Pánico – Jeff Abbott

–Mi madre no me envió nada extraño por correo electrónico. Y aunque lo hubiese hecho, los asesinos no podrían haber accedido sin la contraseña.

Entonces, ¿qué significaba «Todo borrado»?

–Existen programas que pueden descifrar contraseñas en cuestión de segundos. – Gabriel se apoyó contra la pared y observó a Evan-. Yo no tengo ninguno, pero te tengo a ti.

–No tengo esos archivos.

–Tu madre me dijo que sí los tenías, Evan.

Evan movió la cabeza.

–Esos archivos… ¿qué son?

–Cuanto menos sepas mejor. Así yo te podré dejar marchar y tú podrás olvidar que me has visto alguna vez y empezar una nueva y agradable vida. – Gabriel cruzó los brazos-. Soy un hombre extremadamente razonable. Quiero ofrecerte un trato justo. Tú me das esos archivos y yo te saco del país, te consigo una nueva identidad y acceso a una cuenta bancaria en las Islas Caimán, lo que tu madre me mandó hacer. Si te andas con cuidado, nadie te encontrará jamás.

–¿Se supone que debo renunciar a mi vida? – Evan intentaba contener el desconcierto en su voz.

–Tú decides. Si quieres volver a casa, adelante. Pero si yo fuera tú, no lo haría. Ir a tu casa significa morir.

Evan se mordió los labios.

–Vale, yo te ayudo. ¿Y qué pasa con mi padre?

–Si tu padre se pone en contacto conmigo le diré dónde estás; encontrarte luego es problema suyo. Mi responsabilidad hacia tu madre acaba una vez que te meta en un avión.

–Por favor, dime dónde está mi padre.

–No tengo ni idea. Tu madre sabía cómo ponerse en contacto con él, pero yo no.

Evan dejó pasar un rato.

–Podría darte lo que quieres y luego tú podrías matarme.

Gabriel metió la mano en el bolsillo, y tiró un pasaporte sobre la colcha. Tenía el sello de Sudáfrica. Evan lo abrió con la mano que tenía libre. Dentro había una foto suya, la foto original de su pasaporte, la misma que tenía en su pasaporte estadounidense. El nombre que aparecía en aquel documento, sin embargo, era Erik Thomas Petersen. Había sellos que coloreaban las páginas: entrada en Gran Bretaña un mes atrás, y luego entrada en Estados Unidos, hacía dos semanas. Evan cerró el pasaporte y lo volvió a poner en la cama.

–Parece auténtico.

–Tienes que ponerte en el papel del señor Petersen con mucho cuidado. Si quisiera que estuvieras muerto, ya lo estarías. Te estoy dando una vía de escape.

–Todavía no entiendo cómo mi madre podía tener algún archivo informático peligroso.

De pronto lo vio claro. No su madre, sino su padre, el consultor informático. Su padre debió de encontrar archivos trabajando para un cliente, archivos que debían ser peligrosos.

–Todo lo que tienes que hacer es darme tu contraseña.

Gabriel abrió la puerta del dormitorio, cogió un carrito, uno de esos que se utilizan para servir la comida durante un brunch o una fiesta. El portátil de Evan estaba encima. Gabriel lo colocó cerca de Evan, situándolo entre ambos. Una raja atravesaba la pantalla de un lado a otro, pero el portátil estaba conectado por medio de un cable a un pequeño monitor y el sistema parecía funcionar con normalidad. Mostraba la pantalla de la contraseña, esperando la palabra mágica.

Por eso Gabriel había corrido el enorme riesgo de volver a por Evan, de tenderle una emboscada al coche de policía y secuestrarlo. No podía acceder al ordenador.

–Está aquí -dijo Gabriel-, tu madre metió una copia en tu sistema antes de morir. Te la envió por correo electrónico. Me lo dijo. Lo hizo para asegurarse de que si la mataban hubiese otra copia de los archivos accesible para mí. Era parte del trato que hice con ella. No podía arriesgarme a que la cogiesen a ella y quedarme sin los archivos. Eran la garantía de que cuidaría de ti si la mataban.

Aquel tipo era tan práctico que Evan sintió ganas de golpearlo de nuevo. Gabriel se acercó más a él.

–¿Cuál es tu contraseña del sistema?

–Se supone que tienes que sacarme del país. Así que, técnicamente, tu trabajo no está hecho hasta que me liberes. Te diré la contraseña cuando me lleves hasta mi padre.

–Te he dicho cuál es el trato, hijo. Es así. No cabe negociar. – Gabriel se retiró al otro extremo de la cama y apuntó en la cabeza a Evan con la pistola-. No quiero hacerte daño. Abre el sistema.

Evan apartó el ordenador de un empujón.

–Ponte en contacto con mi padre. Si me dice que te dé la contraseña te la daré.

–Lávate las orejas, hijo. No puedo ponerme en contacto con él.

–Si se suponía que tenías que ponernos a salvo a mí y a mi madre, eso significa llevarnos donde mi padre nos pudiera encontrar. Tienes que contar con alguna manera de encontrarle.

–Tu madre la sabía. Yo no.

–No te creo. No hay contraseña.

–Si no me la das pasarás el resto de tu corta vida esposado a esa cama, donde morirás de sed y de hambre.

Evan esperó, dejando que el silencio invadiera la atmósfera de la habitación.

–Tú sabes quién la mató. Ese tío, Jargo. Sabes quién es.

–Sí.

–Háblame de él y te ayudaré. Pero míralo desde mi punto de vista. Me estás pidiendo que abandone mi vida. Que no haga nada por el asesinato de mi madre. Que me limite a albergar la esperanza de poder encontrar a mi padre de nuevo. No puedo marcharme sin saber la verdad, y punto.

De todas formas no creía a Gabriel. Había sido imposible localizar a su padre ayer, pero la policía ya lo habría encontrado a estas alturas, donde quiera que estuviese en Sidney.

–Estás más seguro si no lo sabes.

–Ahora mismo no me importa estar más seguro.

–Maldita sea, ¡qué terco eres!

Gabriel bajó el arma y apartó la vista de Evan.

–Sé que arriesgaste mucho para salvarme de Jargo. Lo sé y te doy las gracias. Sin embargo, difícilmente puedo escapar si no sé de quién huyo. Así que te cambiaré la contraseña por información sobre Jargo. ¿De acuerdo?

Tras diez largos segundos, Gabriel asintió.

–De acuerdo.

–Háblame de Jargo.

–Es… un agente de información. Un espía independiente.

–Un espía. ¿Me estás diciendo que a mi madre la mató un espía?

–Un espía independiente -le corrigió Gabriel.

–Los espías trabajan para los gobiernos.

–Jargo no. Compra y vende datos a quien le pague. Empresas, gobiernos. Otros espías. Es muy peligroso. – Gabriel se pasó la lengua por los labios-. Sospecho que lo que Jargo quiere son datos de la CIA.

Evan frunció el ceño.

–¿Me estás sugiriendo en serio que mi madre robó archivos de la CIA? Eso es imposible.

–O quizá fue tu padre y se los dio a tu madre. Y yo no he dicho que esos archivos pertenezcan a la CIA. Puede que simplemente la CIA quiera la información, al igual que Jargo.

Parecía como si le costara admitir esta posibilidad. La cara de Gabriel ardía de furia.

–La CIA. – Era una locura-. ¿Cómo iba a tener algo que ver mi madre con ese Jargo?

–Creo que ella trabajaba para Jargo.

–¿Mi madre trabajaba para un espía independiente? – repetía Evan-. No puede ser. Estás equivocado.

–Una fotógrafa de viajes. Puede ir a cualquier sitio con su cámara y no levantar sospechas. Vives en una casa preciosa. Tus padres tenían dinero. ¿Crees que un simple fotógrafo aficionado puede ganar tanto dinero?

–Esto no puede ser cierto.

–Ella está muerta y tú esposado a una cama. ¿Tan equivocado crees que estoy?

Evan decidió seguir aquella fantasiosa historia.

–¿Así que mi madre le robó esos archivos a Jargo, o a otra persona?

–Escucha. Querías saber cosas sobre Jargo, y yo te las he dicho. Trabaja de manera independiente. Cuando la gente necesita información robada o matar a alguien que le está dando el coñazo, y el trabajo tiene que ser pagado en negro, él se encarga de ello. Los archivos tienen información sobre negocios de Jargo, así que los quiere recuperar. La CIA también, imagino, porque les gustaría saber lo que él sabe. Ahí tienes: sabes más sobre Jargo que cualquier persona viva. Abre el sistema.

–No puedo a menos que me liberes.

Hizo sonar las esposas.

–No. Escribe.

–¿Adónde voy a ir, Gabriel? Tienes una pistola apuntándome. Tienes que liberarme antes o después si me vas a sacar del país. Las esposas no pasan el detector de metales.

–Todavía no. Escríbelo con una mano. – Puso la pistola contra la mejilla de Evan-. Llevo años aguardando esto, Evan, no voy a esperar ni un maldito minuto más.

Evan escribió la contraseña.

Capítulo 9

–Está vacío -dijo Evan.

Tras aceptar la contraseña, el icono del disco duro apareció en la pantalla. Evan buscó en el sistema. Excepto los archivos básicos, el resto del disco se había borrado. Su material de vídeo, los programas de software que tenía instalados, todo había desaparecido. El sistema parecía haber sido devuelto a una configuración por defecto. Abrió la papelera de reciclaje: vacía.

–Ha desaparecido todo.

«Todo borrado», había dicho la voz en la cocina mientras la pistola se clavaba en su nuca.

–No. – Gabriel dejó la pistola, agarró a Evan por el cuello y lo empujó contra el cabecero de la cama-. No, no, no. No pudo darles tiempo.

–No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.

–Esto no puede ser. Tengo que conseguir esos archivos. – La voz de Gabriel se elevó-. Esos cabrones los borraron.

Se dio la vuelta y se inclinó sobre el ordenador.

Evan se retorció alejándose de él, hacia la lámpara. «Puede que no se vuelva a acercar tanto a ti. Hazle creer que quieres ayudarle.»

–Puede que un programa de recuperación restaure la información.

Gabriel no contestó, escribía en el teclado buscando los archivos. Miraba la pantalla vacía como si fuese todo lo que le quedaba en su vida. Mantenía la pistola a su lado, apuntando ligeramente. Evan se puso de cuclillas contra el cabecero, con la mano izquierda todavía esposada. La lámpara estaba cerca de la mano derecha y el cable perfectamente enrollado en el suelo.

Evan agarró la lámpara de hierro fundido con la mano que tenía libre. Era un objeto pesado, pero la levantó y la balanceó con un extraño giro.

La base de la lámpara golpeó el brazo de Gabriel. Cayó hacia delante y Evan lo inmovilizó agarrándolo con una pierna por la cintura. Le dio con la lámpara en la cara. La sangre manaba, el borde de la base le hizo un corte a Gabriel en la boca y en la barbilla. Aullaba de furia.

Evan intentó darle con la lámpara de nuevo, pero Gabriel la desvió con el brazo y lanzó un puñetazo que conectó con la mandíbula de Evan. Éste dejó caer la lámpara, pasó el brazo alrededor del cuello de Gabriel y lo envolvió por la cintura con las dos piernas. Su mano izquierda, esposada a la cama, se retorcía como si estuviese rota mientras luchaba con Gabriel.

La pistola. Gabriel tenía la pistola. ¿Dónde estaba?

–¡Suéltame gilipollas! – dijo Gabriel.

–Te la arrancaré de un bocado si no te estás quieto.

Evan cerró la boca alrededor de la oreja izquierda de Gabriel.

–¡No! – Gabriel dio un grito sofocado.

Evan le mordió de nuevo hasta hacer rechinar los dientes. La sangre le escurría por la boca.

–¡Para! – vociferó Gabriel, y se quedó quieto.

Evan vio la pistola. Estaba justo fuera del alcance de ambos, enredada en las sábanas blancas donde las colchas se habían arrugado durante su pelea. No podía alcanzarla, pero si soltaba un poco a Gabriel éste podría cogerla. Gabriel la vio también; sus músculos se estiraron con una súbita determinación, intentando liberarse.

Evan le mordió la oreja otra vez y le metió los dedos en los ojos. Gabriel chilló de dolor. Se giró para esquivar a Evan, pero las piernas de éste seguían bloqueándolo en el sitio.

Gabriel se retorció hacia la pistola llevándose el cuerpo de Evan con él. Las esposas le estaban desgarrando la muñeca.

«Sacrificará la oreja para coger la pistola. Arráncasela.»

Pero en lugar de eso, Gabriel cogió el cable de la lámpara y la trajo hacia él. Agarró el cuerpo de la lámpara, lo echó hacia atrás en dirección a Evan y lo golpeó con la base en la parte superior de la cabeza; mareado del dolor, Evan soltó la oreja. Un trozo de piel se quedó atrás, en su boca.

Gabriel soltó la lámpara y se tambaleó hacia delante. Agarró el cañón de la pistola con la punta de los dedos. Evan mantenía el otro brazo de Gabriel inmovilizado, girado; su brazo se retorcía como si estuviese a un centímetro de romperse. Agarró la empuñadura de la pistola mientras Gabriel tiraba de él hacia delante. Evan le arrancó la pistola y le puso el cañón del arma en la sien.

Gabriel se quedó paralizado.

–¿Dónde está la llave?

–Abajo, en la cocina. Hijo de puta, me has arrancado la oreja.

–No, sigue ahí.

–Escucha, un trato nuevo -dijo Gabriel-; trabajaremos juntos para atrapar a Jargo. Haremos…

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