Más del tipo… traer…

—Ah, ¿ como dientes nuevos?

—Esto… como verrugas nuevas —dijo el gnomo.

* * *

La Muerte tiró el saco al fondo del trineo y después se subió.

—Lo está haciendo bien, amo —dijo Albert.

ESTE COJÍN ME SIGUE RESULTANDO INCÓMODO —dijo la Muerte, tirándose del cinturón hacia arriba.— NO ESTOY ACOSTUMBRADO A TENER UNA TRIPA GRANDE DE GORDO.

—Algo parecido a una tripa es lo más que le pude conseguir, amo. Parte usted con desventaja, por decirlo así.

Albert desenroscó el tapón de una botella de té frío. Tanto jerez le estaba dando sed.

—Lo está haciendo bien, amo —repitió, dando un trago—. Todo el hollín en la chimenea, las pisadas, los traguitos de jerez, las huellas del trineo por todos los tejados… tiene que funcionar.

¿Tú CREES?

—Seguro.

Y ME HE ASEGURADO DE QUE ALGUNOS ME VEAN. YO LO NOTO CUANDO ESTÁN MIRANDO A ESCONDIDAS —añadió la Muerte con orgullo.

—Bien hecho, señor.

SÍ.

—Aunque le voy a dar un consejo. Con decir solamente «Jo, jo, jo» ya vale. No diga: «Temblad, efímeros mortales», a menos que quiera que crezcan y se hagan prestamistas o cosas por el estilo.

JO. JO. JO.

—Sí, realmente le está cogiendo el tranquillo. —Albert echó un vistazo apresurado a su cuaderno a fin de que la Muerte no le viera la cara—. Aunque tengo que decirle, amo, lo que de verdad iría bien es una aparición en público. En serio.

OH, ES ALGO QUE NO SUELO HACER.

—Papá Puerco es más tipo figura pública, amo. Y una buena aparición en público nos iría mejor que dejarse ver por casualidad delante de todos los niños que quiera. Va bien para los viejos músculos de la fe.

¿EN SERIO? JO. JO. JO.

—Vale, vale, eso está muy bien, amo. ¿Por dónde iba yo…? Sí… Las tiendas abren hasta tarde. A muchos niñitos los llevan a ver a Papá Puerco, ¿entiende? No al de verdad, claro. Los llevan a ver al viejales de turno con una almohada dentro del jersey, sin ánimo de ofender, amo.

¿NO AL DE VERDAD? Jo. Jo. Jo.

—Oh, no. Y no hace falta que…

¿LOS NIÑOS LO SABEN? Jo. Jo. Jo.

Albert se rascó la nariz.

—Digo yo que sí, amo.

PUES NO DEBERÍA SER ASÍ. NO ME EXTRAÑA QUE HAYA HABIDO… ESTA DIFICULTAD. ¿SE HA PUESTO EN JAQUE LA FE? Jo. Jo. Jo.

—Podría ser, amo. Esto, lo del «jo, jo…».

¿DÓNDE TIENE LUGAR ESA FARSA? Jo. Jo. Jo.

Albert se rindió.

—Bueno, en el Mindunli’s de La Matanza, por ejemplo. Es muy popular, la Gruta de Papá Puerco. Parece ser que siempre tienen un buen Papá Puerco.

VAMOS ALLÁ Y ENTRINEÉMOSLES LO QUE ES BUENO. JO. JO. JO.

—Como usted diga, amo.

ESO ERA UN RETRUÉCANO O JUEGO DE PALABRAS, ALBERT. NO SÉ SI TE HAS DADO CUENTA.

—Me estoy partiendo de la risa por dentro, amo. Jo. Jo. Jo.

* * *

El archincanciller Ridcully sonrió.

Sonreía a menudo. Era uno de esos hombres que sonreían hasta cuando estaban enfadados, pero ahora estaba sonriendo porque estaba orgulloso. Un poco dolorido todavía, tal vez, pero aun así orgulloso.

—Un cuarto de baño asombroso, ¿verdad? —dijo—. Lo tenían emparedado, ya sabes. Menuda tontería. O sea, tal vez tenía algunos problemillas iniciales —y cambió de postura con cautela—, pero eso es normal. Tiene de todo, ¿lo ves? Baños para los pies en forma de conchas de almeja, mira. Todo un guardarropa de albornoces. Y esa bañera de ahí tiene una especie de soplador para poder darte baños de burbujas sin tener que comer legumbres siquiera. Y este trasto de aquí sostenido por sirenas es un cuenco especial para las uñas cortadas de los pies. Tiene de todo, este sitio.

—¿Un cuenco especial para las uñas cortadas de los pies? —preguntó el Gnomo de las Verrugas.

—Oh, todo cuidado es poco —dijo Ridcully, levantando la tapa de una jarra ornamentada que ponía SALES DE BAÑO y sacando de allí una botella de vino—. Te haces con algo de alguien, como por ejemplo las uñas cortadas, y ya los tienes bajo tu control. Eso es magia de verdad de la de toda la vida. Desde el principio de los tiempos.

Levantó la botella de vino para verla al trasluz.

—Ya tendría que estar bien fría —dijo, sacando el tapón de corcho—. Conque verrugas, ¿eh?

—Ya querría yo saber por qué —dijo el gnomo.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—Pues no. Me desperté de repente y era el Gnomo de las Verrugas.

—Desconcertante —dijo Ridcully—. Mi padre me decía que si ibas por ahí descalzo vendría el Gnomo de las Verrugas, pero yo nunca creí que existieras. Creía que se lo había inventado él. O sea, las hadas de los dientes, vale, y esos cabroncetes que viven en las flores, yo mismo me dedicaba a recogerlos cuando era niño, pero de las verrugas no recuerdo nada. —Bebió con cara pensativa—. Tengo un primo lejano que se llama Verruga, de hecho. Suena bastante bien, si uno lo piensa.

Miró al gnomo por encima de su vaso.

Uno no llegaba a ser archicanciller sin la capacidad para percibir cosas sutilmente equivocadas en una situación dada. Bueno, esto no era del todo cierto. Sería más preciso decir que uno no seguía siendo archicanciller durante mucho tiempo.

—Es un trabajo que está bien, ¿no? —dijo en tono pensativo.

—La caspa sería mejor —dijo el gnomo—. Por lo menos trabajaría al aire libre.

—Creo que será mejor que le echemos un vistazo a esto —dijo Ridcully—. Por supuesto, puede que no sea nada.

—Vaya, gracias —dijo el Gnomo de las Verrugas en tono lúgubre.

* * *

Aquel año tenían una Gruta maravillosa, se dijo a sí mismo Vernon Mindunli. El personal se había esforzado mucho. El trineo de Papá Puerco era una obra de arte en sí mismo, y los cerdos parecían reales de verdad y eran de un tono rosa estupendo.

La Gruta ocupaba casi todo el primer piso. A uno de los duendes lo habían sancionado por fumar detrás de la Cascada del Tintineo Mágico, y los Muñecos Mecánicos de Todas Las Naciones que demostraban que Todos Nos Podemos Llevar Bien se movían de forma un poco entrecortada y daban problemas, pero en líneas generales, se dijo a sí mismo, era un espectáculo que Alegraba los Corazones de los Niños de Todas Partes.

Los niños estaban haciendo cola con sus padres y mirando el espectáculo con los ojos como platos.

Y estaba entrando dinero. Oh, y de qué manera.

Para que el personal no se sintiera Tentado, el señor Mindunli había desplegado una estructura de cables que cruzaban los techos de la tienda. En el medio de cada sala había una cajera dentro de una pequeña jaula. Los empleados cogían el dinero de los clientes, lo metían dentro de un pequeño funicular mecánico y se lo mandaban zumbando por el techo a la cajera, que calculaba el cambio y lo mandaba traqueteando de vuelta. De esa forma no existía la posibilidad de la Tentación, y los pequeños vagones de funicular iban disparados de un lado para otro como fuegos artificiales.

Al señor Mindunli le encantaba la Vigilia de los Puercos. Al fin y al cabo, era para los Niños.

Se metió los dedos en los bolsillos del chaleco y sonrió ampliamente.

—¿Va todo bien, señorita Harding?

—Sí, señor Mindunli —respondió la cajera en tono dócil.

—Estupendo —dijo mirando el montón de monedas.

Una pequeña descarga eléctrica zigzagueante salió crepitando de ellas y tomó tierra en la rejilla metálica.

El señor Mindunli parpadeó.

Delante de él a la señorita Harding le salían chispas de la montura metálica de las gafas.

El decorado de la Gruta cambió. Durante una sola fracción de segundo el señor Mindunli tuvo una sensación de velocidad, como si lo que apareció se hubiera detenido dando un frenazo. Lo cual era ridículo.

Autore(a)s: