–Sí. El orfanato de Ohio. Bast estaba allí, Jargo estaba allí, mis padres estaban allí. ¿Por qué?
–Bast tenía un alma caritativa.
–No creo que fuese eso. Aquellos niños, al menos tres de ellos, se convirtieron en Deeps. ¿Los reclutó Bast para la CIA?
–Supongo que sí.
–¿Por qué huérfanos?
–Los niños sin familias son mucho más maleables -dijo Khan-. Son como arcilla húmeda: puedes moldearlos según te convenga.
–¿Por qué los necesitaba la CIA? ¿Por qué no utilizar agentes normales?
–No lo sé.
Khan casi sonreía, luego cerró los ojos. Suspiró profundamente, como si la confesión le hubiese quitado un gran peso de encima.
–Dime por qué necesitaban nuevos comienzos, nuevos nombres, años después. ¿Abandonaron la CIA?
–Bast murió. Jargo tomó el mando de la red.
–Jargo lo mató.
–Probablemente. Nunca pregunté.
–Jargo, mi familia y los otros niños de ese orfanato, ¿se escondían de la CIA?
–Yo no estaba allí entonces. No lo sé. Cuando Jargo tomó el mando me dio un trabajo. Me metió dentro para que le llevase la logística.
–¿Era usted de la CIA?
–No, pero había ayudado en operaciones de la inteligencia británica en Afganistán durante la rebelión contra los soviéticos. Conocía los elementos básicos. Me retiré: quería una vida tranquila con mis libros, no más trabajo de campo. Jargo me dio un trabajo.
–Bueno, Jargo acaba de despedirle, señor Khan. Ahora trabaja para mí.
Khan sacudió la cabeza y dijo:
–Admiro tu valor, jovencito. Ojalá Hadley se hubiese hecho amigo tuyo. Habrías sido una buena influencia.
Sonó el teléfono. Ambos se quedaron inmóviles. Sonó dos veces y luego se paró.
–No hay contestador -dijo Evan.
–Mi cuñada los odiaba.
A Evan le preocupó que sonase el teléfono. Quizá se habían equivocado, quizás alguien llamaba a la cuñada moribunda, o quizás alguien estaba buscando a Khan allí.
–Yo sólo quiero recuperar a mi padre y usted quiere que Jargo deje de intentar matarle. Ahora nuestros intereses coinciden, ¿no?
–Sería mejor que ambos desapareciésemos sin más.
Khan tragó saliva. El sudor le empapaba la cara y tosía al respirar.
–Déme lo que necesito. Podemos presionar a los clientes para detener a Jargo; seguir la pista de sus transacciones hasta llegar a él. Estará acabado y no podrá hacerle daño ni a usted ni a Hadley -dijo Evan.
–Es demasiado peligroso. Yo apuesto por que ambos desaparezcamos.
–Olvídese de eso.
–No puedo pensar con un cuchillo en la garganta. Me gustaría fumar un cigarrillo.
Evan vio el miedo y la resignación en el rostro de Khan, y percibió el fuerte olor del sudor de su piel. Se había pasado de la raya. Se apartó de él y le quitó el cuchillo del cuello. Khan rozó con los dedos la poca sangre que manaba.
–Heridas superficiales. Gracias; aprecio tu amabilidad. ¿Puedo coger mis Gitanes del bolsillo?
Evan le volvió a poner el cuchillo en el cuello y le abrió la chaqueta, de la que extrajo un paquete de cigarrillos Gitanes. Dio un paso atrás y se los tiró a Khan en el regazo.
–Tengo el mechero en el bolsillo, ¿puedo cogerlo? – La voz de Thomas Khan sonaba tranquila.
–Sí.
Chan sacó un pequeño mechero tipo Zippo, encendió un cigarrillo y exhaló el humo con un suspiro de cansancio.
–Ya le he dado su jodido cigarrillo -dijo Evan-. Ahora quiero la maldita lista de clientes.
Khan echó el humo.
–Pregúntale a tu madre.
–No me toque las pelotas.
–Pareces un chico inteligente. ¿Realmente crees que si tu madre robó los archivos que podían identificar a los clientes, habríamos dejado esas cuentas abiertas?
Su voz era dulce, casi de reprobación, como si hablase con un niño ligeramente torpe pero al que adorara.
Evan dijo:
–No voy a caer en la trampa. Usted tiene las cuentas que los agentes como mis padres utilizaban; eso es lo único que necesito. Puedo acabar con Jargo de una manera o de otra.
Khan se rió.
–¿Crees que nuestros agentes siguen trabajando bajo esos nombres visto el peligro al que nos estamos enfrentando?
–Si tienen familia e hijos, como en mi caso o en el de usted, no pueden cambiarlos.
–Claro que pueden. La cuenta de tu madre no está a nombre de Donna Casher, estúpido. – Khan sacudió la cabeza-. Está registrado bajo otro nombre que utilizaba. No descubrirás nada de esa red; somos demasiado cuidadosos. Tenemos vías de escape por si descubren nuestra tapadera. Todos llevamos mucho tiempo haciendo esto; empezamos mucho antes de que tú soltaras la teta de tu madre. – Apagó el cigarrillo-. Te sugiero que te marches ahora. Te daré la mitad del dinero de la cuenta de tu madre y me quedaré el resto por mi silencio. Son dos millones de dólares, Evan. Puedes desaparecer en cualquier parte del mundo, en lugar de en una tumba. No serás capaz de recuperar a tu padre, y tu muerte no te devolverá a tu madre. – Khan sacó un nuevo cigarrillo con delicadeza-. Dos millones. No seas estúpido, coge el dinero. Empieza una nueva vida.
–Pero…
Y entonces Evan vio la estafa de la oferta de Khan. Cuentas con nombres falsos. La explosión. Vías de escape. El teléfono sonando sólo dos veces. Una nueva vida. Aquello era una trampa, pero no el tipo de trampa que esperaba.
Khan parecía disponer de todo el tiempo del mundo, sentado allí en su casa, sonriéndole. No había cuñada moribunda. No había nada relacionado con Khan en esa casa. La vía de escape.
–¡Cabrón! – dijo Evan.
Khan agitó el mechero de nuevo cogiéndolo por los lados; una pequeña ráfaga de humo salió por el extremo mientras él se tapaba la cara con la manga. El spray de pimienta le quemó los ojos y la garganta a Evan, que se tambaleó y cayó sobre la alfombra persa. El dolor le penetraba por los globos oculares y la nariz.
Khan corrió al otro lado de la habitación, seleccionó un tomo gordo de la estantería, lo cogió y sacó de él una Beretta; luego se giró para disparar a Evan. La bala impactó en la mesa de café situada junto a la cabeza de éste, que agarró a ciegas la mesa, la levantó a modo de escudo y embistió a Khan. Los ojos le quemaban como si le hubiesen clavado agujas. Khan disparó dos veces más con silenciador y a Evan se le clavaron en el vientre y en el pecho astillas de madera. Pero aplastó a Khan con la mesa, lo obligó a bajar la pistola y lo sujetó contra los estantes de roble.
Evan apretó y apretó más y más, haciendo fuerza con las piernas y los brazos; la agonía del rostro de Khan lo estimulaba. Estaba aplastando a aquel hombre contra la pared; oía cómo se vaciaban sus pulmones, lo oía balbucear de dolor; finalmente Khan cayó al suelo con la pistola todavía en la mano.
Evan dejó caer la mesa y agarró el arma. Veía la cara y los dedos de Khan como una imagen borrosa. Pero éste se aferraba a la Beretta. Evan cayó sobre el anciano, que le asestó un rodillazo en la ingle y luego le metió sus huesudos dedos en los ojos entrecerrados. Evan soltó una de las manos que agarraba la pistola y le dio un puñetazo en la nariz. A través de sus ojos llenos de lágrimas, Evan veía la cara de Khan envuelta en una neblina. Agarró la Beretta de nuevo con las dos manos y forcejeó para apuntar hacia el techo. Khan la retorció hacia el otro lado y la dirigió hacia la cabeza de Evan.
La pistola se disparó.
Capítulo 35
Evan sintió el calor de la bala junto a la oreja. Apoyó todo su peso y puso todas sus fuerzas en girar el cañón hacia el suelo. Khan se retorcía intentando arrebatarle la pistola, que volvió a dispararse.
Khan sufrió un espasmo y luego se quedó quieto. Evan tiró a un lado el arma y se levantó dando tumbos, restregándose los ojos.
Se retiró a la esquina de la habitación. Apenas podía ver a Khan, pero seguía apuntándolo con la pistola. Evan chillaba; el dolor en los ojos lo estaba dejando ciego.
Khan no se movía. Evan se forzó a volver donde estaba el cuerpo y le tocó el cuello. Nada. No había pulso.
La angustia le invadió. Entró a trompicones en la cocina, abrió el grifo y se lavó la cara con las manos. Al hacerlo se le cayeron las lentillas marrones que le había dado Bedford. Después de lavarse por décima vez el dolor comenzó a remitir. El único sonido que se escuchaba en la casa era el siseo del agua colándose por el desagüe. Se aclaró los ojos hinchados una y otra vez, sujetando todavía la pistola con la otra mano, hasta que el dolor menguó. Entonces volvió al estudio.
Khan lo miraba desde el suelo con tres ojos, el del medio era rojo. Volvió a comprobar el cuello, la muñeca y el pecho: ninguno de los tres tenía pulso.
«Acabo de matar a un hombre.»
Debería estar vomitando de miedo, de terror. Una semana atrás se hubiera quedado paralizado de la impresión; ahora simplemente estaba aliviado de que fuese Khan el que estaba muerto en el suelo, y no él.
Fue al baño y se miró la cara en el espejo. Sus ojos eran de nuevo color avellana y la hinchazón era tal que los tenía casi cerrados. Tenía el labio cortado y le sangraba. Abrió el armario que había debajo del lavabo y encontró un botiquín de primeros auxilios: por supuesto, en esa casa había todo lo que Khan necesitaba.
Aquélla era la vía de escape de Khan.
No había pensado con claridad en medio del caos de la explosión; estaba demasiado obcecado en ponerle las manos encima al hombre que podía desvelar el mapa de la vida de sus padres.
A ojos de Jargo, Khan la había jodido, pero quizá no quería que muriese. Quizá Jargo deseaba conducir la investigación sobre Los Deeps a un callejón sin salida. Khan había huido cuando Evan pronunció el nombre de Jargo… aunque quizá ya conociese la cara de Evan. Luego Pettigrew entró con la bomba, o bien Khan la activó al salir del edificio. Con su propio negocio destruido, Khan no iría a un lugar que sólo le diese unas horas de asilo, iría a su escotilla de emergencia. Si Los Deeps tenían otras identidades, también las tenía Khan, el encargado de sus finanzas. Había llevado a Evan a un lugar donde él podría ocultarse, disfrazarse con una identidad ya preparada, fundirse con el mundo. Aún mejor, darían por supuesto que había muerto en la explosión.
Y cuando diesen por muerto a Thomas Khan nadie de la CIA lo buscaría.
No era fácil salirse de la propia vida de uno, y si esta casa era el escondite secreto de Khan, su primera parada en el viaje hacia una nueva vida secreta, tendría recursos para cerrar sus operaciones, dinero e información para no dejar huellas y adoptar su nueva identidad. Pero si Jargo sabía que aquí era donde Khan huiría, y podía ser que así fuese, entonces Evan no tenía mucho tiempo. Jargo podía enviar a un agente para asegurarse de que Khan había escapado de la explosión.
El teléfono. Quizás era Jargo quien llamaba a Khan.
Tal vez Evan no tuviese mucho tiempo, pero tenía que arriesgarse. Las respuestas que necesitaba podían estar dentro de esa casa.
Comprobó todas las ventanas y puertas para asegurarse de que estaban cerradas con llave. Bajó todas las persianas y cerró las cortinas. En el piso de arriba había dos dormitorios pequeños, un despacho y un baño; en el de abajo, una habitación principal, un baño, un estudio, una cocina y un comedor. Una puerta de la cocina conducía a un pequeño sótano; Evan se arriesgó a bajar y encendió una luz. Estaba vacío, excepto por el rincón, donde había una bolsa grande y negra cerrada con cremallera. Era una bolsa para cadáveres.
Evan abrió la cremallera.
Era Hadley Khan. Reconoció su cara, o lo que quedaba de ella. Llevaba varios días muerto. Habían cubierto su cuerpo con cal para reducir el incipiente olor a descomposición. Mostraba un disparo en la sien. Su cuerpo estaba retorcido y tieso en la bolsa, desnudo. Tenía marcas alargadas y rojas en la cara y en el pecho, le faltaban las manos y tenía la boca completamente abierta y sin lengua.
«Le he perdonado», había dicho Khan.
Evan se levantó, fue hacia la parte opuesta del sótano, apoyó la frente contra la fría piedra y respiró profundamente, estremeciéndose. «Khan lo hizo aquí; torturó y mató a su propio hijo por haberle desobedecido. Por traicionar el negocio familiar.»
¿Qué le habrían hecho a él sus padres si hubiese averiguado la verdad o amenazado con descubrirlos? No podía imaginarse eso. No. Nunca.
Oyó la voz de Khan: «Los conozco mucho mejor que tú».
Cerró la bolsa del cadáver y subió al estudio. Arrastró el cuerpo de Thomas Khan hasta el sótano y lo colocó junto al de su hijo. Volvió a subir y encontró una sábana doblada en el armario de uno de los dormitorios y cubrió ambos cadáveres con ella.