Pánico – Jeff Abbott

–Llamará a la policía. Tenemos poco tiempo -le explicó.

Evan se sentó en el asiento del conductor, con las manos temblorosas. El hombre se sentó a su lado. Apoyó la escopeta de manera que apuntaba al muslo de Evan.

–Están heridos.

–Respiran -respondió.

–Déjame verlos, para asegurarme de que están bien. Por favor.

–De eso nada. Vamos -le ordenó, empujándolo con la escopeta.

Evan bajó el coche del bordillo y salió rugiendo por el bulevar Shoal Vreek.

–Gira a la derecha -le indicó el hombre.

Evan obedeció.

–¿Qué quieres de mí?

–Escúchame atentamente. Soy un buen amigo de tu madre y ella me pidió ayuda.

–Nunca te había visto.

–Tú no me conoces, pero tampoco sabes una mierda de tus padres.

–Si sabes tanto dime quién mató a mi madre.

–Un hombre llamado Jargo.

–¿Por qué? – gritó Evan.

–No puedo explicártelo todo, lo haré una vez que nos calmemos. Iremos a una casa segura. Tuerce aquí a la derecha.

Evan giró hacia el sur y entraron en otra vía principal, la calle Durner. «Una casa segura. Un lugar donde los sicarios no pudiesen encontrarte.» Evan pensó que se había metido en una película de gánsteres. Sentía presión en la barriga y le dolía el pecho, como si le estuviesen retorciendo los músculos.

–¿Les viste las caras? ¿Puedes identificarlos?

–Los vi, a los dos. Puede que uno de ellos fuera Jargo y el otro trabajara para él, no estoy seguro.

El hombre echó un vistazo por el parabrisas trasero.

–¿Por qué querría ese Jargo matar a mi madre? ¿Quién es?

–El peor hombre que te puedas imaginar. Al menos el peor que yo puedo imaginarme, y mi imaginación es bastante enfermiza.

–¿Quién eres tú?

–Me llamo Gabriel. – El hombre suavizó su tono-. Si quisiera matarte, te habría disparado en tu casa. Estoy de tu parte, soy el bueno. Tienes que hacer exactamente lo que yo te diga. Confía en mí.

Evan asintió, aunque le resultaba difícil poder confiar en aquel tipo.

–¿Sabes dónde está tu padre? – preguntó Gabriel.

–En Sidney.

–No, donde está de verdad.

Evan negó con la cabeza.

–¿No está en Sidney?

–Puede que Jargo haya dado ya con él. ¿Dónde están los archivos?

–¿Archivos? ¿De qué demonios está hablando? – La voz de Evan estalló en un arranque de furia y frustración. Golpeó el volante-. ¡No tengo ningún maldito archivo! ¿Qué quiere decir con que ha atrapado a mi padre? ¿Quiere decir que lo han secuestrado?

–Piensa, Evan, y cálmate. Tu madre tenía una serie de archivos informáticos que eran muy importantes. Los necesito. – La voz de Gabriel se suavizó-. Los necesitamos, tú y yo, para detener a Jargo. Y para recuperar a tu padre sano y salvo.

–Yo no sé nada. – Las lágrimas le ardían en los ojos-. No lo entiendo.

–Ahora es cuando empiezas a confiar en mí. Necesitamos un vehículo nuevo. Aquella mujer ya habrá llamado a la poli, estoy seguro. Gira aquí.

Evan entró en un centro comercial. La última crisis económica había llegado hasta allí: la mitad de los escaparates estaban vacíos, los otros pertenecían a una tienda de segunda mano, una tienda de libros usados, un bar de tacos y un establecimiento familiar de material de oficina.

«Está lleno», pensó Evan.

Podría escapar. Pedir ayuda. En el aparcamiento no había demasiada gente, pero si Gabriel le dejaba aparcar cerca de una tienda podría entrar corriendo en ella.

–Demuéstrame que eres inteligente. – Gabriel miró a Evan fríamente-. Nada de correr, nada de chillar para pedir ayuda. Porque si me obligas, alguien podría resultar herido y no quiero que seas tú.

–Dijiste que eras el bueno.

–«Bueno» es un concepto relativo en mi trabajo. Estate quieto y callado, y no pasará nada.

Evan vigilaba el carril del aparcamiento. Dos mujeres que llevaban bolsas manchadas de grasa del bar de tacos se metían en una furgoneta, riendo. Una mujer mayor con un bastón iba cojeando hacia la tienda de suministros de oficina. Dos veinteañeras vestidas de negro miraban el escaparate de la tienda de segunda mano.

–No me pongas a prueba -amenazó Gabriel-. Ninguna de esta buena gente necesita problemas hoy, ¿verdad?

Evan sacudió la cabeza.

–Aparca al lado de esta belleza.

Evan detuvo el Ford al lado de un viejo Chevrolet Malibu gris.

–Yo no planeé que asesinaran a tu madre ni salvar tu culo de la policía en un coche que podría ser identificado. Levanta el capó, como si estuviésemos encendiendo la batería.

Gabriel salió del Ford, hurgó en la cerradura del Malibu con un gancho de metal, lo abrió y se agachó frente a la columna de dirección para hacer rápidamente un puente.

«Sal y corre.»

Evan abrió la puerta, pero Gabriel estaba de nuevo en el coche, con la pistola apuntándole a las costillas.

–¿Qué parte no has entendido? Te dije que no me pusieras a prueba. Cierra la puerta.

Gabriel volvió a agacharse en el Malibu y puso de nuevo la cabeza bajo el volante.

«Deja una señal», pensó Evan.

Miró hacia el volante: los dedos. Presionó las yemas de los dedos contra el volante. Después puso el dedo índice y luego el dedo corazón en el cenicero y en el frontal de la radio. No sabía qué más hacer, era el único rastro que podía dejar.

Gabriel le hizo un gesto con el arma. Evan entró en el coche y se puso detrás del volante. El interior olía a batido estropeado por el sol, y en el asiento de atrás había un montón de ejemplares amarillentos de Southern Living.

Gabriel volvió al Ford y lo limpió rápidamente. A Evan se le encogió el corazón: Gabriel pasaba un paño por el volante, por las manillas y por las ventanas. Era rápido y eficiente.

Pero no lo pasó por la radio.

Gabriel dejó las llaves del Ford puestas y luego entró en el Malibu. Se deslizó en el asiento del pasajero a su lado y sacudió los restos de batido. Evan salió del aparcamiento, lenta y tranquilamente, y se unió a la oleada del tráfico de la calle Burnet.

Del asiento de atrás, Gabriel pescó una gorra de béisbol. Se la ajustó bien a la cabeza a Evan y le colocó sobre la nariz un par de gafas de sol de mujer que estaban en el asiento del medio.

–Tu cara estará en todos los informativos esta noche.

Los labios de Gabriel eran una línea fina y pálida; vio por primera vez que le había dejado a Gabriel un cardenal en la mandíbula cuando le había dado el puñetazo.

–Preferiría que nadie pudiera reconocerte.

–Por favor, escúchame. Mi madre no tiene tus archivos, sea lo que sea lo que este Jargo o tú queráis. Esto es un tremendo error.

–Evan, nada en tu vida es lo que parece -repuso suavemente Gabriel.

La frase no tenía sentido, pero empezó a pensar que tal vez sí lo tendría. Que su madre hiciese las maletas para un largo viaje secreto, que sin más explicaciones le pidiera que volviera a casa inmediatamente. Que su padre no estuviese donde se suponía que debía estar. Carrie, que había desaparecido esta mañana, había dejado el trabajo y le había advertido que volviese a Houston. Le había dicho que corría peligro. ¿Cómo podía saber ella que su vida acababa de desmoronarse?

–Coge aquí la autopista. Dirígete hacia la 71 oeste.

Evan se incorporó con cuidado en la MoPac, la autopista norte-sur más importante de la zona oeste de Austin, y aumentó la velocidad a más de noventa kilómetros por hora. Después de veinte minutos la MoPac se unió a la autopista 71, que llevaba hasta la agitada zona de Hill Country.

–Dijiste que me explicarías la situación. – Gabriel no apartaba la mirada del tráfico-. Me lo prometiste.

Evan pisó el acelerador hasta superar los cien kilómetros por hora. Estaba cansado de que lo acosaran. Una furia repentina le quemaba la piel.

–Cuando estemos instalados.

–No, ahora. O estrello el coche.

Hablaba en serio: bastaba con salirse de la carretera y dejar que las cercas de alambre de las propiedades arrancasen el lado del copiloto, dejando el Malibu tan destrozado que nadie podría volver a conducirlo.

Gabriel frunció el ceño, como si estuviese decidiendo si seguirle la corriente.

–Bueno, quizá…

–Lo haré.

–Tu madre poseía ciertos archivos que podían perjudicar mucho a algunas personas, gente poderosa. Tu madre quería que yo la ayudara a salir del país a cambio de entregarme esos archivos.

–¿Quién? ¿Qué personas?

–Es mejor para ti que no conozcas los detalles.

–Yo no tengo esos archivos.

Evan adelantó a una camioneta a toda velocidad. A pesar de que corría como un loco, no lograba llamar la atención de ningún oficial de policía de Austin. El tráfico no era denso y los pocos coches que dejaba atrás en su carrera se apartaban amablemente al carril de la derecha.

–Creo que sí los tienes -dijo Gabriel-, pero no lo sabes. Baja la velocidad y conduce despacio si quieres saber más.

Gabriel le dio un pequeño empujón con la escopeta a Evan en el riñon.

–Dime todo lo que sabes sobre mi madre. ¡Ahora! – Evan pisó a fondo el acelerador-. Dímelo gilipollas, o nos matamos los dos.

Lo último que vio Evan fue el velocímetro marcando más de ciento cuarenta cuando Gabriel le dio un puñetazo en la cabeza, enviándolo contra la ventana del conductor, y todo se puso negro.

Capítulo 6

En la vida de Steven Jargo, la palabra «fracaso» era poco frecuente, y despreciaba la sensación de pánico que acompañaba a muchos cuando cometían un error. El trabajo iba bien o mal; no había término medio. El pánico era una debilidad, una muestra de falta de preparación y de valor, un veneno para el corazón de cualquiera. La última vez que había sentido miedo fue cuando cometió su primer asesinato, pero aquella sensación pronto se disipó, como el humo en la brisa.

Sin embargo, ahora, mientras corría, notaba una sensación parecida. Tenía arañazos en las manos tras deslizarse por el tejado de la casa de los Casher, huyendo de los disparos en la cocina, que le habían impedido borrar el disco duro del ordenador. Había caído en el césped fresco, sobre los rosales de Donna Casher. Las espinas le rasgaron las manos mientras veía a Dezz salir corriendo por la puerta de atrás; el silbido de las balas los acompañó mientras ambos se retiraban a su coche, que estaba aparcado una calle más allá. El ruido alertó a la policía, y los polis siempre conducen más rápido en los barrios ricos.

Jargo había alquilado ayer un apartamento vacío en Austin con un nombre falso y había pagado en efectivo. Quizá no era seguro, pero no tenía otro sitio donde ir.

–Por lo menos, uno de ellos.

Dezz respiraba con dificultad mientras Jargo conducía unos treinta kilómetros por encima del límite de velocidad hasta un vecindario tranquilo y marchito situado en la parte este de la ciudad.

–Cabeza afeitada. De tu edad. Con aspecto de mexicano. Es todo lo que vi. – Dezz se tocó la cabeza para asegurarse de que una bala no le había pellizcado el cráneo. Revolvía un caramelo en la boca, mascando rápido-. No lo reconocí. Vi un Ford azul en la calle. Matrícula XXC, el resto no lo vi. Era una matrícula de Texas.

–¿Evan recibió algún disparo?

–No lo sé. El atacante disparó hacia donde estaba. La cuerda casi lo había matado. ¿Borraste los archivos del sistema?

–Ella ya había sobrescrito el sistema. No iba a dejar nada para que lo encontrásemos en caso de que apareciésemos.

Dezz se apoyó en la ventana del coche.

–Ese cabrón hizo que me meara de miedo. Si lo vuelvo a ver está muerto.

Luego Dezz, que era pequeño pero fuerte y tenía una mirada como si sufriera fiebre, dijo:

–¿Qué demonios hacemos, papá?

–Luchar contra ellos.

Jargo aparcó al lado del apartamento y todavía miraba por el espejo retrovisor para asegurarse de que no los seguían.

–Evan no nos vio.

–Pero tenía los archivos en su ordenador -dijo Jargo-. Él lo sabe.

Subieron corriendo y Jargo hizo dos llamadas. En la primera no saludó siquiera, se limitó a dar breves indicaciones de cómo llegar al apartamento, escuchó una confirmación y luego colgó. Luego llamó a una mujer que utilizaba el nombre en clave de Galadriel. Tenía en nómina a un grupo de expertos en ordenadores y los llamaba sus elfos, por la magia que podían utilizar contra servidores, bases de datos y códigos. Galadriel (el nombre se debía al de la reina de los elfos de Tolkien) era una antigua experta en ordenadores de la CIA. Jargo le pagaba diez veces más de lo que le había pagado el gobierno.

Le dio a Galadriel la descripción de Dezz sobre el atacante y la matrícula del Ford azul, le pidió que buscase coincidencias en su base de datos. Ella dijo que lo volvería a llamar.

Jargo se puso una loción antibacteriana en sus manos rasgadas y miró por la ventana a dos jóvenes madres caminando bajo el sol, con sus bebés, dándose el gusto de cotillear sobre cosas frívolas. Austin abrazaba aquel precioso día de primavera, un día para observar cómo unas preciosas madres elevan sus rostros al sol, no un día de muerte y dolor en el que todo su mundo se desintegraría. Estudió la calle. No había ningún coche aparcado con ocupantes dentro. Algunos viandantes se dirigían a una pequeña tienda de ultramarinos del barrio. Observó si alguien lo estaba mirando.

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