Teatime dio unos golpecitos en la puerta.
—Eh, tú, el de dentro —dijo—. Sal. Te doy mi palabra de que no te haremos daño.
—¡No!
Teatime dio un paso atrás.
—Banjo, échala abajo —dijo.
Banjo avanzó pesadamente. La puerta soportó un par de patadas enormes y luego estalló.
El guardia estaba encogido detrás de un armarito volcado. Retrocedió a rastras cuando se le acercó Teatime.
—¿Qué está haciendo aquí? —gritó—. ¿Quién es usted?
—Ah, pues me alegro de que me lo preguntes. ¡Soy tu peor pesadilla! —dijo Teatime alegremente.
El hombre se estremeció.
—¿Se refiere… a la del repollo gigante y esa cosa parecida a un cuchillo que runrunea?
—¿Cómo? —Teatime pareció momentáneamente perplejo.
—Entonces es usted esa otra en la que me caigo, pero en vez de suelo debajo es todo…
—No, de hecho soy…
El guardia pareció abatido.
—Oooh, no me diga que es esa donde hay toda esa especie de, ya sabe, barro, y luego todo se vuelve azul…
—No, yo…
—Oh, mierda, entonces es usted esa donde hay una puerta pero al otro lado no hay suelo y luego hay un montón de garras…
—No —dijo Teatime—. No soy esa. —Se sacó una daga de la manga—. Soy esa en la que aparece un hombre de la nada y te deja seco.
El guardia esbozó una sonrisa de alivio.
—Ah, esa —dijo—. Pero esa no da mucho…
Se dobló sobre el puño repentinamente proyectado hacia delante de Teatime. Y luego, igual que les había pasado a los demás, se desvaneció.
—Ha sido casi un acto caritativo, pienso yo —dijo Teatime mientras el hombre desaparecía—. Pero al fin y al cabo, ya casi es la Vigilia de los Puercos.
* * *
La Muerte, con el cojín resbalándole lentamente por debajo de la túnica roja, estaba de pie en medio de la alfombra del cuarto de los niños…
Era una alfombra vieja. Las cosas acababan en el cuarto de los niños cuando ya habían hecho la ronda laboral completa por el resto de la casa. Tiempo atrás, alguien la había fabricado cosiendo meticulosamente trozos largos de trapo de colores vivos a una base de arpillera, lo cual le daba un aspecto de erizo rastafari deshinchado. Entre los trozos de trapo vivían cosas. Había galletas viejas para bebés, trozos de juguetes y cubos enteros de polvo. Aquella alfombra había visto mucha vida. Tal vez incluso había hecho evolucionar alguna.
Ahora caía sobre ella algún que otro copo de nieve sucia y derretida.
Susan estaba roja de furia.
—O sea, ¿por qué? —exigió saber, caminando alrededor de la figura—. ¡Es la Vigilia de los Puercos! Se supone que es un tiempo de sueños, feliz y risueño y… ¡otras cosas que terminen en «eño»! ¡Es un momento en que la gente quiere ver las cosas con alegría y comer hasta explotar! Es un momento en que quieren ver a todos sus parientes…
Se cortó en medio de aquella frase.
—Quiero decir que es un momento en que los humanos son realmente humanos —dijo—. ¡Y no quieren un… un esqueleto en su fiesta! ¡Sobre todo uno, añadiría yo, que lleva una barba postiza y un puñetero cojín metido debajo de la túnica! O sea, ¿por qué?
La Muerte parecía nervioso.
ALBERT DIJO QUE ME AYUDARÍA A METERME EN EL ESPÍRITU DE LA COSA. ESTO… ME ALEGRO DE VOLVER A VERTE.
Se oyó un ruido suave como de succión.
Susan se dio la vuelta, agradecida en aquel momento por cualquier distracción.
—¡No creas que no te oigo! Son uvas, ¿lo entiendes? ¡Y esas otras de ahí son mandarinas! ¡Sal del cuenco de la fruta!
—No se puede culpar a un pájaro por intentarlo —dijo el cuervo en tono huraño desde la mesa.
—¡Y tú, deja esos frutos secos en paz! ¡Son para mañana!
IIICSFRF, dijo la Muerte de las Ratas, tragando a toda prisa.
Susan se volvió hacia la Muerte. La barriga artificial del Papá Puerco ya le iba por la entrepierna.
—Esta es una casa agradable —dijo—. Y este es un buen trabajo. Y es de verdad, con gente normal. ¡Yo estaba buscando una vida de verdad, donde pasaran cosas normales! ¡Y de repente llega el circo de siempre a la ciudad! Miraos. ¡Los Tres Idiotas, Pasen y Vean! Bueno, no sé lo que está pasando, pero ya podéis marcharos otra vez, ¿de acuerdo? Esto es mi vida. No tiene que ver con ninguno de vosotros. Y no va a…
Se oyó una palabrota por lo bajo, cayó una ráfaga de hollín y un anciano flaco aterrizó en la chimenea.
—¡Mierda! —dijo.
—¡Por todos los cielos! —dijo Susan en tono furioso—. ¡Y aquí está el duendecillo Albert! ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Ven tú también, anda! Si el Papá Puerco de verdad no llega pronto se va a quedar sin sitio.
ÉL NO VA A VENIR —dijo la Muerte. El cojín se deslizó suavemente hasta la alfombra.
—Ah, ¿y por qué no? Los dos niños le enviaron cartas —dijo Susan—. Hay ciertas normas, ya lo sabes.
Sí, HAY NORMAS. Y LOS TENGO EN LA LISTA. LO HE COMPROBADO.
Albert se quitó de la cabeza el sombrero puntiagudo y escupió un poco de hollín.
—Es verdad. Lo ha comprobado. Dos veces —dijo—. ¿Hay algo de beber por aquí?
—Entonces, ¿por qué habéis venido vosotros? —exigió saber Susan—. Y si es por un asunto de trabajo, añadiré, ese traje me parece de un gusto pésimo…
PAPÁ PUERCO NO… ESTÁ DISPONIBLE.
—¿No está disponible? ¿En la Vigilia de los Puercos?
NO.
—¿Por qué?
ES QUE ÉL… DÉJAME VER… NO HAY UNA PALABRA HUMANA COMPLETAMENTE ADECUADA, ASÍ QUE… DEJÉMOSLO EN… MUERTO. SÍ. ESTÁ MUERTO.
* * *
Susan nunca había colgado un calcetín. Nunca había buscado huevos dejados por el Pato del Pastel del Alma. Nunca había puesto un diente debajo de su almohada con la esperanza seria de que fuera a aparecer un hada con inclinaciones dentales.
No es que sus padres no creyeran en aquellas cosas. No les hacía falta creer en ellas. Sabían que existían. Simplemente deseaban que no fuera así.
Oh, había habido regalos, en el momento preciso, con etiquetas meticulosas que indicaban de parte de quién eran. Y un huevo magnífico en la Mañana del Pastel del Alma, lleno de golosinas. Los dientes infantiles eran recompensados por lo menos a un dólar la pieza por su padre, sin rechistar.[11] Pero todo se hacía con franqueza.
Ahora ella se daba cuenta de que los suyos habían estado intentando protegerla. Ella no había sabido que su padre fue ayudante de la Muerte durante una temporada, ni que su madre era la hija adoptiva de la Muerte. Tenía recuerdos muy vagos de haber sido llevada unas cuantas veces a ver a alguien que era, bueno, jovial, de una forma extraña y muy delgada. Y de pronto las visitas se interrumpieron. Y luego ella lo conoció más tarde y sí, tenía su lado bueno, y durante un tiempo se preguntó por qué sus padres habían sido tan insensibles, y…
Ahora sabía por qué intentaron mantenerla a distancia. La genética era mucho más que unas pequeñas espirales retorcidas.
Susan era capaz de atravesar paredes cuando no tenía más remedio. También podía usar un tono de voz que se parecía más a las acciones que a las palabras y que de alguna forma llegaba al interior de la gente y activaba todos los interruptores adecuados. Y estaba lo de su pelo…
Aquello había empezado hacía poco, sin embargo. Antes su pelo era ingobernable, pero alrededor de los diecisiete años ella descubrió que más o menos se gobernaba a sí mismo.
Aquello le había hecho perder varios hombres. Que el pelo de una se reorganizara a sí mismo y cambiara de estilo, que los mechones se enroscaran sobre sí mismos como una carnada de gatitos, era algo que ciertamente podía ser un obstáculo en cualquier relación.
Aunque había estado progresando. Ahora podía pasar días enteros sin sentir nada que no fuera totalmente humano.
Pero siempre pasaba lo mismo, ¿no? Podías salir al mundo y triunfar a tu manera, pero tarde o temprano siempre aparecía el pariente mayor y embarazoso de turno.
* * *
Gruñendo y soltando palabrotas, el gnomo salió trepando de otra tubería, se encasquetó el sombrero en la cabeza, tiró su saco sobre un montón de nieve y saltó detrás del mismo.
—Esa ha sido buena —dijo—. Ja, le va a costar semanas librarse de esa.
Se sacó un papel arrugado de un bolsillo y lo examinó de cerca. Luego miró a una figura anciana que trabajaba en silencio en la casa de al lado.
Estaba de pie junto a una ventana, dibujando con gran concentración sobre el cristal.
El gnomo se le acercó, interesado, y lo miró con expresión crítica.
—¿Por qué solamente motivos de helechos? —preguntó al cabo de un momento—. Sí, son bonitos, pero no me pillarás metiéndote un penique en el sombrero por los motivos de helechos.
La figura se giró, con un pincel en la mano.
—Resulta que me gustan los motivos de helechos —dijo Jack Frost en tono frío.
—Pero resulta que la gente espera, ya sabes, niños tristes de ojos grandes, gatitos asomando de botas, perritos, esas cosas.
—Yo hago helechos.
—O macetas enormes de girasoles, escenas felices de playa…
—Y helechos.
—O sea, supongamos que algún sumo sacerdote quiere que le pintes dioses y ángeles y esas cosas en el techo de su templo, ¿qué harías entonces?
—Le daría todos los dioses y ángeles que quisiera siempre y cuando…
—¿… tuvieran aspecto de helechos?
—No me gusta que insinúes que tengo una fijación con los helechos —dijo Jack Frost—. También hago un motivo de perejil muy bonito.
—¿Y qué aspecto tiene?
—Bueno… es verdad que para el ojo no iniciado se parece un poco al helecho. —Frost se inclinó hacia delante—. ¿Y tú quién eres? —El gnomo dio un paso atrás.
—No eres un hada de los dientes, ¿verdad? Últimamente las veo cada vez más a menudo. Unas chicas majas.
—Na. Na. No me dedico a los dientes —dijo el gnomo, agarrando su saco.
—¿A qué, entonces?
El gnomo se lo dijo.
—¿En serio? —dijo Jack Frost—. Yo creía que salían sin más.
—Bueno, si nos ponemos así, yo creía que la escarcha en las ventanas se formaba sola —dijo el gnomo—. Eh, no te veo nada puntiagudo. Seguro que pasas por un montón de sábanas.
—Yo no duermo —dijo Frost en tono glacial, dándose la vuelta—. Y ahora, si me perdonas, tengo muchas ventanas que hacer. Los helechos no son fáciles. Hace falta un pulso firme.
* * *
—¿Qué quieres decir con muerto? —preguntó Susan—. ¿Cómo puede estar muerto Papá Puerco? El es… ¿No es lo mismo que tú? Una…
PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA. SÍ. SE HA CONVERTIDO EN ESO. EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.
—Pero… ¿cómo? ¿Cómo puede alguien matar a Papá Puerco? ¿Con jerez envenenado? ¿Con estacas en la chimenea?
HAY MANERAS… MÁS SUTILES.
—Coff. Coff. Coff. Ay, madre, este hollín —dijo Albert levantando la voz—. Me asfixia que es una cosa mala.
—¿Y tú lo has reemplazado? —preguntó Susan, sin hacer caso de Albert—. ¡Eso es asqueroso!
La Muerte consiguió parecer dolido.
—Me voy a echar un vistazo por algún sitio —dijo Albert. Pasó al lado de ella rozándola y abrió la puerta. Ella la cerró rápidamente.
—¿Y tú qué haces aquí, Albert? —preguntó ella, aprovechando la oportunidad—. ¡Yo creía que si volvías alguna vez al mundo te morirías!
AH, PERO NO ESTAMOS EN EL MUNDO, dijo la Muerte. ESTAMOS EN LA REALIDAD CONGRUENTE ESPECIAL CREADA PARA PAPÁ PUERCO. PARA LA CUAL SE SUSPENDEN LAS REGLAS NORMALES. SI NO, ¿CÓMO IBA ALGUIEN A RECORRER TODO EL MUNDO EN UNA SOLA NOCHE?
—Es verdad —dijo Albert—. Soy uno de los Pequeños Ayudantes de Papá Puerco. Es oficial. Tengo el gorrito verde puntiagudo y todo. —Vio la copa de jerez y un par de nabos que los niños habían dejado en la mesa y se abalanzó sobre ellos.
Susan parecía escandalizada. Hacía un par de días había llevado a los niños a la Gruta de Papá Puerco que había en una de aquellas tiendas enormes del centro comercial La Matanza. Por supuesto, no era el de verdad, pero había resultado ser un actor bastante bueno con un traje rojo. También había gente disfrazada de duendecillos y una manifestación delante de la tienda organizada por la Campaña de Estaturas Igualitarias.[12]
Ninguno de aquellos duendecillos se parecía en lo más mínimo a Albert. De haberse parecido, la gente solamente habría entrado en la gruta portando armas.
—¿Te has portado bien, chiquilla? —preguntó Albert, y escupió en la chimenea.
Susan se lo quedó mirando.
La Muerte se inclinó. Ella levantó a vista para mirar fijamente el resplandor azul de sus ojos.
¿TE VA TODO BIEN? —preguntó.
—Sí.
¿DEPENDES DE TI MISMA? ¿HAS ENCONTRADO TU CAMINO EN EL MUNDO?
—¡Sí!
BIEN. BUENO, VAMOS, ALBERT. HAY QUE LLENAR LOS CALCETINES Y SEGUIR CON LO NUESTRO.
En la mano de la Muerte apareció un par de cartas.
¿ALGUIEN LE HA PUESTO A LA NIÑA DE NOMBRE TWYLA?