Se habían producido cambios. Por lo menos un cambio relevante.
En la puerta había una gatera. Ella la observó.
Al cabo de un par de segundos salió por la gatera un gato de color anaranjado, le dedicó a Susan la mirada clásica de «no-ten-go-hambre-y-no-eres-interesante» y se alejó caminando con pasos suaves en dirección a los jardines.
Susan abrió la puerta y entró en la cocina.
Había gatos de todos los tamaños y colores cubriendo todas las superficies. Cientos de ojos se giraron para observarla.
Era como lo de la señora Gammage, pensó. La anciana era una clienta habitual de El Otro Barrio que iba allí en busca de compañía y chocheaba bastante, y uno de los síntomas de que los que estaban perdiendo la chaveta era que desarrollaban gatitis crónica. Normalmente en forma de gatos que controlaban todos los detalles de la existencia felina excepto la ubicación del cajón de tierra.
Varios de ellos tenían los hocicos metidos en un cuenco de crema.
Susan nunca había sido capaz de entender el atractivo de los gatos. Sus propietarios eran la clase de gente a quien le gustaba el budín. Existía gente real en el mundo cuya idea del paraíso sería un gato de chocolate.
—Fuera de aquí, todos —dijo ella—. Que yo sepa, él nunca ha tenido mascotas.
Los gatos la miraron con expresiones que indicaban que de todas maneras tenían intención de irse a otra parte y se marcharon con paso tranquilo, lamiéndose el morro.
El cuenco se volvió a llenar lentamente.
Estaba claro que eran gatos vivos. Solamente la vida tenía color en aquel lugar. Todo lo demás lo había creado la Muerte. El color, junto con la fontanería y la música, eran artes que escapaban al alcance de su genio.
Ella los dejó en la cocina y siguió deambulando hasta el estudio.
Allí también se habían producido cambios. A juzgar por el aspecto del lugar, su habitante había estado intentando tocar el violín otra vez. Era incapaz de entender por qué no podía tocar música.
El escritorio estaba hecho un desastre. Estaba todo lleno de libros abiertos y amontonados. Eran los libros que Susan no había aprendido nunca a leer. Algunos de los caracteres flotaban sobre las páginas o se movían formando complejos motivos diminutos que te iban leyendo mientras tú los leías a ellos.
Por la superficie del escritorio había desperdigada una serie de instrumentos intrincados. Parecían vagamente destinados a la navegación, pero ¿en qué océanos y bajo qué estrellas?
También había varias páginas de pergamino llenas de la caligrafía de la Muerte. Resultaba inmediatamente reconocible. Nadie más que Susan hubiera conocido nunca escribía con letra de imprenta.
Parecía que había estado intentando resolver algo.
KLATCH NO. HOWONDALANDIA TAMPOCO. NI EL IMPERIO. DIGAMOS 20 MILLONES DE NIÑOS A UN KILO DE JUGUETES POR NIÑO.
IGUAL A 20.000 TONELADAS. 2.000 TONELADAS POR HORA. RECORDATORIO: NO OLVIDAR LAS PISADAS DE HOLLÍN. PRACTICAR MÁS EL «JO JO JO». COJÍN.
Devolvió el papel con cuidado a su sitio.
Tarde o temprano a uno le acababa afectando. A la Muerte le fascinaban los humanos, y el acto de estudiar nunca iba en una sola dirección. Un hombre podía pasarse toda la vida examinando la vida privada de las partículas elementales y luego descubrir que o bien sabía quién era o bien dónde estaba, pero no ambas cosas. La Muerte se había contagiado de… humanidad. No de la de verdad, sino de algo que se podía confundir con ella hasta que la examinabas de cerca.
La casa incluso imitaba las casas humanas. La Muerte se había creado un dormitorio, a pesar de que no dormía nunca. Si realmente se le contagiaban las cosas de los humanos, ¿había probado acaso la locura? Al fin y al cabo era algo muy popular.
Tal vez, después de tantos milenios, ahora quería ser simpático.
Entró en la Sala de los Biómetros. Cuando era niña le gustaba el ruido que había allí. Pero ahora el susurro de la arena de los millones de relojes y los pequeños «ping» y «pop» que se oían cuando desaparecían los que ya estaban llenos y aparecían otros vacíos, ya no le parecía tan agradable. Ahora sabía lo que estaba pasando. Por supuesto, todo el mundo se moría antes o después. Simplemente no estaba bien escuchar cómo sucedía.
Estaba a punto de irse cuando vio la puerta abierta que había en un sitio donde nunca había visto una puerta antes.
Se encontraba disimulada. Había toda una sección de estanterías, llenas de relojes susurrantes, retirada a un lado.
Susan la empujó adelante y atrás con un dedo. Cuando estaba cerrada, había que fijarse mucho para ver la ranura.
Al otro lado había una sala mucho más pequeña. No era más grande que, por ejemplo, una catedral. Y sus paredes estaban cubiertas de arriba abajo de más relojes de arena que los que Susan podía apenas ver bajo la luz de la sala más grande. Entró y chasqueó los dedos.
—Luz —ordenó. Un par de velas cobraron vida.
Aquellos relojes de arena estaban… mal.
Los de la sala principal, por muy metafóricos que pudieran ser, eran cosas de aspecto sólido hechas de madera y latón y cristal. Pero estos tenían aspecto de estar hechos de reflejos y sombras y no tener ninguna sustancia.
Le echó un vistazo a uno de gran tamaño.
El nombre que tenía escrito era: OFFLER.
¿El dios cocodrilo?, pensó.
Bueno, los dioses tenían vida, presumiblemente. Pero nunca se morían de verdad, por lo que ella sabía. Simplemente se apagaban hasta no ser más que una voz en el viento y una nota al pie en algún libro de texto de religión.
Había algunos dioses más colocados en hileras. Ella reconoció a algunos.
Pero en la estantería había biómetros más pequeños. Cuando vio las etiquetas estuvo a punto de echarse a reír.
—¿El Hada de los Dientes? ¿El Hombre de la Arena? ¿John Barleycorn? ¿El Pato del Pastel del Alma? ¿El Dios de… qué?
Dio un paso atrás y aplastó algo con el pie.
El suelo estaba lleno de cristales rotos. Se agachó y recogió el más grande. Del nombre grabado en el cristal solamente quedaban unas cuentas letras…
PAPÁ PU…
—Oh, no… Era verdad. Abuelo, pero ¿qué has hecho? Cuando se marchó, las velas se apagaron. La oscuridad volvió a invadir el lugar.
Y en la oscuridad, entre la arena derramada, hubo un ligero borboteo y una chispa de luz diminuta…
* * *
Mustrum Ridcully se ajustó la toalla alrededor de la cintura.
—¿Cómo va la cosa, señor Modo?
El jardinero de la universidad le hizo el saludo militar.
—¡Las cisternas están llenas, señor archicanciller, señor! —dijo en tono alegre—. ¡Y llevo todo el día echando leña en las calderas del agua!
Los demás magos del claustro se agolparon en la puerta.
—En serio, Mustrum, de verdad creo que esto es muy insensato —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Está claro que por algo lo sellarían.
—Recuerde lo que decía en la puerta —dijo el decano.
—Oh, esas cosas las escriben simplemente para que no entre nadie —dijo Ridcully, desenvolviendo una pastilla nueva de jabón.
—Bueno, sí —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Es verdad. Es lo que se suele hacer.
—Es un cuarto de baño —dijo Ridcully—. Estáis actuando todos como si fuera alguna clase de cámara de torturas.
—Un cuarto de baño —dijo el decano— diseñado por Jodido Estúpido Johnson. ¡El archicanciller Ceravieja solamente lo usó una vez y luego lo hizo sellar! ¡Mustrum, le ruego que lo piense mejor! ¡Es un Johnsonl
Hubo una especie de pausa, porque incluso Ridcully tuvo que hacerse a la idea de aquello.
Al desaparecido (o al menos en paradero desconocido) Jenaro Escéfalo Johnson se lo reconocía ampliamente como el peor inventor del mundo, si bien en un sentido muy especializado. Los inventores simplemente malos construían cosas que no funcionaban. Pero él no se contaba entre aquellos mequetrefes. Cualquier tonto podía fabricar algo que no hiciera absolutamente nada cuando apretabas el botón. Él se burlaba de aquellos aficionados de dedos torpes. Todo lo que él construía funcionaba. Simplemente no hacía lo que ponía en la caja. Si querías un misil pequeño tierra-aire, le pedías a Johnson que diseñara una fuente ornamental. Venía a ser más o menos lo mismo. Pero aquello nunca lo desanimó, ni a él ni a la curiosidad morbosa de sus clientes. La música, el diseño de jardines, la arquitectura… sus talentos parecían no empezar nunca.
En todo caso, resultaba un poco sorprendente descubrir que Jodido Estúpido se había pasado al diseño de cuartos de baño. Pero tal como decía Ridcully, se sabía que había diseñado y construido varios órganos musicales de gran tamaño, y si uno iba al fondo del asunto, todo era una simple cuestión de fontanería, ¿no?
Los demás magos, que llevaban más tiempo allí que el archicanciller, eran de la opinión de que si Jodido Estúpido Johnson había construido un cuarto de baño completamente funcional, es porque había intentado hacer otra cosa.
—¿Sabéis? Siempre he creído que al señor Johnson se le ha vilipendiado mucho —acabó por decir Ridcully.
—Bueno, sí, por supuesto —dijo el conferenciante de Runas Recientes, claramente exasperado—. Eso es como decir que la mermelada atrae a las avispas, ¿no?
—No todo lo que hizo funcionaba mal —dijo Ridcully en tono categórico, blandiendo su cepillo para el baño—. Mirad esa cosa que usan abajo en las cocinas para pelar patatas, por ejemplo.
—Ah, ¿se refiere a esa cosa con una placa de latón que dice: «Instrumento de Manicura Mejorado», archicanciller?
—Escuchad, no es más que agua —le espetó Ridcully—. Ni siquiera Johnson podría hacer mucho daño con agua. ¡Modo, abra las compuertas!
El resto de los magos retrocedió mientras el jardinero giraba un par de ruedas de latón ornamentadas.
—¡Estoy harto de buscar a tientas el jabón igual que vosotros! —gritó el archicanciller, mientras el agua fluía a chorros por canales invisibles—. Higiene. ¡Eso es lo que hace falta!
—No diga que no le avisamos —dijo el decano, cerrando la puerta.
—Ejem, todavía no he averiguado adonde van todas las tuberías, señor —se aventuró a decir Modo.
—Ya lo averiguaremos, no tema —dijo Ridcully en tono feliz. Se quitó el sombrero y se puso un gorro de ducha que había diseñado él mismo. En deferencia a su profesión, era puntiagudo. Cogió un patito de goma amarillo—. Demuestre esa hombría con las bombas, señor Modo. O esa enanía, en su caso, claro.
—Sí, archicanciller.
Modo tiró de una palanca. Las tuberías arrancaron con un martilleo y el vapor empezó a escaparse por unas cuantas junturas.
Ridcully echó un último vistazo al lavabo.
Era un tesoro escondido, de eso no había duda. Que dijeran lo que quisieran, seguro que a veces el viejo Johnson debía de acertar, aunque solamente fuera por accidente. La sala entera, incluidos el suelo y el techo, tenía azulejos de color blanco, azul y verde. En el centro, debajo de su corona de tuberías, estaba el Ablutorio Superior Para Interiores «Tifón» Patente de Johnson, con Bandeja de Jabones Automática, un auténtico poema sanitario en madera de caoba, palisandro y cobre.
Había hecho que Modo le sacara brillo a todas las tuberías y grifos de latón hasta que todo reluciera. Había tardado una eternidad.
Ridcully cerró la puerta esmerilada detrás de sí.
El inventor de aquella maravilla ablutoria había decidido convertir una simple ducha en una experiencia completamente controlable, y una pared del enorme cubículo tenía un maravilloso panel cubierto de grifos de latón forjados en forma de sirenas y conchas y, por alguna razón, granadas. Había salidas separadas para el agua salada, el agua dura y el agua blanda y ruedas enormes para un control preciso de la temperatura. Ridcully las examinó con atención.
Luego retrocedió, echó un vistazo a los azulejos y cantó:
—¡Mi, mi, mi!
Su voz reverberó y regresó a él.
—¡Un eco perfecto! —dijo Ridcully, que era un barítono de cuarto de baño nato.
Cogió un tubo de comunicación instalado para permitir que el bañista se comunicara con el ingeniero.
—¡Abra todas las cisternas, señor Modo!
—¡A sus órdenes, señor!
Ridcully abrió el grifo que ponía «Aspersor» y se apartó de un salto, porque una parte de él seguía siendo consciente de que la inventiva de Johnson no se limitaba a pasarse tres pueblos, sino que a menudo podía encontrársela a varios continentes de distancia.
Lo envolvió una ducha suave de agua tibia, casi una neblina que acariciaba.
—¡Caramba! —exclamó, y probó otro grifo.