Carrie lo observaba. Su vida parecía aburrida; se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, yendo a ver películas o en su casa. Era un año o dos mayor que ella. Tenía el pelo castaño claro tirando a rubio, un poco largo y desgreñado, y tenía el hábito inconsciente de pasarse la mano por él cuando estaba muy concentrado. Llevaba un pequeño aro en la oreja izquierda, pero no más joyas. Era guapo, pero parecía no darse cuenta de ello. Vio a otras dos mujeres fijarse en él en la cafetería, una de ellas le echó una audaz ojeada de reconocimiento mientras pasaba por su lado y Evan, enfrascado en su trabajo, con la mano enganchada en el pelo, no se había dado cuenta. No se afeitaba a diario si no tenía que hacerlo, y estaba al límite de ser demasiado mayor para su vestuario, que parecía invariablemente formado por vaqueros gastados y camisas viejas de moda, zapatillas de deporte de botina y sandalias. Evan miraba a los fumadores que estaban fuera del café expulsando el humo, tal vez había dejado de fumar. Ponía cuidado en pasar la mayor parte del tiempo leyendo, sin mirarlo, para no ser demasiado evidente. Funcionaría mejor, mucho mejor, si era él quien daba el primer paso. Y así fue.
–¿Estás leyendo a Hamblin? No es muy bueno -le dijo.
Ella se hallaba sentada a una mesa de mármol, cerca de la barra, y él estaba en la cola para rellenar el plato con asado francés.
Carrie contó hasta diez para sí, levantó la vista y lo miró.
–Tienes razón. El libro de Callaway es mejor.
Dijo esto confiando en que él estaría de acuerdo. Dos noches antes lo había seguido mientras iba solo al teatro de River Oaks, una sala de cine de autor cercana a su casa. Luego entró a escondidas en su patio trasero, desactivó el sistema de la alarma electrónica con un programa de descodificación desde su PDA, abrió la cerradura de la puerta con una ganzúa que había pertenecido a su padre, estudió su biblioteca de libros sobre cine, y advirtió que el de Callaway era el más gastado y que parecía guardarlo como un tesoro; catalogó los DVD que tenía, buscó sus debilidades. Sólo había dos botellas de cerveza en la nevera y una botella de vino sin abrir, no había marihuana, ni coca ni porno. La casa estaba limpia, pero no parecía un obseso del orden. Su interés se centraba en su trabajo y su casa reflejaba ese enfoque simple.
No tocó su ordenador ni sus libros de notas. Eso ya llegaría. Cerró la puerta con llave, volvió a activar la alarma y se marchó.
–Sí, Callaway mola. ¿Estudias cine? – preguntó Evan.
El tipo que estaba delante de él en la cola avanzó un espacio, pero Evan, que era el último de la cola, se quedó quieto.
–No, es sólo afición.
–Yo soy director de cine -dijo él, intentando que no pareciese que estaba alardeando o tratando de ligársela.
–¿En serio? ¿Películas para adultos? – preguntó de manera inocente.
–No, no.
Era su turno para pedir el café y le dio la espalda al hacerlo.
«No ha funcionado», pensó Carrie.
Se equivocaba: Evan hizo el pedido al camarero y dio cinco pasos atrás hasta volver a su mesa.
–Hago documentales. Por eso no me gustan los libros de Hamblin. Nos concede poca importancia.
–¿De verdad? – y esbozó una sonrisa de educado interés.
–Sí.
–¿He visto alguna de tus películas?
Le dijo los títulos y ella elevó la mirada cuando mencionó El más mínimo problema.
–La vi en Chicago -dijo ella-. Me gustó.
Él sonrió.
–Gracias.
–Sí. Compré la entrada, ni siquiera intenté colarme desde otra sala.
Él se rió.
–Vaya, mi bolsillo te lo agradece.
–¿Estás haciendo otra película ahora?
–Sí, se llama Farol. Trata de tres jugadores que forman parte del circuito profesional de póquer.
–Entonces, ¿estás en Houston para filmar?
–No, todavía vivo aquí.
–¿Por qué no te mudas a Hollywood?
–¿Hay alguna diferencia? – preguntó él riéndose.
Ella también se rió.
–Bueno, encantada de conocerte. Buena suerte con tu película.
Se puso de pie y se dirigió a la barra para pedir un café con leche recién hecho.
–Yo invito -dijo él rápidamente-, si me permites. Al fin y al cabo compraste una entrada. Sólo trato de ser justo.
Ella lo miró y le dejó pagarle el café con leche y luego se sentó cerca de él preguntándose: «¿Por qué demonios está Jargo interesado en este tío?».
Hablaron durante una hora de las películas que les gustaban y de las que odiaban. Cuando terminaron, ella le dio su número de móvil.
La llamó al día siguiente y esa noche ambos cenaron en un restaurante tailandés que a él le encantaba. Ella era nueva en la ciudad, así que no podía sugerir que tenía un lugar favorito al que ir. Sospechaba que Evan era la clase de hombre que sentía pena por su soledad y a la vez admiraba sus agallas por mudarse a una ciudad donde no conocía a nadie. Hablaron de baloncesto, de libros, de cine y evitaron tratar de su vida personal. Carrie le dijo que estaba pensando en graduarse en inglés y le dijo que vivía de un fondo de inversiones, aunque se mantuvo imprecisa a propósito de su situación. Intentó pagar la cena, pero él deslizó la cuenta hacia su lado de la mesa y sonrió diciendo:
–Recuerda que tú compraste una entrada.
A Carrie le gustaba. Pero tras dos citas más durante los siguientes cinco días, se encontró con un obstáculo: no hablaba sobre lo que le importaba a Jargo, sus futuras películas.
Antes de volver a Houston, Carrie vio en DVD sus dos películas. Él sólo hablaba de esas películas cuando ella le preguntaba. Nunca mencionaba su nominación al Óscar por El más mínimo problema, algo que a ella la impresionaba mucho más que tal distinción.
En su cuarta cita, en un pequeño restaurante italiano, vio a Dezz observándolos, solo en la barra, bebiendo una copa de vino tinto y fingiendo leer el periódico. Jargo la observaba a través de él. Dejaron la comida a medias.
–¿Te encuentras mal? – preguntó Evan menos de medio minuto después de que Dezz pasase al lado de la mesa.
Aquello hubiera sido mucho más fácil si hubiese sido el típico hombre ensimismado. Pero, cuando no estaba inmerso en su trabajo, Evan parecía advertir cualquier detalle en su comportamiento.
–No. Vi a un hombre que me recordó a alguien que conocía. Un recuerdo desagradable.
–Entonces no insistamos en ello -le dijo.
Diez minutos después Evan le preguntó por su familia. Ella decidió no alejarse mucho de la verdad.
–Están muertos.
–Lo siento.
–Un robo. Les dispararon a los dos, hace un año.
Se puso pálido de la impresión.
–Dios, Carrie, eso es terrible. Cuánto lo siento.
–Ahora ya lo sabes -le dijo-, pero me gustaría hablar de otra cosa.
–Desde luego.
Llevó la conversación de nuevo a terreno seguro, resolviendo así su torpeza. Carrie veía verdadera ternura en su forma de mirarla y pensó: «No, no hagas eso, me haces sentir como si estuviese utilizando sus muertes. No había planeado contártelo, no sé por qué lo hice». Tenía miedo de que su curiosidad de narrador lo impulsara a visitar la página web del Chicago Tribune y buscar allí su nombre o un relato de los asesinatos. Cuando aquello sucedió, ella tenía un apellido distinto. No habría ninguna Carrie Lindstrom cuyos padres hubieran muerto en un robo. Había cometido un error, aunque si él no husmeaba no habría problema.
Volvieron a su casa, vieron una película y bebieron vino. Sabía que dormiría con él; era el momento de cerrar el trato, de entrar más en su vida. No tenía una novia estable; había habido una mujer el año pasado, otra directora de cine llamada Kathleen que lo había dejado por otro y se había mudado a Nueva York. Sólo había mencionado a Kathleen una vez, lo que Carrie consideraba una sana decisión. Evan parecía un poco solitario, pero no necesitado, podía tenerlo vigilado para Jargo, cualquiera que fuese la razón. Pero albergaba también dudas.
Jargo ya le había mandado una vez, seis meses atrás, que se acostara con un hombre, un oficial de policía colombiano de alto rango, casado, de cuarenta y muchos años. Pero no lo hizo.
En lugar de eso, le dejó que la conquistase en un bar de Bogotá, volvieron a su pisito de soltero, lo besó y le echó una droga en la cerveza para dejarlo inconsciente. Se desmayó mientras la besaba. Desvistió al oficial, le dejó creer que había consumado su noche y lo miró dormir. Mientras tanto, Dezz entró en la casa y registró el despacho. Dos semanas más tarde leyó una noticia sobre unos oficiales de policía que habían sido arrestados por trabajar para cárteles de droga. Jargo nunca le preguntó si se había acostado con el oficial; supuso que lo había hecho, que estaba dispuesta a prostituirse.
Con Jargo nunca sabías en qué parte de la línea entre la luz y la oscuridad te iba a dejar caer.
Pero esto. Esto no podía fingirlo.
«Todo irá bien -se decía a sí misma-. Es agradable y guapo, y le gustas. Aunque sería más fácil si lo odiase, porque esto sólo haría que lo odiase más.» Advirtió aquello rápidamente cuando sus labios se encontraron: sus besos eran tiernos y lentos. Se separó de él cuando deslizó su mano sobre el pecho, y le agarró el pelo entre los dedos.
–¿Qué ocurre? – preguntó.
–Nada.
Él se echó hacia atrás.
–No estás preparada.
–Piensas demasiado.
Lo besó intensamente de nuevo, deseando que no se preocupase y que ella misma no respondiese a su tacto, a su lengua. «Es sólo un trabajo.»
Lo besó otra vez, pero luego se detuvo.
–Dime qué te ocurre.
«Dios, si pudiese… Pero nunca, nunca lo haré.»
–No me pasa nada, salvo que todavía no me has llevado a la cama.
La mentira lo tranquilizó. Sonrió, la cogió del sofá y la tumbó en su cama; no era como el policía militar de Colombia. Durante los largos y oscuros días del año anterior había pensado que nunca se sentiría feliz de nuevo sin tener que fingir. Pero en lugar de ser una terrible traición a sí misma, la noche con Evan le rompió el corazón.
«Es sólo un trabajo, Carrie.»
A la mañana siguiente llamó a Jargo y le dijo que Evan y ella eran amantes.
–No tengo competencia -dijo en un tono rotundo-. Me está dedicando mucho de su tiempo.
–¿Habla de sus películas?
–No. Dice que si habla mucho sobre una película ya ha contado la historia, y entonces pierde todo interés por hacerla.
–Busca en su ordenador, en sus libros de notas.
–No es de los que toman notas. – Hizo una pausa-. Sería útil saber exactamente lo que estoy buscando.
–Tú limítate a averiguar qué proyectos tiene en mente. Fóllatelo lo suficiente y te lo dirá. Es un hombre como otro cualquiera. Le gusta follar y hablar de su trabajo. Los hombres somos así de aburridos -dijo Jargo.
Carrie intentó imaginar a Jargo realizando cualquiera de esas actividades, pero fue incapaz.
Volvió a la cama de Evan y se centró en él con la misma energía que ponía en sí misma, sintiéndose a un tiempo culpable y mareada.
–¿Por qué no me hablas de tu próximo proyecto? – le preguntó una tarde después de lograr que dejase de editar vídeos y fuera con ella a la cama.
–Tengo que editar Farol. Está hecha un desastre. Ni siquiera puedo pensar en mi próxima película.
Le pasó una mano por el pecho, por su liso vientre. Le pellizcó la carne por debajo del ombligo con la punta de los dedos.
–No te preocupes. Sólo me interesan tus ideas. – Le dio un golpecito en la frente y utilizó la frase que se había convertido ya en su broma particular-: No te preocupes, compraré una entrada.
Esbozó la sonrisa más cálida que pudo.
Podía ver en su rostro la decisión de cambiar un viejo hábito. Se recostó hacia atrás.
–Bueno, un tío de la CBS me habló de hacer una biografía de Jacques Cousteau. Podría tenerlo en la CBS o en el Discovery Channel en apenas cinco minutos. Sería bueno para mi cuenta corriente, pero no estoy seguro de que sea el movimiento correcto para mi carrera.
–Entonces ni pensarlo.
Carrie vio cómo decidía confiar en ella, cómo poco a poco la sonrisa cruzaba su cara.
–Es extraño. China es comunista, pero todavía hay millonarios en Hong Kong. Creo que sería una historia que valdría la pena.
–China… Demasiado lejos. Te echaría de menos.
Evan la besó.
–Yo también te echaría de menos. Podrías venir conmigo. Ser mi ayudante sin cobrar un sueldo.
–El trabajo de mis sueños -dijo ella-. Entonces, ¿quién es el afortunado sujeto en China?
Pensó que ésta podía ser la razón del interés de Jargo. Tal vez Evan hubiera centrado su atención en un alto cargo de Beijing que le llenaba los bolsillos a Jargo. Pero ¿cómo demonios iba Jargo a saberlo?