—Me temo que sí, pero ¿por qué…?
¿Y AL OTRO GAWAIN?
—Sí, pero oye, ¿cómo…?
¿POR QUÉ GAWAIN?
—Yo… supongo que es un nombre apropiado y fuerte para un guerrero…
SOSPECHO QUE ES UNA PROFECÍA QUE SE CUMPLE POR SÍ SOLA. VEO QUE LA NIÑA ESCRIBE CON LÁPIZ VERDE SOBRE PAPEL ROSA CON UN RATÓN EN LA ESQUINA. EL RATÓN LLEVA UN VESTIDO.
—Debería señalar que ha decidido hacer eso para que Papá Puerco piense que es una niña dulce —dijo Susan—. Incluyendo las faltas de ortografía deliberadas. Pero escucha, ¿por qué estás tú…?
DICE QUE TIENE CINCO AÑOS.
—En años, sí. En cinismo, tiene unos treinta y cinco. ¿Por qué estás tú haciendo…?
PERO ¿CREE EN PAPÁ PUERCO?
—Cree en lo que sea si a cambio puede conseguir una muñeca. Pero no te vas a ir sin explicarme…
La Muerte volvió a colgar el calcetín en la repisa de la chimenea.
NOS TENEMOS QUE MARCHAR. FELIZ VlGILIA DE LOS PUERCOS. ESTO… AH, SÍ. JO. JO. JO.
—El jerez está bueno —dijo Albert, secándose la boca.
La rabia de Susan rebasó su curiosidad. Tuvo que viajar bastante deprisa.
—¿O sea que te has estado bebiendo las copas que los niñitos dejan para el Papá Puerco de verdad?
—Sí, ¿por qué no? El no se las va a beber. Sobre todo allí donde está.
—¿Y cuántas te has bebido, si se puede saber?
—No sé, no las he contado —dijo Albert en tono feliz.
UN MILLÓN OCHOCIENTAS MIL SETECIENTAS SEIS —dijo la Muerte.— Y SESENTA Y OCHO MIL TRESCIENTOS DIECINUEVE PASTELES DE CARNE. Y UN NABO.
—Tenía forma de pastel de carne —dijo Albert—. Al cabo de un rato, todo acaba teniéndola.
—¿Y cómo es que no has explotado?
—No sé. Siempre he tenido una buena digestión.
PARA PAPÁ PUERCO, TODOS LOS PASTELES DE CARNE SON COMO UN SOLO PASTEL DE CARNE. EXCEPTO EL QUE ES COMO UN NABO. VAMOS, ALBERT. ESTAMOS ABUSANDO DEL TIEMPO DE SUSAN.
—¿Por qué estáis haciendo esto? —chilló Susan.
LO SIENTO. NO TE LO PUEDO DECIR. OLVIDA QUE ME HAS VISTO. NO ES ASUNTO TUYO.
—¿No es asunto mío? ¿Cómo que…?
Y AHORA… . NOS TENEMOS QUE IR…
—Buenas noches —dijo Albert.
El reloj sonó dos veces para marcar la media hora. Todavía eran las seis y media.
Y se habían ido.
* * *
El trineo volaba a toda velocidad por el cielo.
—Ella va a intentar averiguar de qué va todo esto, ya lo sabe usted —dijo Albert.
OH, CIELOS.
—Sobre todo después de decirle que no lo hiciera.
¿Tú CREES?
—Sí —dijo Albert.
CIELOS. TODAVÍA TENGO MUCHO QUE APRENDER SOBRE LOS HUMANOS, ¿VERDAD?
—Oh… no lo sé… —dijo Albert.
ES OBVIO QUE ESTARÍA MUY MAL INVOLUCRAR A UN HUMANO EN TODO ESTO. ES POR ESO, SUPONGO QUE LO RECUERDAS, QUE LE HE PROHIBIDO CLARAMENTE QUE SE INTERESE POR EL ASUNTO.
—Sí… es verdad…
ADEMÁS, VA CONTRA LAS NORMAS.
—Pero usted dijo que esos cabroncetes grises ya habían roto las normas.
SÍ, PERO NO PUEDO SIMPLEMENTE AGITAR UNA VARITA MÁGICA Y ARREGLARLO TODO. HAY PROCEDIMIENTOS QUE SEGUIR.
La Muerte miró hacia delante un momento y luego se encogió de hombros.
Y TENEMOS MUCHO QUE HACER. TENEMOS PROMESAS QUE CUMPLIR.
—Bueno, la noche es joven —dijo Albert, sentándose otra vez entre los sacos.
LA NOCHE ES VIEJA. LA NOCHE SIEMPRE ES VIEJA.
Los cerdos seguían galopando. Y entonces…
—No, no lo es.
¿DISCULPA?
—La noche no es más vieja que el día, amo. Es de sentido común. Seguro que hubo un día antes de que nadie supiera qué era la noche.
Sí, PERO ASÍ ES MÁS DRAMÁTICO.
—Ah. Pues vale.
* * *
Susan estaba junto a la chimenea.
Tampoco es que le disgustara la Muerte. La Muerte considerada como individuo en lugar de como el telón final de la vida era alguien que Susan no podía evitar que le gustara, de una forma extraña.
Aun así…
La idea de que el Segador Oscuro llenara los calcetines de la Vigilia de los Puercos del mundo entero no le acababa de encajar en la cabeza, por mucho que le diera vueltas. Era como intentar imaginar al Old Man Trouble haciendo de Hada de los Dientes. Oh, sí. El Old Man Trouble… Ese sí que era un tío desagradable…
Pero sinceramente, ¿qué clase de persona retorcida iba por ahí toda la noche colándose en los dormitorios de los niños?
Bueno, Papá Puerco, claro, pero…
Se oyó un tintineo suave procedente de las inmediaciones de la base del árbol de la Vigilia de los Puercos.
El cuervo se apartó de las esquirlas de una de las bolas relucientes.
—Lo siento —murmuró—. Ha sido un poco la reacción de mi especie. Ya sabes… redondo, brillante… A veces no se puede evitar picotear…
—¡Esas monedas de chocolate son de los niños!
¿IIIC?, preguntó la Muerte de las Ratas, apartándose de las monedas brillantes.
—¿Por qué está mi abuelo haciendo eso?
IIIC.
—¿Tú tampoco lo sabes?
IIIC.
—¿Es que hay algún problema? ¿Le ha hecho algo al Papá Puerco de verdad?
IIIC.
—¿Por qué no me lo quiere decir?
IIIC.
—Gracias. Me has sido de gran ayuda.
Algo se rasgó detrás de Susan. Se giró y vio que el cuervo estaba quitando con cuidado una tira de papel de envolver rojo de un paquete.
—¡Deja eso ahora mismo!
El cuervo levantó la vista con expresión culpable.
—Solamente un poquito —dijo—. Nadie lo va a echar de menos.
—Pero ¿para qué lo quieres?
—Nos atraen los colores brillantes, ¿vale? Es una reacción automática.
—¡Eso les pasa a las grajillas!
—Mierda. ¿De verdad?
La Muerte de las Ratas asintió.
IIIC.
—Oh, de pronto eres el señor Ornitólogo, ¿no? —dijo el cuervo en tono cortante.
Susan se sentó y extendió una mano.
La Muerte de las Ratas saltó sobre ella. Ella notó las zarpas como agujitas minúsculas.
Era exactamente como una de esas escenas donde la heroína dulce y hermosa canta un pequeño dúo con el señor Jilguero.
Similar, eso sí.
A grandes rasgos, por lo menos. Aunque no del todo clasificada para todos los públicos.
—¿Se le ha ido la chaveta?
IIIC.
La rata se encogió de hombros.
—Pero podría pasar, ¿verdad? Es muy viejo, y supongo que ve muchas cosas terribles.
IIIC.
—Todos los problemas del mundo —tradujo el cuervo.
—Ya lo había entendido —dijo Susan.
Aquello también era un talento que tenía. No entendía lo que la rata estaba diciendo. Simplemente entendía lo que quería decir.
—¿O sea que algo va mal y no me lo quiere decir? —preguntó Susan.
Aquello la puso todavía más furiosa.
—Pero Albert también está metido —añadió.
Ella pensó: miles, millones de años haciendo el mismo trabajo. Y no es un trabajo bonito. No siempre son viejecitos risueños que pasan a mejor vida a una edad muy avanzada. Tarde o temprano, era un trabajo que acababa con cualquiera.
Alguien tenía que hacer algo. Era como aquella vez en que la abuela de Twyla había empezado a decirle a todo el mundo que era la emperatriz de Krull y había dejado de llevar ropa.
Y Susan era lo bastante inteligente como para saber que la frase «Alguien tiene que hacer algo» no era útil en sí misma. La gente que la usaba nunca añadía la coletilla: «Y ese alguien soy yo». Pero alguien tenía que hacer algo, y en aquellos momentos el inventario de alguienes consistía en ella y en nadie más.
La abuela de Twyla había terminado en una residencia de ancianos con vistas al mar en Quirm. Aquella opción posiblemente no estuviera disponible en el caso actual. Además, la Muerte no sería muy popular entre el resto de residentes.
* * *
Susan se concentró. Aquel era el talento más simple de todos. Le asombraba que otra gente no pudiera hacerlo. Cerró los ojos, colocó las manos con las palmas hacia abajo delante de ella a la altura de los hombros, extendió los dedos y bajó las manos.
Todavía las estaba bajando cuando oyó que el reloj dejaba de hacer tictac. El último tic se alargó un momento, como un estertor de muerte.
El tiempo se detuvo.
Pero la duración continuó.
De pequeña siempre se había preguntado por qué las visitas a casa de su abuelo duraban días enteros y sin embargo, cuando regresaban, el calendario seguía avanzando cansinamente como si nunca se hubieran ido.
Ahora sabía el porqué, aunque probablemente ningún ser humano podría entender nunca el cómo. A veces, en algún sitio, de alguna manera, los números del reloj no contaban.
Entre cada momento racional y el siguiente había mil millones de momentos irracionales. En alguna parte detrás de las horas había un sitio donde Papá Puerco iba en su trineo, las hadas de los dientes subían por sus escaleras de mano, Jack Frost dibujaba sus motivos ornamentales y el Pato del Pastel del Alma ponía sus huevos de chocolate. En los espacios interminables que había entre los torpes segundos, la Muerte se movía como una bruja danzando entre gotas de lluvia, sin mojarse nunca.
Los humanos podían viv… No, los humanos no podían vivir allí, no, porque daba igual que diluyeras un vaso de vino en una bañera entera de agua: podías conseguir que hubiera más líquido, pero seguías teniendo la misma cantidad de vino. Una goma elástica seguía siendo la misma goma elástica por mucho que la estiraras.
Pero los humanos podían existir allí.
Nunca hacía demasiado frío, aunque era verdad que el aire ponía la carne de gallina como el viento de invierno en un día soleado. Sin embargo, por puro hábito humano, Susan sacó su capa del armario.
IIIC.
—¿Qué pasa, no tienes ratones y ratas que visitar?
—Na, todo está muy tranquilo justo antes de la Vigilia de los Puercos —dijo el cuervo, que estaba intentando doblar el papel rojo con las garras—. Dentro de unos días habrá un montón de jerbos y hámsteres, eso sí. Cuando los niños se olviden de darles de comer o intenten averiguar cómo funcionan.
Por supuesto, estaba dejando solos a los niños. Pero no podía ocurrirles nada. No había ningún tiempo en el que les pudiera ocurrir.
Bajó apresuradamente las escaleras y salió por la puerta principal.
La nieve colgaba del aire. No era una descripción poética. Estaba suspendida como las estrellas. Cuando los copos tocaban a Susan se fundían con pequeños destellos eléctricos.
En la calle había mucho tráfico, pero estaba fosilizado en el tiempo. Susan caminó con cuidado por en medio hasta llegar a la entrada del parque.
La nieve había hecho lo que ni siquiera podían hacer los magos y la Guardia, que era limpiar Ankh-Morpork. No había tenido tiempo de ensuciarse. Por la mañana era probable que la ciudad tuviera aspecto de estar cubierta de merengue de café, pero de momento la nieve que se acumulaba en los matorrales y los árboles era de un blanco puro.
No había ningún ruido. Las cortinas de nieve tapaban las luces de la ciudad. Después de adentrarse unos metros en el parque era como si estuviera en el campo.
Se metió los dedos en la boca y silbó.
—Eso se podría haber hecho con un poco más de ceremonia, ¿sabes? —dijo el cuervo, que estaba posado en una ramita rebozada de nieve.
—Cállate.
—Aunque no está mal. Más de lo que pueden hacer la mayoría de las mujeres.
—Cállate.
Esperaron.
—¿Para qué has robado ese trozo de papel rojo del regalo de una niña? —preguntó Susan.
—Tengo mis planes —dijo el cuervo en tono misterioso. Volvieron a esperar.
Ella se preguntó qué pasaría si no funcionaba. Se preguntó si la rata soltaría su risita burlona. Tenía la risita burlona más irritante del mundo.
Luego se oyó el sonido de cascos, se abrió la cortina de nieve suspendida y el caballo estaba allí.
Binky trotó en círculo, después se quedó quieto y soltó una vaharada de vapor.
No estaba ensillado. El caballo de la Muerte no te dejaba caer.
Si me monto, pensó Susan, todo volverá a empezar. Saldré de la luz y entraré en el mundo que hay más allá de este. Me caeré de la cuerda floja.
Pero una voz dentro de ella dijo: «Pero quieres hacerlo… ¿verdad…?».
Diez segundos más tarde solamente quedaba allí la nieve. El cuervo se giró hacia la Muerte de las Ratas.
—¿Tienes alguna idea de dónde puedo conseguir un poco de cordel?
IIIC.
* * *
La estaban observando.
Uno dijo: ¿Quién es?
Uno dijo: ¿No nos acordamos de que la Muerte adoptó a una hija? Esta joven es la hija de ella.
Uno dijo: ¿Es humana?
Uno dijo: En su mayor parte.
Uno dijo: ¿Se la puede matar?
Uno dijo: Oh, sí.
Uno dijo: Ah, bueno, entonces no pasa nada.
Uno dijo: Esto… No creemos que esto nos vaya a causar problemas, ¿verdad? Todo esto no está exactamente… autorizado. No queremos que nos hagan preguntas.
Uno dijo: Tenemos el deber de librar al universo del pensamiento sentimentaloide.
Uno dijo: Cuando se enteren, todos nos darán las gracias.
* * *
Binky se posó livianamente en el jardín de la Muerte.
Susan no se molestó en ir a la puerta principal sino que fue a la de atrás, que nunca estaba cerrada.