–¿Qué hay de sus efectos personales y sus cuentas? – preguntó Evan-. ¿Algo extraño?
Pettigrew rebuscó entre los papeles.
–Veamos… Un amigo, Thomas Khan, nos proporcionó información. – Desplazó el dedo por una lista-. Bast tenía dos cuentas bancarias diferentes, y un montón de dinero metido en su negocio editorial…
–¿Ha dicho Khan? ¿k-h-a-n? – deletreó Evan.
Era el mismo apellido que Hadley Khan. Ahí estaba la conexión de Evan con Bast. Carrie sacudió la cabeza. «No digas nada.»
–Sí. También tengo un expediente sobre Thomas Khan. – Pettigrew señaló el archivo y sacó una hoja de papel-. El señor Khan dijo que Bast tenía en sus manos una cantidad considerable de dinero en efectivo, pero no encontraron nada en la casa. Khan era un comerciante de libros raros y antiguos y dijo que Bast a menudo le pagaba en efectivo.
Carrie cogió el papel y leyó en alto el informe mientras lo ojeaba:
–Nacido en Pakistán en el seno de una familia importante. Se educó en Inglaterra. Su mujer era inglesa, una académica y estratega política de alto rango que trabajaba para iniciativas de defensa. Ningún problema con la ley. Conservador en la política, sirvió como director en una fundación británica que garantizaba apoyo económico a los rebeldes afganos contra los invasores soviéticos. Trabajó en la banca internacional durante muchos años, pero su auténtica pasión es Libros Khan, un emporio comercial de libros raros y antiguos situado en la calle Kensington Church que dirige desde hace treinta años. Se retiró de la banca hace diez y centró todo su interés en la tienda de libros. Enviudó hace doce años. Nunca se volvió a casar. Tiene un hijo, Hadley Mohammed Khan.
–Conozco a su hijo -dijo Evan-, Hadley. Es un periodista independiente.
Pettigrew se encogió de hombros; no le importaba. Su teléfono sonó en su bolsillo. Se excusó haciendo un gesto rápido con la mano y cerró la puerta al salir.
Evan echó un vistazo rápido a los archivos. Ninguna pista apuntaba a que Bast fuese también el señor Edgard Simms. Bedford se había metido la noche anterior en las bases de datos del registro de empresas y había averiguado que el Hogar de la Esperanza de Goinsville había sido comprado por una empresa llamada Beneficiencia Simms. La empresa se había constituido dos semanas antes de comprar el Hogar de la Esperanza y había vendido todos sus activos después del incendio. Si la CIA había enviado a Bast a comprar orfanatos, no había rastro de ello en sus archivos oficiales.
Evan volvió a la hoja sobre Thomas Khan.
–Libros raros y antiguos, y entre sus especialidades estaban las ediciones rusas. Bast traducía del ruso. Entonces ambos tenían contactos en la Unión Soviética, y ambos estaban mezclados en movimientos de rebelión: uno apoyando a escritores disidentes y el otro a los muyahidines en Afganistán.
–Así que los dos odiaban a los soviéticos. Eso no prueba nada -dijo Carrie.
–No, no lo prueba.
Pero Evan detectó un hilo conductor en todo aquello, simplemente no sabía todavía cómo cogerlo ni cómo seguirlo. Abrió el expediente sobre Hadley. No se trataba de un informe oficial de la CIA, como el de Thomas Khan, al que le habían abierto un expediente en la comisaría de Londres cuando ayudó a la policía en la investigación del asesinato de Bast; ni como el de este último, que había sido un agente a sueldo. Era lo poco que la gente de Pettigrew había reunido tras la apresurada solicitud de Bedford: la fecha de nacimiento de Hadley, estudios, entradas y salidas del Reino Unido e información financiera. Los informes escolares no eran impresionantes; el éxito y la brillantez de los padres eludieron al hijo. Hadley había pasado dos meses en un centro de desintoxicación de Edimburgo; había perdido dos buenos empleos en revistas y llevaba seis meses sin publicar nada. Pero la investigación aportaba información nueva: según su última novia, a la que engañó un oficial de la policía de Londres que la había llamado esa mañana fingiendo ser un colega de Hadley, últimamente éste se había alejado de su padre. La novia no sabía nada de él desde el jueves anterior, pero no parecía preocupada; Khan era un culo inquieto que iba a menudo al continente durante un par de semanas. Especialmente después de una discusión con su querido y viejo padre.
Para las fotos del archivo de Hadley habían elegido la de su permiso de conducir británico. Evan lo recordaba de aquel cóctel hacía mil años, en la escuela de cine: su amplia sonrisa demasiado entusiasta, sus ojos que guardaban un secreto.
–Así que Hadley Khan me anima de manera anónima a hacer una película sobre el asesinato de Alexander Bast, un amigo de su padre, pero nunca responde al correo electrónico en el que le preguntaba por qué -dijo Evan-. Y luego despega el día que muere mi madre. Hadley nunca mencionó ninguna conexión entre Bast y su padre en el material que me dio.
–Eso es muy extraño. Te habría facilitado la búsqueda. – Carrie tamborileó con los dedos sobre el archivo de Hadley-. Sabemos que existe una conexión entre nuestros padres, Bast y Khan. Eso no significa que exista una conexión directa entre Thomas Khan y nuestros padres.
Evan sintió un escalofrío.
–No es una coincidencia que Hadley escogiese la historia de Bast. Debe de conocer la conexión entre mis padres y Bast.
–Se acercó a ti, pero no te lo contó todo. Así que o bien se escabulló o bien lo detuvieron para que no se pusiese en contacto contigo de nuevo.
–Creo que se asustó; por eso lo hizo de manera anónima. Hadley tenía sus propios planes. Su novia dice que él y Thomas no se llevaban bien. Me pregunto… si se trata de venganza contra su padre.
–Sólo se trataría de venganza si su padre hubiese hecho algo malo.
Carrie se masajeó el hombro herido.
–¿Como estar involucrado en el asesinato de Bast?
Carrie se encogió de hombros.
–Eso podría interesar a las autoridades británicas, pero ¿por qué le interesaría a Jargo?
Se quedaron callados cuando Pettigrew volvió. Había hecho un bocadillo con la carne fría y el queso.
–Me ha llamado mi fuente en New Scotland Yard. No hay constancia de que Hadley Khan esté desaparecido. Nada indica que haya salido de Gran Bretaña ni que haya entrado en ningún país europeo en las últimas dos semanas. – Le pegó un mordisco enorme al sandwich-. Hemos llamado al móvil de Hadley tres veces esta mañana, pero no contesta.
–Haremos una visita a su padre, Thomas -propuso Evan.
–Éste es el mejor momento -dijo Pettigrew todavía con la boca llena.
–No hay que ponerlo sobre aviso entrando violentamente -dijo Pettigrew mientras aparcaba a un bloque de distancia de Libros Khan y colocaba un permiso de aparcamiento para residentes del distrito. Evan supuso que la policía británica se lo había dado a la CIA por cortesía profesional-. Sugiero que Evan vaya solo.
–¿Tú qué crees? – le preguntó Evan a Carrie.
–Khan puede huir -dijo Carrie-. Creo que debería estar preparada para seguirlo. – Señaló a la esquina de enfrente-. Puedo ponerme allí. Pettigrew, usted puede seguirlo de cerca si viene por este lado.
Pettigrew frunció el ceño.
–Deberíamos haber venido con un equipo de vigilancia. El Albañil no dijo nada de que esto se convertiría en una operación de campo. Tendría que haber alertado a Los Primos -dijo utilizando el término que solían emplear los servicios de inteligencia británico y estadounidense para referirse el uno al otro-. No podemos empezar a seguir a un tío en suelo británico sin permiso.
–Cálmese -le pidió Carrie-. Sólo quiero estar preparada.
–No me siento demasiado cómodo -dijo Pettigrew.
–Si hay algún problema, El Albañil se ocupará de él. No se acalore -dijo Carrie. Pettigrew asintió.
–Vale. Si Khan sale corriendo, usted lo sigue a pie y yo en coche.
–Ándese con ojo.
Carrie salió del coche, se puso unas gafas de sol y fue caminando hasta la esquina opuesta a la librería, fingiendo que hablaba por el móvil con un amigo.
–Tenga cuidado -le dijo Pettigrew a Evan.
–Lo tendré.
Evan salió del coche y pasó junto a una amalgama de tiendas de antigüedades, restaurantes de lujo y boutiques. La campanilla de la tienda de Libros Khan sonó al entrar. Era la última hora de la tarde y entre semana, y los únicos clientes del establecimiento eran una pareja francesa que exploraba una exposición de las primeras ediciones de Patricia Highsmith y Eric Ambler en gran variedad de idiomas. Evan se dio cuenta de que estaba fijándose en las puertas de salida y en las cámaras de vigilancia colocadas en cada esquina de la habitación.
«He cambiado. Siento como si tuviese que estar preparado para cualquier cosa en cualquier momento.»
Un hombre enjuto pero fuerte, bajo, elegantemente vestido con un traje hecho a medida y con el cabello gris ceniza vino hacia él. Sus zapatos brillaban como el azabache. Un pañuelo de seda azul asomaba por un bolsillo formando un triángulo impecable.
–Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?
Tenía la voz tranquila, pero fuerte.
–¿Es usted el señor Thomas Khan?
–Sí, soy yo.
Evan sonrió. No quería ser perspicaz.
–Estoy interesado en las primeras ediciones publicadas por Criterios, especialmente en la traducción de Anna Karenina y en la literatura de disidentes publicada en los años setenta.
–Estaré encantado de ayudarle.
–Creo entender que el propietario de Criterios, Alexander Bast, era un buen amigo suyo.
La sonrisa de Thomas Khan siguió resplandeciente.
–Sólo un conocido.
–Soy amigo de un amigo del señor Bast.
–El señor Bast murió hace mucho tiempo y apenas lo conocía.
Thomas Khan sonreía de manera bondadosa, pero parecía confundido.
Evan decidió correr el riesgo y lanzó otro nombre al extraño círculo que unía todas esas vidas.
–El amigo que me recomendó su tienda es el señor Jargo.
Thomas Khan se encogió de hombros y dijo rápidamente:
–Uno conoce a tanta gente… Ese nombre no me dice nada. Un momento, por favor, consultaré mis archivos. Creo que tengo varias copias de la edición de Karenina.
Y desapareció hacia la parte de atrás.
«Este hombre debe de haber mantenido un secreto durante décadas; que llegues tú y empieces a soltarle nombres no lo asustará. Pero si eres el primero que se lo suelta en muchos años… quizá lo pongas nervioso.» Evan se quedó en el sitio, observando a la pareja francesa. La mujer estaba ligeramente apoyada en el hombre mientras rebuscaban en las estanterías.
Esperó. No le gustaba que Khan estuviese fuera de su campo de visión; quizás estuviese escapando por la puerta de atrás. El nombre de Jargo podía ser como ácido sobre la piel. Evan pasó detrás del mostrador y giró en la esquina, ocupada por un escritorio antiguo sobre el que descansaban un ordenador, un refrigerador de agua y montones de libros, y siguió buscando a Thomas Khan.
Pettigrew observaba cómo Carrie fingía hablar por teléfono con la mirada fija en la entrada de la librería. Evan entró. Pasó un minuto; Pettigrew contó cada segundo. Sacó un maletín del asiento trasero de su sedán, salió del coche y se dirigió a la entrada de la librería.
Vio a Carrie mirándolo y levantó la mano haciendo una señal rápida y disimulada con la palma que significaba «espera». Ella se quedó quieta mientras Pettigrew se dirigía hacia la librería.
El laberinto de oficinas de la parte de atrás de la librería no llevaba a ningún sitio.
–¿Señor Khan? – dijo Evan en voz baja al entrar en la trastienda.
Estaba vacía. Thomas Khan no tenía ayudantes, ni secretarias ni aprendices de vendedor en su conejera. Evan oyó un leve sonido, dos pitidos agudos; quizás era una alarma anunciando que una puerta se había abierto y cerrado. Evan encontró la salida trasera; empujó la puerta y ésta se abrió. Daba a un pequeño camino de ladrillos y vio a Thomas Khan corriendo hacia la calle y mirando por encima del hombro.
–¡Deténgase!
Evan corrió tras él.
Pettigrew trabajaba mejor si recibía órdenes específicas. Ésa era la esencia de su vida: recibir órdenes en el colegio, en su familia, en la cama con su mujer. Entró en la librería, cerró la puerta y echó el cerrojo. Le dio la vuelta al cartel escrito a mano que decía «Cerrado». Nadie había salido ni entrado en la tienda después de Evan. Vio a éste meterse en la trastienda preguntando en voz baja: «¿Señor Khan?».
Una pareja hurgaba entre libros colocados sobre una mesa. La mujer murmuraba en francés al hombre señalando con consternación el precio de un volumen. Pettigrew sacó su pistola de servicio y con una sola mano temblorosa les disparó a los dos en la parte de atrás de la cabeza. El silenciador se escuchó dos veces. Cayeron al suelo y la sangre y sus sesos se esparcieron sobre una pirámide de libros. Habían pasado diez segundos.