Pánico – Jeff Abbott

Bebió cuatro vasos de agua fría y se tomó cuatro aspirinas que encontró en el botiquín. Le dolían los ojos y el estómago.

Regresó al estudio e intentó abrir un escritorio y un aparador, pero ambos estaban cerrados. De vuelta en el sótano buscó en los bolsillos de Khan: no había llaves, sólo una cartera y una PDA. La encendió y en la pantalla apareció un mensaje en el que le solicitaba su huella.

Sacó la mano derecha de Khan de debajo de la sábana y presionó el dedo índice contra la pantalla. Acceso denegado. Agarró la mano izquierda de Khan y presionó el dedo índice contra la pantalla. La agenda aceptó la huella, y al abrirse mostró una pantalla de inicio normal. Miró las aplicaciones y los archivos. La PDA sólo tenía algunos contactos y números de teléfono: unos cuantos bancos de Zurich y una lista de tiendas de libros de Londres. Había un icono para una aplicación de mapas. Los últimos tres mapas a los que había accedido eran de Londres, Misisipi y Fort Lauderdale, Florida. Una anotación en el mapa de Biloxi mostraba la situación de un vuelo charter. Biloxi no estaba tan lejos de Nueva Orleans; quizá fuese a donde Dezz y Jargo habían volado después del desastre en aquella ciudad.

Pero no había nada que dijese: «La X señala el lugar donde está tu padre».

Excepto, quizá, Fort Lauderdale, un lugar de Florida en particular. Según Gabriel, la madre de Evan le había dicho que se reunirían con su padre en Florida, y Carrie pensaba que su padre estaba en Florida.

Carrie. Podía intentar llamarla, ponerse en contacto con ella a través de la oficina de la CIA en Londres, decirle que estaba vivo. Pero no. Si los agentes o los clientes de Jargo de la CIA pensaban que él estaba muerto, nadie le buscaría. Se habían enterado de que estaba en Londres y casi lo matan. El grupo de Bedford se había puesto en peligro.

Quería saber que Carrie estaba a salvo, quería decirle que estaba vivo. Pero no ahora, no hasta que recuperase a su padre. Creía que ella no regresaría a la casa a la que los había llevado Pettigrew; era demasiado peligroso si éste trabajaba para Jargo. Se reuniría con Bedford tomando todas las precauciones.

Evan reconfiguró el programa de la contraseña para borrar la huella de Khan y utilizar la de su dedo pulgar como clave. Podría serle útil más adelante. Se metió la PDA en el bolsillo, y al ponerse de pie, vio una caja de herramientas en la esquina y la llevó al piso de arriba.

Metió con cuidado un destornillador en la cerradura del escritorio; después del truco del mechero con spray de pimienta no podía fiarse de las apariencias. Pero sólo se escuchó el ruido de un metal contra otro metal.

Cogió un martillo y con cuatro golpes secos abrió la cerradura. En un cajón encontró papeles relacionados con la propiedad de la casa: había sido comprada el año pasado por Inversiones Boroch. Ésta debía de ser una tapadera de Khan; si no había una conexión directa con él, la policía no podría ir allí. Thomas Khan no se asomaría si pudiese evitarlo cavando su túnel de escape.

En el cajón también encontró artículos de papelería y sobres con el membrete de Inversiones Boroch, un pasaporte de Nueva Zelanda y uno de Zimbabue, ambos con nombres falsos y la foto de Thomas Khan estampada. Había un teléfono sin mucha batería, pero que funcionaba. Sacó el cargador del fondo del cajón y lo puso a cargar. Miró el registro de llamadas, pero estaba vacío.

Forzó la cerradura de otro cajón del escritorio. Contenía una caja de metal con fajos de libras esterlinas y dólares americanos. Debajo de ella había una pistola automática y dos cargadores. Contó el dinero: seis mil libras esterlinas y diez mil dólares americanos. Colocó los billetes sobre el escritorio. El resto de cajones estaba vacío.

Atacó el aparador con un martillo, con un destornillador y luego con una palanca. Se sentía mareado por no haber comido, por el cansancio y por el spray de pimienta, pero sabía que estaba cerca de encontrar lo que buscaba. Muy cerca.

La puerta se abrió con la palanca. Estaba vacía.

No, no podía ser. No era posible. Khan necesitaba archivos con información, necesitaría acceder a nuevas cuentas y borrar las viejas. Tenía que haber un ordenador en la casa, aparte de la PDA, a menos que el muy cabrón lo guardase todo en la cabeza. Si era así, Evan estaría de nuevo en el punto de partida.

Buscó por la habitación. El pequeño armario contenía artículos de oficina, trajes viejos y una gabardina. Entró en los dormitorios de invitados, casi vacíos, y en las habitaciones de la planta de abajo. Buscó con cuidado, consciente de que no era un profesional, y se recordó a sí mismo que tenía que ser disciplinado y minucioso. Pero no encontró nada, y se dio cuenta de que la posibilidad de echarle las manos al cuello a Jargo empezaba a desvanecerse.

El estudio estaba a oscuras y se arriesgó a encender una luz de lectura. La estantería. Khan había guardado su pistola detrás de los libros.

Buscó en el resto de la estantería. Hasta el último centímetro estaba cubierto de buenos libros que provenían de saldos de la tienda de Khan. ¿Cómo podía tener tan buen gusto literario un cabrón psicópata como aquél? Pero no había nada más oculto tras los libros. Revolvió los cajones de los muebles de la cocina y de la despensa. Vació botes de sal y de harina en el suelo. El congelador estaba lleno de paquetes de comida congelada; los abrió y los vació en el fregadero esperando encontrar en su interior un disquete o un CD. De repente, le entró hambre y metió en el microondas un plato preparado de pollo con fideos; comerse la comida de un hombre muerto le producía náuseas. Decidió superarlo.

Se sentó en el suelo y se obligó a calmarse mientras comía. La comida no sabía a nada, pero al menos llenaba, y sintió cómo se le asentaba el estómago. El desfase horario junto con el descenso de adrenalina hicieron su efecto en él, y se resistió a la necesidad de tumbarse en el suelo, cerrar los ojos y dormir. Quizá no hubiese nada más que encontrar.

El sótano era la única habitación en la que no había buscado. Bajó los escalones a oscuras. Pasó junto a los cuerpos cubiertos con la sábana. El sótano era pequeño y cuadrado, con una lavadora-secadora en un lado y una estantería metálica enel otro. En la estantería había trastos viejos y más libros en cajas. Buscó en todas ellas. Un aparato de televisión con la pantalla rota. Una caja de herramientas de jardín sin restos de tierra y que probablemente nunca se habían usado. Un par de cajas de sopa enlatada, verduras y carne, por si Khan quería ocultar a otro agente.

Dirigió la mirada de nuevo al televisor con la pantalla rota. ¿Por qué guardar un televisor averiado? Ahora las teles eran baratas: si tenías que reparar la pantalla era mejor comprar otra. Quizá Khan era de los que pensaba que quien no malgasta, no pasa necesidades. Pero Khan había tenido una vida acomodada, así que un televisor estropeado no significaba nada para él.

Evan bajó la tele de la estantería, cogió un destornillador y le quitó la parte de atrás.

Habían destripado la tele por dentro y en su interior había un pequeño ordenador portátil y un cargador. Evan lo encendió; apareció un cuadro de diálogo pidiéndole una contraseña.

Tecleó DEEPS. Incorrecta.

Tecleó JARGO. Incorrecta.

Tecleó HADLEY. Incorrecta.

La CIA podía entrar, pero él no. Aunque lograra descubrir la contraseña, podía ser que Khan hubiese codificado y puesto contraseñas a los archivos del sistema. Sería tonto si no hubiese tomado esa precaución.

Evan se quedó mirando la pantalla. Quizá debería llevarse el ordenador y ya está, e ir a Lagley, al cuartel general de la CIA. Convertirse en…

… y no salvar a su padre.

La cara de su padre flotaba ante él en el sótano oscuro, y se quedó mirando a los cuerpos de ambos Khan, padre e hijo. Si hacía caso de los acontecimientos ocurridos en los últimos días, su padre era un asesino profesional que pisoteaba vidas como quien aplasta hormigas. Pero ése no era el padre que él conocía. No podía ser; la verdad no podía ser tan dura ni tan sencilla. Tenía que recuperar la información para rescatar a su padre.

O, pensó, tenía que crear la ilusión de que disponía de la información.

El portátil. No necesitaba la información, sólo necesitaba el portátil para intercambiarlo por su padre. Podía ser que contuviese los mismos archivos que su madre había robado. Por lo menos era un arma de negociación: siempre podía amenazar con darle el portátil a la CIA si no soltaban a su padre. Jargo no podría saber con seguridad si los archivos estaban o no en el ordenador de Khan. Aunque no tuviese la lista de clientes, podía tener suficiente información financiera, logística o personal para destruir a Los Deeps.

Puede que su madre hubiese robado los archivos de este mismo portátil. Intentó imaginar cómo lo había hecho. Había tomado fotografías en Dover, había robado información militar. Le había entregado la mercancía a Khan, pero probablemente no aquí, no en esta casa de seguridad. Lo más seguro era que le hubiera entregado la información robada y las fotos en un CD en un parque, en un teatro o en un café. Pero quizá siguió a Khan hasta aquí después de despedirse. Y luego… ¿qué? Khan descargó en el ordenador la información que ella había robado para enviársela a jargo y se marchó. Ella entró en la casa y encontró el portátil. Debía de tener algún programa para saltarse las contraseñas, algo necesario si robaba información habitualmente.

Si ella lo había hecho entonces podía hacerse. Él podía robar los mismos archivos.

Intentó entrar en el portátil una vez más.

Ahora tecleó BAST. Nada.

OHIO, por el orfanato. No.

GOINSVILLE. Rechazado.

Encontró las llaves del coche de Khan en la encimera de la cocina y puso el portátil y el dinero en el maletero. Volvió adentro y se metió la PDA de Khan, la pistola y el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Quería dormir y quería creer que el escondite de Khan podía ser el suyo. Pero no era seguro quedarse allí. Fort Lauderdale. Su madre le había mencionado Florida a Gabriel. Era su mejor apuesta.

Entró en el Jaguar prestado. Se dio cuenta de que nunca había utilizado un coche diseñado para conducir por la izquierda de la carretera y, por primera vez en días, se rió de verdad. Eso sería una aventura.

Con los nervios a flor de piel, Evan se internó en la oscuridad. Empezó a caer una lluvia fría. Tenía que concentrarse por completo en entrenar de nuevo sus reflejos de conducción. De vuelta en Londres, avanzaba lentamente, como un conductor novato, y encontró un hotel decente en Lewisham. Se permitió el lujo de darse una verdadera cena en un pequeño pub: un filete con patatas fritas y una pinta de cerveza; observaba a una pareja y a su hijo adulto sonriendo entre cervezas rubias. Pagó, volvió al hotel y se tumbó en la cama.

Volvió a encender el teléfono móvil de Khan y sonó un mensaje nuevo. No sabía la contraseña de Khan para su buzón de voz, pero encontró un registro de llamadas perdidas recientes.

Abrió la PDA y activó la aplicación de nota de voz. Luego marcó el número en el nuevo registro de llamadas.

No podía negociar si todos pensaban que estaba muerto. Respondieron al primer tono.

–¿Sí?

Conocía aquella voz, con su ronroneo delicado y psicótico. Era Dezz.

–Déjame hablar con Jar go.

Evan sostenía la PDA lo suficientemente cerca como para grabar cada palabra.

–Aquí no hay nadie con ese nombre.

–Cállate Dezz. Déjame hablar con Jargo. ¡Ya!

Un momento de silencio.

–Nos hemos vuelto a encontrar, ¿verdad?

–Dile a tu padre que tengo todos los archivos relacionados con Los Deeps del señor Khan. Todos. Me gustaría negociar un cambio por mi padre.

–¿Cómo está Carrie? ¿Ha volado por los aires? Siento no estar en Londres para ayudarte a recoger los pedazos -dijo Dezz conteniendo la risa.

–Si me dices una sola palabra más, monstruo, envío por correo electrónico la lista de clientes a la CIA, a Scotland Yard y al FBI. Tú no tienes la última palabra; la tengo yo.

Se produjo el silencio durante un momento y Dezz dijo fríamente y con educación:

–Espera, por favor.

Se imaginaba a Dezz y a Jargo viendo el número de Khan en la pantalla de un móvil, enterándose de lo de la explosión y sopesando si Evan estaba diciendo la verdad o no.

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