Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

El hombre del saco intentó moverse.

—¿A esto lo llamas amistoso?

—Ah, ¿quieres probar la no amistosa? —dijo Susan, agarrándolo más fuerte.

—¡No, no, no, me gusta la amistosa!

—Esta casa es territorio prohibido, ¿de acuerdo?

—¿Eres una bruja o algo parecido? —gimió el hombre del saco.

—Solamente soy… algo. Y ahora… no vuelvas por aquí, ¿de acuerdo? Si vuelves, la próxima vez será la manta.

—¡No!

—Lo digo en serio. Te pondremos una manta encima de la cabeza.

—¡No!

—Y tiene conejitos…

– ¡No!

—Pues anda, lárgate.

El hombre del saco se alejó hacia la puerta, medio corriendo y medio cayéndose.

—Esto no está bien —murmuró—. Tú no tendrías que vernos a menos que estés muerta o seas mágica… No es justo…

—Prueba en el número diecinueve —dijo Susan, ablandándose un poco—. La institutriz que tienen no cree en los hombres del saco.

—¿En serio? —dijo el monstruo en tono esperanzado.

—Pero cree en el álgebra.

—Ah. Eso está bien. —El hombre del saco puso una sonrisa enorme. Era asombrosa la cantidad de diabluras que se podían hacer en una casa cuando nadie con autoridad creía que existieras—. Bueno, pues me voy —se despidió—. Esto… Feliz Vigilia de los Puercos.

—Es posible —dijo Susan, mientras el hombre del saco se marchaba a hurtadillas.

—No ha sido tan divertido como el del mes pasado —dijo Gawain, metiéndose otra vez entre las sábanas—. Ya sabes, cuando le diste una patada en los pantalones…

—Vosotros dos a dormir ahora mismo —ordenó Susan.

—Verity nos dijo que cuanto antes nos fuéramos a dormir más pronto vendría Papá Puerco —dijo Twyla en tono despreocupado.

—Sí —dijo Susan—. Por desgracia, es posible que así sea.

El comentario pasó de largo en las cabezas de los niños. Susan no estaba segura de por qué había llegado a la suya, pero era lo bastante lista como para saber que debía confiar en sus sentidos.

Odiaba con toda su alma aquella clase de sentidos. Le estropeaban a una la vida. Pero eran los sentidos con los que había nacido.

Arropó a los niños, después cerró la puerta sin hacer ruido y regresó al aula.

Algo había cambiado.

Miró con el ceño fruncido los calcetines, pero seguían vacíos. Una guirnalda de papel susurró.

Se quedó mirando el árbol. Le habían enrollado espumillón alrededor y le habían colgado adornos mal pegados entre ellos. Y en la parte de arriba estaba el hada hecha de…

Cruzó los brazos, miró el techo y suspiró en tono teatral.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo.

¿IIIC?

—Sí, eres tú. Tienes los brazos extendidos como un espantapájaros y te has pegado una estrellita en la guadaña, ¿verdad…?

La Muerte de las Ratas agachó la cabeza en gesto culpable.

IIIc.

—No engañas a nadie.

Iiic.

—¡Baja de ahí ahora mismo!

IIIC.

—¿Y qué has hecho con el hada?

—Está metida debajo de un cojín del sillón —dijo una voz procedente de las estanterías del otro lado de la sala. Se oyó un clic y la voz del cuervo añadió—. Estos puñeteros ojos están duros, ¿no?

Susan cruzó la sala corriendo y le quitó el cuenco tan deprisa que el cuervo dio una voltereta y aterrizó de espaldas.

—¡Son nueces! —gritó, mientras botaban a su alrededor—. ¡No son ojos! ¡Esto es un aula! ¡Y la diferencia entre un aula y una… una… una charcutería para cuervos es que casi nunca hay cuencos llenos de ojos en caso de que algún cuervo se pase para tomar un aperitivo rápido! ¿Lo entiendes? ¡Nada de ojos! ¡El mundo está lleno de cosas pequeñas y redondas que no son ojos! ¿De acuerdo?

El cuervo puso sus propios ojos en blanco.

—Y supongo que tampoco se puede pedir un trozo de hígado calentito…

—¡Cállate! ¡Quiero que los dos salgáis de aquí ahora mismo! No sé cómo habéis conseguido entrar…

—¿Hay alguna ley que prohíba bajar por la chimenea la noche de la Vigilia de los Puercos?

—… pero no quiero que os volváis a cruzar conmigo, ¿lo entendéis?

—La rata ha dicho que había que avisarte aunque estés loca —dijo el cuervo en tono huraño—. Yo no quería venir, hay un burro muerto tirado justo al otro lado de las puertas de la ciudad, ahora tendré suerte si me queda una pezuña…

—¿Avisarme? —preguntó Susan.

Ahí lo tenía. El cambio de clima mental, la sensación de que el tiempo era tangible…

La Muerte de las Ratas asintió.

Se oyó un sonido raspante por encima de sus cabezas. Por la chimenea cayeron unos terrones de hollín.

Iiic —dijo la rata, pero muy flojito.

Susan notó una sensación nueva, igual que un pez notaría una corriente nueva, un torrente de agua fresca que entrara en el mar. El tiempo se estaba colando en el mundo.

Echó un vistazo al reloj. Solamente marcaba las seis y media.

El cuervo se rascó el pico.

—La rata dice… La rata dice: mejor ándate con cuidado.

* * *

Había otra gente trabajando en aquella resplandeciente víspera de la Vigilia de los Puercos. El Hombre de la Arena estaba en plena faena, arrastrando su saco de cama en cama. Jack Frost deambulaba de ventana en ventana, haciendo dibujos de escarcha.

Y una figura diminuta y encorvada se deslizaba a resbalones por el desagüe de la calle, chapoteando con los pies en la nieve a medio derretir y diciendo palabrotas entre dientes.

Llevaba un traje negro manchado y en la cabeza esa clase de sombrero que en las distintas partes del multiverso se conoce como «bombín», «sombrero hongo» o «ese que te hace parecer un poco lerdo». Se había encasquetado el sombrero con mucha fuerza y, como la criatura tenía orejas largas y puntiagudas, estas quedaban aplastadas hacia los lados y le daban todo el aspecto de una tuerca de mariposa pequeña y malévola.

La cosa tenía la forma de un gnomo pero el trabajo de un hada. Las hadas no son necesariamente pequeñas criaturas titilantes. No es más que un trabajo, y las más comunes ni siquiera son visibles.[8] Un hada no es más que cualquier criatura empleada en la actualidad bajo la legislación sobrenatural para llevarse cosas o, como en el caso de la pequeña criatura que en aquellos momentos estaba trepando por el interior de una tubería de desagüe y diciendo palabrotas, para traer cosas.

Oh, sí. Eso era lo que hacía. Alguien tenía que hacerlo, y él tenía el aspecto de ser el gnomo adecuado para el trabajo.

Oh, sí.

* * *

Sideney estaba preocupado. No le gustaba la violencia, y en los últimos días había habido mucha, si es que en aquel lugar pasaban los días. Aquellos tipos… bueno, parecía que la vida solamente les parecía interesante cuando le estaban haciendo algo cortante a alguien, y aunque no se metían mucho con él, igual que los leones no se molestan en meterse con las hormigas, estaba claro que le preocupaban.

Aunque no tanto como Teatime. Hasta aquel bruto llamado Alambrera trataba a Teatime con precaución, si no con respeto, y aquel monstruo llamado Banjo se dedicaba a seguirlo a todas partes como un cachorrillo.

Ahora aquel hombre enorme lo estaba mirando a él.

A Sideney le recordaba mucho a Ronnie Jenks, el matón de la clase que había llenado su vida de angustia en casa de la tutora privada Gammer Wimblestone. Ronnie no era uno de los alumnos. Era el nieto de la anciana, o su sobrino, o algo parecido, lo cual le daba licencia para rondar por el lugar y pegar a cualquier niño más pequeño o más débil o más listo que él, lo cual venía a significar que tenía el mundo entero para elegir. En aquellas circunstancias, resultaba particularmente injusto que siempre eligiera a Sideney.

Sideney no había odiado a Ronnie. Estaba demasiado asustado para eso. Había querido ser amigo suyo. Se había muerto de ganas. Porque así habría existido alguna posibilidad de que no le pisoteara tanto la cabeza y de poder comerse algún día su almuerzo en vez de que terminara en la letrina. Y era un buen día cuando se trataba de su almuerzo.

Y luego, a pesar de todo el empeño que había puesto Ronnie, Sideney creció y fue a la universidad. De vez en cuando su madre le contaba cómo le iba en la vida a Ronnie (daba por sentado, como suelen hacer las madres, que al haber coincidido en la escuela de niños habían sido amigos). Al parecer tenía un puesto callejero de venta de fruta y estaba casado con una chica llamada Angie.[9] Aquello no era castigo suficiente, pensaba Sideney.

Banjo hasta respiraba como Ronnie, que tenía que concentrarse para semejante esfuerzo intelectual y siempre tenía un orificio nasal taponado. Y la boca abierta todo el tiempo. Parecía que se alimentara de plancton invisible.

Intentó concentrar la mente en lo que estaba haciendo y no hacer caso del laborioso gorgoteo que venía de detrás de él. Un cambio en su tono le hizo levantar la vista.

—Fascinante —dijo Teatime—. Hace usted que parezca tan fácil.

Sideney se reclinó hacia atrás en su silla, nervioso.

—Ejem… Creo que está arreglado, señor —dijo—. Simplemente se rayó un poco cuando estábamos amontonando los… —no consiguió reunir el aplomo para decirlo, incluso tuvo que apartar la vista del montón, era por el ruido que habían hecho-… esas cosas —terminó de decir.

—¿No necesitamos repetir el conjuro? —preguntó Teatime.

—Oh, sigue funcionando eternamente —repuso Sideney—. Pasa con los más simples. No es más que un cambio de estado, que toma su energía de los… los… Luego ya sigue solo…

Tragó saliva.

—Así pues —dijo—. Estaba pensando… ya que no me necesita realmente, señor, tal vez…

—El señor Brown parece estar teniendo algunos problemas con las cerraduras del piso de arriba —dijo Teatime—. Aquella puerta que no podíamos abrir, ¿se acuerda? Estoy seguro de que querrá usted echar una mano.

A Sideney se le ensombreció la cara.

—Ejem, yo no soy cerrajero…

—Parecen ser mágicas.

Sideney abrió la boca para decir: «Pero es que a mí se me dan muy mal las cerraduras mágicas», y luego lo pensó mucho mejor. Ya había comprendido que si Teatime quería que hicieras algo y ese algo a ti no se te daba muy bien, entonces el mejor de tus planes, de hecho muy posiblemente el único de tus planes, era aprender a que se te diera bien muy deprisa. Sideney no era ningún tonto. Había visto cómo reaccionaban los demás en presencia de Teatime, y ellos eran tipos que hacían cosas con las que él solamente soñaba.[10]

Llegado a aquel punto le resultó un gran alivio ver a Dave el Normal bajando la escalera, y decía mucho a favor del efecto de la mirada de Teatime el hecho de que alguien pudiera sentir alivio al verla puntuada por algo como Dave el Normal.

—Hemos encontrado a otro guardia, señor. En el sexto piso. Estaba escondido.

Teatime se puso de pie.

—Oh, cielos —dijo—. No estaría intentando ser un héroe, ¿verdad?

—Solamente está asustado. ¿Lo dejamos ir?

—¿Dejarlo ir? —dijo Teatime—. Demasiado complicado. Ya subo. Venga conmigo, señor mago.

Sideney lo siguió a pesar suyo por la escalera.

La torre —si es que eso es lo que era, pensó: él estaba acostumbrado a la extraña arquitectura de la Universidad Invisible y aquello hacía que la UI pareciera normal— era un tubo hueco. No menos de cuatro escaleras de caracol subían por el interior, entrecruzándose en los rellanos y de vez en cuando pasando una a través de la otra en claro desafío a las leyes generalmente aceptadas de la física. Aquello, sin embargo, era prácticamente normal para un titulado por la Universidad Invisible, aunque técnicamente Sideney no se había graduado. Lo que desconcertaba era la ausencia de sombras. Uno no solía ser consciente de las sombras, de cómo perfilaban las cosas, de cómo le daban textura al mundo, hasta que de pronto faltaban. El mármol blanco, si es que eso es lo que era, parecía resplandecer desde dentro. Hasta cuando aquel sol imposible brillaba a través de una ventana apenas si proyectaba algunas manchitas grises y tenues donde deberían estar las sombras de verdad. La torre parecía evitar la oscuridad.

Aquello todavía daba más miedo que las veces en que, después de un rellano complicado, uno se descubría a sí mismo yendo hacia arriba al bajar los peldaños del reverso de una escalera, mientras que el suelo lejano ahora colgaba de lo alto como si fuera el techo. Se había dado cuenta de que hasta los demás cerraban los ojos cuando pasaba aquello. Teatime, sin embargo, subía los peldaños de tres en tres y riendo como un niño con un juguete nuevo.

Llegaron a un rellano superior y siguieron un pasillo. Los demás estaban reunidos junto a una puerta cerrada.

—Se ha hecho fuerte ahí dentro —informó Alambrera.

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