–Hay un financiero en Hong Kong llamado Jameson Wong que puede ser un personaje interesante. Perdió todo su dinero en negocios algo turbios y, en lugar de reconstruir su fortuna, se convirtió en un importante activista contra el gobierno comunista. Un hombre de negocios convertido en defensor de la libertad.
Ella arrimó la cabeza contra su pecho. Mañana traicionaría sus confidencias, informaría sobre todo su mundo. China. Y aquel tipo: Jameson Wong. Ése era el punto de interés.
–Yo compraría una entrada. Eres mi director favorito.
–A menos que haga el otro proyecto -dijo-, aunque creo que es una idea sin salida.
Ella mantuvo la cabeza junto a su pecho.
–¿Qué otra idea?
–Sobre un interesante caso de asesinato en Londres, hará unos veinticinco años.
–¿A quién asesinaron?
–A un tal Alexander Bast. Era un tipo excéntrico, estaba muy interesado en la escena artística, en dormir con jóvenes estrellas, y era famoso por sus fiestas. Al igual que Wong, lo perdió todo en un escándalo de drogas en uno de sus clubes. Luego alguien le metió dos balas.
–Pensaba que preferías que tus personajes siguieran vivos.
–Y así es. La gente muerta no habla bien delante de la cámara -dijo con una suave risa-. Había pensado en combinar ambas historias. Comparar y contrastar dos vidas totalmente distintas, encontrar un hilo común que nos dé una visión del éxito y del fracaso.
Carrie notó en su voz cómo se emocionaba.
–Pero puede que no sea lo suficientemente comercial.
Ella acercó su rostro al de él.
–No te preocupes por eso, haz la película que tú quieras hacer.
–Sé lo que quiero hacer ahora mismo.
La besó e hicieron el amor de nuevo. Al cabo, él decidió echar una cabezadita y ella se levantó de la cama para ir a lavarse la cara.
Durante los días siguientes, no mencionó a Jargo nada sobre Jameson Wong, Alexander Bast o Jacques Cousteau. Al cabo de una semana, tras aparcar el coche en un Krispy Kreme[1], llamó a Jargo desde un teléfono que guardaba en un bolsillo bajo el asiento del conductor, y del que Evan, obviamente, no sabía nada.
–Está totalmente centrado en editar su película.
–Sigue encima de él. Si se compromete para otra película quiero saberlo de inmediato.
–De acuerdo.
–He ingresado otros diez mil en tu cuenta -añadió Jargo.
–Gracias.
–Me pregunto -continuó él- si crees que Evan podría llegar a considerar trabajar para mí.
–No, no lo haría. No sería bueno.
–Es una tapadera inmejorable. Es un director de documentales en alza. Puede ir a cualquier sitio, filmar cualquier cosa y nadie dudaría de sus credenciales ni de sus intenciones.
–A él le interesa la verdad, ésa es su pasión.
–Y aun así te está follando.
–Reclutarlo no es una buena idea. Ahora no.
Tenía miedo de seguir discutiendo, miedo de lo que ocurriría si Jargo pensase que Evan suponía un peligro.
–Quiero que estés preparada -terminó Jargo-, porque puede que tengas que matarlo.
Miró la fila de coches que avanzaba lentamente en la zona de recogida de pedidos en coche del establecimiento. Le dolían los ojos. Jargo nunca le había sugerido un trabajo como aquél. Antes de meterse en la cama de Evan, trabajaba como correo en Berlín, Nueva York, México DC. Nunca había trabajado como asesina. El silencio comenzó a hacerse peligrosamente largo, él sospecharía.
–Si dices eso -respondió ella, consciente de que no podía decir otra cosa-, entonces debería distanciarme. No quiero ser sospechosa.
–No, quédate cerca. Si esto ha de ocurrir, ambos desapareceréis. No te quedarás por aquí. Ambos estaréis muertos y lejos, te construiremos una nueva vida. De todos modos, posiblemente me resultes más útil en Europa.
–Muy bien -convino ella.
Tras desearle un buen día, él colgó.
Carrie pasó los días rellenando los informes en blanco de Jargo inventándose inocentes detalles sobre lo que iba a ser el próximo proyecto de Evan, hasta que su jefe la llamó.
–Quiero saber si Evan tiene algún archivo en su ordenador que no debería estar allí.
–Sé concreto.
–Una lista de nombres.
–De acuerdo.
Una hora más tarde, Carrie miraba en el ordenador de Evan aprovechando que él había salido a hacer unos recados. Llamó a Jargo.
–No hay ningún archivo de ese tipo.
Aparte de sus guiones, material de vídeo y programas básicos, Evan tenía pocos datos en su ordenador.
–Compruébalo cada doce horas, si es posible. Si encuentras los archivos, bórralos y destruye el disco duro. Luego infórmame.
–¿Qué son esos archivos?
–Eso no necesitas saberlo. No memorices la información ni copies los archivos. Limítate a borrarlos y asegúrate de que no se puede recuperar el disco duro.
–Entiendo.
Carrie obedeció. Los archivos eran lo que realmente le preocupaba a Jargo, probablemente se tratase de archivos que lo relacionaban con Jameson Wong o con cualquiera de los protagonistas de posibles películas.
Sin embargo, Carrie tenía la horrible sensación de que si tenían que destruir el disco duro, también destruirían a Evan.
Se lavó la cara de nuevo. Evan se había ido, se lo había llevado un hombre que tal vez fuese muy, muy malo, pero pronto los elfos de Jargo encontrarían su rastro y lo rescatarían. Los archivos estaban en su sistema esta mañana, ella se había marchado sin buscarlos, y si Jargo dudaba de su trabajo, la mataría. Tenía que volver a ganarse su confianza. Cuanto antes mejor.
Recordó la noche anterior, a Evan diciéndole que la quería; parecía un momento de un mundo que ya no existía, un pedacito de tiempo en el que no estaban ni Jargo ni Dezz, en el que no había archivos, ni miedo ni engaños. Deseaba que no se lo hubiera dicho. Quería pegarle o empujarle, decirle: «No, no, no, no, tú no sabes nada. No puedo tener una vida contigo, no puedo volver a ser normal nunca más, no puede ser, así que no».
Tenía que endurecer su corazón. Tenía que atrapar a Evan.
SÁBADO
12 de marzo
Capítulo 8
Evan abrió los ojos.
Estaba tumbado en una cama. Las sábanas de color blanco crema habían sido dobladas hacia atrás; tenía una toalla de algodón fina extendida detrás de la cabeza. Uno de sus brazos estaba levantado, atado con unas esposas a los barrotes de hierro del cabecero. La habitación era lujosa: suelos de parqué; un acabado rojizo, rústico aunque caro, en las paredes; arte abstracto colgado con precisión sobre la chimenea de piedra. Un estrecho y suave rayo de luz penetraba por una abertura en las cortinas de seda. La puerta estaba cerrada.
Movió la lengua por la boca seca. Notó un fuerte dolor instalado en la mandíbula y el cuello. Podía oler su propio sudor amargo.
«Mamá, te he fallado. Lo siento muchísimo.» Se tragó el miedo y la pena porque no lo beneficiaban en absoluto.
Tenía que calmarse. Pensar. Porque ahora todo había cambiado.
¿Qué le había dicho Gabriel? «Nada en tu vida es lo que parece.»
Bueno, una cosa era justo lo que parecía. Estaba completamente jodido.
Evan comprobó las esposas. Cerradas. Se incorporó empujando con los pies, retorciendo la espalda contra el cabecero. Había un libro en una mesilla de noche, un best seller actual sobre la historia del béisbol, y una lámpara. No había teléfono. En la mesa que estaba más alejada había un intercomunicador para bebés.
Se quedó mirando el intercomunicador. No podía actuar con miedo ante Gabriel. Tenía que demostrar fuerza.
Por su madre… y por su padre, donde quiera que estuviese. Por Carrie, aunque estuviese mezclada en esta pesadilla, aunque, incomprensiblemente, supiera que se encontraba en peligro.
Entonces, ¿qué podía hacer ahora?
Necesitaba una pistola. «Imagínate que el tipo que mató a mamá está aquí. ¿Con qué puedes atacarle? Míralo todo con ojos nuevos.» Ojos nuevos. Ése era el consejo que se daba a sí mismo cuando imaginaba escenas que rodar.
Apenas podía alcanzar la mesa. Se las arregló para agarrar el tirador con los dedos y abrir el cajón. Estiró la mano todo lo que pudo. El cajón estaba vacío. El libro que había en la mesa no era lo bastante gordo. La lámpara. No llegaba a ella pero podía coger el cable que iba hasta el enchufe situado debajo de la cama. Tiró del cable hacia él lo más silenciosamente posible, intentando no hacer ruido con las esposas contra el cabecero de metal; la base de hierro forjado resultaba muy pesada. Desde el ángulo en el que estaba no sería capaz de mover la lámpara con fuerza suficiente para causar una herida grave. Desenchufó el cable, lo enrolló cuidadosamente debajo de la mesa para que no quedase atrapado ni enganchado. Sólo por si acaso tenía una oportunidad. Las lámparas eran fáciles de arrojar. Echó un vistazo hacia los pies de la cama y por el suelo. Sólo había unas diminutas bolas de polvo.
–Hola -se dirigió al intercomunicador.
Un minuto más tarde oyó pasos en las escaleras. Luego el chirrido de unas llaves en una cerradura. La puerta de la habitación se abrió; Gabriel estaba de pie en la puerta. Tenía una pistola negra brillante enfundada a un lado.
–¿Estás bien? – preguntó Gabriel.
–Sí.
–Gracias por poner en peligro nuestras vidas con tu estúpido truco.
–¿Chocamos?
–No, Evan. Sé conducir un coche sentado en el asiento del acompañante. Entrenamiento básico. – Gabriel aclaró la voz-. ¿Cómo te encuentras ahora?
–Estoy bien. – Evan intentó imaginar cómo podía conducir a toda velocidad sentado en el asiento del acompañante sin chocar. Eso suponía un nivel extraordinario de autocontrol en situación de peligro-. ¿Dónde recibiste tal entrenamiento?
–En una escuela muy especial -se limitó a responder Gabriel-. Es sábado por la mañana temprano. Has dormido toda la noche. – Su mirada se volvió fría-. Podemos ser de gran ayuda el uno para el otro, Evan.
–¿En serio? Ahora quieres ayudarme.
–Te salvé, ¿no lo recuerdas? Si te hubieses quedado ahí colgando estarías muerto. Creo que ni siquiera la policía te podría haber protegido del señor Jargo. – Gabriel se apoyó en la pared-. Así que comencemos de nuevo. Necesito que me digas exactamente lo que ocurrió ayer cuando llegaste a casa de tus padres.
–¿Por qué? Tú no eres policía.
–No, no lo soy.
Evan observaba a Gabriel. Parecía no haber dormido. Parecía nervioso, como un hombre que necesitase un buen trago de whisky. Reflexionó que nada ganaba con el silencio, al menos no ahora.
Así que le contó la llamada urgente de su madre, el viaje a Austin y el ataque en la cocina. Gabriel no hizo preguntas. Cuando Evan acabó, Gabriel acercó una silla a los pies de la cama y se sentó. Frunció el ceño, como si pensase en un plan de acción.
–Quiero saber exactamente quién eres -dijo Evan.
–Te diré quién soy. Y luego te diré quién eres tú.
–Yo sé quién soy.
–¿De verdad? No lo creo, Evan. – Gabriel negó con la cabeza-. Yo diría que tuviste una infancia sobreprotegida, pero eso sería una broma de mal gusto.
–Yo cumplí mi promesa. Manten tú la tuya.
Gabriel se encogió de hombros.
–Soy el dueño de una empresa de seguridad privada. Tu madre me contrató para sacaros a salvo a ti y a ella de Austin y llevaros hasta tu padre. Está claro que tu madre se equivocó y tendió la mano a la gente equivocada. Lo siento. No pude salvarla.
Así que sabía quién era su padre.
–Intenta recordar cuando te atacaron -continuó Gabriel-. Estuviste inconsciente, al menos durante los minutos entre el momento en que te golpearon y cuando te colgaron.
–No sé cuánto tiempo. ¿Qué importa eso?
–Porque los asesinos podrían haber cogido los archivos que te mencioné. De tu ordenador, o del de tu madre.
–No podían estar en mi ordenador… -De pronto, recordó que le había comentado a Durless que los asesinos habían estado tecleando en su ordenador-. Es cierto, estuvieron buscando algo en mi ordenador. Dijeron algo así como… -Intentó deshacerse de la neblina que aún envolvía su memoria-. Algo como «Todo borrado».
Esperó para ver si Gabriel añadía algo.
–Tu madre te mandó los archivos por correo electrónico.
¿Por correo electrónico? Claro: su madre le había mandado aquellos archivos de música para su banda sonora la noche anterior, muy tarde, antes de llamar. Pero eran simples archivos de música; los había escuchado de camino a Austin. Nada fuera de lo normal. No había puesto nada extraño en el correo electrónico que le mandó. Sin embargo, no se lo había mencionado a Gabriel cuando le relató los acontecimientos del viernes por la mañana; no le habían parecido importantes comparados con las cosas terribles que habían ocurrido ayer.