Pánico – Jeff Abbott

–Sí, básicamente -respondió Dealey-. Recuerdo que escribí unos cuantos artículos sobre la empresa propietaria del orfanato después de que ardiese… porque ya sabes, acabó con unos veinte puestos de trabajo o así en la ciudad. La gente esperaba que lo reconstruyesen. Veinte puestos de trabajo son veinte puestos de trabajo.

–Bueno, buscaremos los artículos en la biblioteca -propuso Carrie.

«Esto es un callejón sin salida, no es nada. No puede ser -pensó Evan-. Ése es el quid de la cuestión: Goinsville es un callejón sin salida.» Alguien quería que fuese el final del camino para cualquiera que viniese buscando a los padres de Evan. «No puede ser. No puedes tener un negocio que se ocupa de cuidar niños y que todos los retazos de su historia desaparezcan…»

–Gracias por su tiempo -dijo Carrie.

–Veinte puestos de trabajo -dijo Evan de repente-. Dígame, ¿conoce a alguien que trabajase en el Hogar de la Esperanza que todavía siga vivo?

Dealey se mordió el labio, pensativo. La señora Todd salió de la cocina:

–Bueno, la mujer del primo de Dealey trabajaba en el orfanato como voluntaria. Les leía cuentos a los niñitos todos los miércoles, ¿sabe? Despertaba su interés por los libros, porque ya sabe que ésa es la clave del éxito. Me acuerdo porque Phyllis ganó un premio a la «Voluntaria del año» y mi suegra me dio la lata durante semanas para que me presentase como voluntaria. Ella podría ayudaros o daros los nombres de los empleados.

–¿Por casualidad vive todavía por aquí cerca? – preguntó Evan-. Podría enseñarle fotos de mi padre y de mi madre a ver si se acuerda de ellos.

–Claro -respondió Dealey-. Phyllis Garner vive a cinco calles de aquí.

–Phyllis no tiene ni un pelo de tonta -añadió la señora Todd-. Lástima, cariñito mío, que eso no sea común en tu familia.

Con una rápida llamada de teléfono se informaron de que la señora Garner estaba en casa, viendo el mismo culebrón que la señora Todd. Condujeron cinco calles más con Dealey Todd hasta una casa de ladrillo perfectamente conservada a la que daban sombra unos robles gigantes. La señora Garner llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de color lavanda, iba perfectamente peinada y tenía como mínimo ochenta y cinco años.

Mediante un gesto, Phyllis Garner los invitó a sentarse en un sillón con estampado floral.

–Sé que ha pasado mucho tiempo, señora. – Evan le mostró fotos actuales de sus padres-. Sus nombres eran Arthur y Julie Smithson.

Phyllis Garner estudió la foto.

–Smithson. Creo que recuerdo ese nombre. ¡James! – Phyllis llamó a su nieto, que andaba haciendo chapuzas en el garaje-. Ven a ayudarme un minuto.

Y ambos desaparecieron en un sótano, dejando a Dealey, a Evan y a Carrie hablando del tiempo y de fútbol universitario, dos de los más vivos intereses de Dealey.

Phyllis volvió quince minutos después, llena de polvo, pero sonriente. Su nieto traía una caja. La puso en la mesa del café y se marchó a terminar de hacer sus chapuzas.

Phyllis se sentó entre Evan y Carrie, abrió la caja y sacó un álbum de recortes amarillento.

–Fotos de los niños. Recuerdos. Me hacían dibujos y los firmaban «para la señorita Phyllis». Había una niña que siempre firmaba «para mi mamá»; me decía que necesitaba practicar conmigo para el día que tuviese una madre de verdad. Me rompía el corazón. Quise traérmela a casa, pero mi marido no quiso ni oír hablar de ello, y fue la única discusión que nunca gané. Mi corazón sufría por aquellos niños. Nadie los quería. Eso es lo peor del mundo, que no te quieran. Espero que reconozcas a tus padres aquí.

Y fue pasando las páginas. Phyllis Garner era hermosa, radiante y probablemente el sueño de todo huérfano. Evan se preguntó si la señora Garner había sido consciente del doloroso anhelo de esos niños desamparados por que ella los agarrase de la mano y les dijese «Te vienes conmigo». Hubiese sido más fácil si un ángel como aquél hubiese mantenido las distancias.

Señaló una foto con un grupo de seis o siete niños. Los ojos de Evan se dirigieron primero a los niños, buscando a su padre y a su madre en cada uno de los rostros. No. No eran ellos. Luego se fijó en el hombre que estaba detrás de los chavales.

Era bajo y tenía poco pelo, pero no estaba calvo del todo.

Llevaba gafas y una estrecha barba académica. Pero la forma de su cara y la seguridad de su actitud eran las mismas. Evan había visto esa cara varias veces en los recortes de noticias que le habían enviado de forma anónima en su conferencia cuatro meses atrás. La sonrisa del hombre era hermética, como si encerrase la fascinante personalidad que lo había convertido en toda una fuerza en Londres.

Alexander Bast.

–Ese hombre, ¿quién es? – preguntó Evan, manteniendo un tono tranquilo.

Phyllis pasó la página; tenía una lista de nombres en la parte de atrás escrita con una cuidada letra cursiva.

–Edward Simms. Era el propietario de la empresa que llevaba el Hogar de la Esperanza. Sólo vino aquí una vez, que yo recuerde. Le pedí que posase con un grupo de niños, en honor a su visita. Dios mío, sonrió; pero cualquiera hubiera pensado que le había tirado un balde de agua hirviendo por encima. Actuaba como si los niños estuviesen sucios. El resto de las señoras lo encontraban encantador, pero a mí no me hace falta oír el cascabel para reconocer a una serpiente.

Carrie le agarró el brazo a Evan con fuerza. Sin decir ni una palabra, señaló a un chico alto y delgado situado al lado de Bast. Su cara mostraba conmoción.

–¿Qué ocurre, querida? – preguntó Phyllis.

Capítulo 29

Después de un largo rato Carrie dijo:

–Nada. Pensé que…, pero no era nada.

–¿Estás bien? – preguntó Evan.

Ella asintió:

–Estoy bien.

–Éste fue el último grupo de niños que llegaron antes del incendio, creo… -Phyllis Garner dejó el libro de recortes abierto en su regazo y recorrió la página con los dedos-. Recuerdo que eran tímidos al principio. Y por supuesto, eran niños más mayores, no bebés. Era una pena que todavía no los hubiesen adoptado. La gente quería bebés.

Carrie señaló a un niño alto y desgarbado.

–Estaba en la foto con el señor Simms.

Siguió agarrando el brazo de Evan.

Phyllis sacó la foto de la funda de plástico.

–Escribí sus nombres en la parte de atrás… Richard Allan. – Miró a Carrie con preocupación-. Cielo, ¿estás bien? Todavía pareces afectada.

–Sí, estoy bien, gracias. Tiene razón, es triste que estos niños más mayores no encontrasen un hogar. – La voz de Carrie volvía a sonar normal.

–Era tan injusto -dijo Phyllis-. Sólo buscaban bebés. Éste era un grupo de niños interesante. Guapos, brillantes, claramente bien cuidados y hablaban de forma muy correcta. En el orfanato veías niños para los que la esperanza había desaparecido. No sólo la esperanza de encontrar una familia, sino también la de tener una vida más allá de trabajos precarios. Los huérfanos tienen que librar una batalla cuesta arriba, pero estos niños no parecen destrozados para nada.

Evan pasó una página. Una foto de dos niñas adolescentes con un chico entre ellas, de pelo espeso y castaño, una amplia sonrisa en el rostro, unas pecas desperdigadas por las mejillas y un pequeño hueco entre los dientes delanteros.

Jargo. Seguía teniendo aquellos mismos ojos, fríos y cómplices.

–¡Dios mío, Dios mío! – dijo Carrie.

Fue casi un gemido. El sudor empezó a recorrer la espalda de Evan.

–¿Has encontrado a tu padre? – preguntó Phyllis alegremente.

Evan miró el resto de la página. Dos fotos más abajo había dos niños y una niña rubia con los ojos verdes, de una belleza que llamaba la atención pero con un aire serio. Un chico a su lado sostenía una pelota de fútbol, sudoroso después de jugar, con el cabello rubio y peinado de lado, sonriendo y preparado para conquistar el mundo.

Mitchell y Donna Casher preadolescentes, congelados en el tiempo, como Jargo.

–¿Puedo? – preguntó Evan.

–Por supuesto -respondió Phyllis.

Sacó la foto de la cubierta de plástico y le dio la vuelta. Se leía: «Arthur Smithson y Julie Phelps», escrito con la caligrafía perfecta de Phyllis.

–Smithson -repitió Phyllis-. ¡Eso es! ¿Son tu familia?

–Sí, señora -respondió Evan con voz ronca y forzando una sonrisa.

–Cielo, entonces puedes llevarte la foto, es tuya. ¡Ay, estoy tan feliz de haber podido ayudarte!

Carrie le apretó más el brazo a Evan.

–Phyllis, ¿alguno de los niños de este grupo murió en el incendio?

–No. Los que murieron eran niños más pequeños. Los niños mayores consiguieron salir todos.

–¿Recuerda adónde fueron después del incendio? ¿A algún otro orfanato en particular? – preguntó Evan.

–No, lo siento. Ni siquiera sé si me informaron. – Phyllis se recostó en la silla-. Nos dijeron que era mejor que no siguiésemos en contacto con los niños.

–¿Sería posible que nos prestara estas fotos? Podemos hacer copias, escanearlas para pasarlas a un ordenador y devolvérselas antes de marcharnos del pueblo -sugirió Evan-. Nos haría un gran favor.

–Nunca hice lo suficiente por aquellos niños -contestó Phyllis-. Me alegro de que por fin alguien se interese. Llevaos las fotos con mi bendición.

Después de despedirse de Phyllis y de Dealey, se dirigieron al aeropuerto, donde un ordenador y un escáner les esperaba en el avión.

–Mi padre… -dijo Carrie con voz temblorosa-. Aquel chico de la foto que está al lado de Bast es mi padre, Evan. ¡Dios, es mi padre!

–¿Estás segura?

–Sí. Nuestros padres se conocían. Conocían a Jargo cuando eran niños. – Señaló una de las fotos-. Richard Allan. El nombre de mi padre era Craig Leblanc, pero es él, sé que es él. No vayamos aún al avión; entremos un momento a tomar un café, por favor.

Se sentaron en una esquina de un restaurante de Goinsville. Eran los únicos clientes, a excepción de una pareja mayor sentada en una mesa con bancos corridos que intercambiaba sonrisas y miradas soñadoras, como si estuviesen en la tercera cita.

–Entonces, ¿qué demonios significa esto? – Carrie examinó la foto de su padre como si en ella pudiese encontrar las respuestas. Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Evan, míralo. Parece tan joven, tan inocente. – Se enjuagó las lágrimas-. ¿Cómo es posible?

Aquel hombre perverso que había entrado en sus vidas, Jargo, por lo visto hundía sus raíces mucho más profundamente en sus vidas de lo que Evan jamás hubiese imaginado. Aquello entrelazaba su existencia con la de Carrie incluso antes de nacer, lo cual le asustaba: hacía que aquella maldición pareciese una sombra amenazante sobre ellos, bajo cuya oscuridad ninguno de ellos era consciente de vivir.

Evan respiró profundamente para tranquilizarse. Decidió que había que encontrar un orden en ese caos.

–Revisémoslo. – Repasó los hechos usando los dedos de las manos-. Nuestros padres y Jargo estuvieron juntos en el orfanato. El Hogar se quemó junto con todos los registros. Los niños se dispersaron. El Palacio de Justicia del condado se quemó un mes después y todos culparon a un pirómano que se suicidó. Alexander Bast, un agente de la CIA, tiene un orfanato bajo un nombre falso.

–Pero ¿por qué?

–La respuesta la tenemos delante de nosotros, si estuviéramos investigando el pasado de estos niños. Los registros. Los certificados de nacimiento. Se podría crear una identidad falsa fácilmente, utilizando Goinsville y el orfanato como lugar de nacimiento. Puedes decir, sí, yo nací en el Hogar de la Esperanza. ¿Mi certificado de nacimiento original? Por desgracia se quemó en un incendio.

Carrie frunció el ceño.

–Pero el estado de Ohio habría emitido unos nuevos, ¿no? Habría reemplazado los registros.

–Sí, pero basándose en la información aportada por Bast -dijo Evan-. Éste podría haber falsificado los registros para reivindicar que todos los huérfanos que vivían en el Hogar de la Esperanza habían nacido allí. Quizás esos niños tenían identidades diferentes antes de llegar al orfanato. Pero llegaron aquí y eran Richard Allan, Arthur Smithson y Julie Phelps. Después del incendio tendrían nuevos certificados de nacimiento con esos nombres, para siempre y sin preguntas. Y luego simplemente pedirían un nuevo certificado de nacimiento a nombre de docenas de niños en Goinsville.

Carrie asintió:

–Una fuente de identidades nuevas.

Evan bebió un trago largo de café. No podía apartar los ojos de la foto: su madre había sido tan hermosa y su padre parecía tan inocente…

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