Pánico – Jeff Abbott

Otra familia muerta, como los Merteuil en Bélgica, como los Petersen en Sudáfrica y como los Rendon en Nueva Zelanda. Pero no habían muerto, simplemente se habían esfumado. A menos que este Smithson de Washington no fuese ahora el Smithson que vendía seguros en Dakota del Sur o el Smithson que enseñaba Shakespeare en Pomona.

¿Qué le había dicho Gabriel durante su violento viaje en coche saliendo de Houston?: «Te diré quién soy. Te diré quién eres tú». Evan pensó que estaba loco, pero quizá no lo estuviese.

Se quedó mirando el nombre del niño desaparecido: Robert Smithson. Aquel nombre no le decía nada.

Entró en un directorio de teléfonos en internet, introdujo el nombre de Bernita Briggs, y buscó en Virginia, Maryland y Washington DC. Le salió un número en Alexandria. ¿Se arriesgaría a llamar desde el teléfono móvil robado? El Albañil lo sabría, seguro que tenía acceso al registro de llamadas. No, era mejor esperar. Si El Albañil sabía que la llamaba podría ponerla en peligro.

Anotó el nombre de Bernita Briggs y se marchó, seguro de que el camarero no le quitaba los ojos de encima. Se preguntaba si era paranoia, si ésta se había apoderado de él y se había asentado en su mente, cambiando quien era para siempre.

Capítulo 21

La casa estaba situada en un extremo del distrito de las artes de Montrose, en una calle con casas más antiguas, la mayoría de ellas arregladas con orgullo, otras viejas y abandonadas. Evan pasó junto a la casa del hermanastro de El Turbio dos veces, luego aparcó dos calles más allá y fue caminando, con el petate colgado del hombro. La gorra y las gafas de sol lo hacían sentirse como un ladrón esperando a la puerta de un banco. En el jardín lleno de maleza había un cartel de «Se vende», y una funda llena de folletos esperando a ser recogidos por manos curiosas. Todas las cortinas de la casa estaban cerradas y se imaginaba a la policía esperando, o a Jargo entregándole una maleta llena de dinero a El Turbio, o a El Albañil y a los matones del gobierno sonriéndole a través de los encajes de las cortinas. Recordaba haber entrevistado aquí al hermanastro de El Turbio, Lawan, para El más mínimo problema; Lawan era un tipo inteligente y amable, callado cuando El Turbio gritaba, y diez años mayor que éste. Llevaba una panadería y su casa siempre olía a canela y a pan.

Evan esperó en la esquina de la calle, cuatro casas más abajo.

El Turbio llegaba diez minutos tarde. Llegó solo y caminó hasta delante de la puerta sin mirar a Evan. Éste lo siguió un minuto más tarde, abrió la puerta principal sin llamar. El interior de la casa olía ahora a polvo en lugar de a especias y a harina. Allí no vivía nadie.

–¿Dónde está Lawan? – preguntó Evan.

El Turbio se puso junto a la ventana y echó un vistazo fuera para ver si alguien había seguido a Evan.

–Murió, hace dos meses. El sida se lo llevó.

–Lo siento mucho. Ojalá me hubieses llamado.

El Turbio se encogió de hombros.

–¿Cuándo fue la última vez que me llamaste, sólo para ver cómo estaba?

–Sigo diciendo que lo siento.

–No tienes por qué hacerlo. Volvamos al tajo, hijo.

Evan esperó.

–He gorroneado un poco de pasta para ti. Pero si te cogen mantendrás mi nombre fuera de todo esto.

–¿Por qué estás tan enfadado conmigo?

El Turbio encendió un cigarro.

–¿Por qué crees que estoy enfadado?

–En la CNN te comportaste como si te hubiese timado. No hice mucho dinero con la película, Turbio. No soy Spielberg. No te prometí una carrera en la industria del espectáculo, no pude prometerte eso.

–Estar en tu película me hizo probar una vida mejor, Evan, mejor de la que tenía aquí. Mejor de la que podría haber tenido cuando traficaba. – Observaba a Evan entre el humo-. ¿Sabes? Cuando se estrenó El más mínimo problema quise incluso hacer una película. Intenté escribir un guión. Fui a clases. Pero ni siquiera pude enlazar dos escenas. No me dio la cabeza para eso.

–¿Por qué no me lo dijiste? Te habría ayudado con el guión.

–¿Ah sí? Creo que eras un muchacho blanco muy ocupado después del gran éxito de El más mínimo problema. Cuando te metes en tu trabajo no prestas tanta atención a la gente. Tienes razón, conseguí la libertad gracias a tu documental. Pero tú conseguiste tu carrera porque yo te dejé rodar mi historia. Ésa es una deuda que tampoco podrás pagarme.

Turbio, lo siento. No tenía ni idea. Te lo debo, y te lo agradezco. Lo siento si no te lo dije antes.

El Turbio le ofreció la mano y Evan se la estrechó.

–Todo tu maldito mundo se reduce a deberle algo a otro tonto. Así que no pasa na, ahora estamos en paz. Si estaba enfadado… bueno, tú limitaste mis opciones profesionales.

–No te entiendo.

El Turbio se le acercó en la quietud de la casa.

–Por aquel entonces todavía pasaba droga, Evan. Sí, aquel cabrón de Henderson me tendió una trampa, puso la coca en mi coche. Pero un par de días antes llevaba kilos de coca en el maletero. Un montón más.

Evan se le quedó mirando fijamente.

–Realmente pensabas que era inocente, puro como la nieve. – El Turbio sacudió la cabeza-. Evan, yo tenía la nieve. – Se rió de su propio chiste-. Pero cuando hiciste la peli ya no pude seguir pasando más. Mi cara era demasiado conocida y yo soy el tío inocente con el que la policía se equivocó. Tú despertaste mi interés por las películas, pero no tengo ni puta idea de cómo hacerlas. Así que soy guardia de seguridad. Eso es todo lo que me dejaste. A veces, la libertad es como un callejón sin salida del que no puedes escapar.

–Lo siento, Turbio.

–No te preocupes más por eso.

Turbio le dio la maleta. Evan se sentó en el suelo y la abrió. Había unos cientos de dólares, todos en billetes usados de diez y de veinte.

–Cuéntalo. Son unos mil. Eso es todo lo que te puedo dejar.

–No necesito contarlo. Gracias.

–Lawan tenía un portátil, puedes quedártelo.

–Gracias, Turbio. Muchas gracias. – Evan suspiró para ocultar cómo se le quebraba la voz-. Sabía que podía confiar en ti. Sabía que no me dejarías tirado.

–Evan. Escúchate a ti mismo. ¿Crees que nunca vi la pena en tu cara? ¿Que nunca escuché ese tono de voz que me decía que me estabas haciendo un favor que cambiaría mi vida? No eres tan listo como quieres aparentar, chico. Ahora tú eres el que se ha venido abajo. Ahora eres tú el que necesita que te echen una mano. Ahora eres tú el que parece una mierda de perro pegada a la suela de un zapato.

–Nunca me diste pena.

–No te creías que pudiese librarme por mí mismo de la cárcel.

–No podías.

–La rueda de la fortuna hizo que llamases a mi puerta y me ayudases. Pero quiero que despiertes y veas el mundo tal y como es, porque no sabes lo que es tener problemas, verdaderos problemas. Confié en ti porque no tenía elección. Tú has confiado en mí cuando no has tenido tampoco elección, Evan. Tienes otros amigos a los que podrías haber acudido, más listos que yo. No confíes en nadie a menos que no tengas otra opción. Ése es mi lema. – El Turbio alargó el brazo y estrechó el hombro de Evan-. Estuve pensando en lo que me dijo esa Galadriel Jones. Me dijo que si venías por aquí la llamase a este número y me daría cinco mil pavos en efectivo, libres de impuestos.

–Pero no has llamado.

–¿Tú qué crees?

–No. Porque valoras mucho el respeto y ella está intentando sobornarte, engañarte.

–Fingí que la escuchaba, y claro que me sentí tentado. Eso es más de dos años de sueldo limpiándoles el culo a los mocosos de Pinos de la Toscana. Pero ¿sabes qué? Que le den. Puede que haya mentido y robado alguna vez, pero no me van a comprar.

–Me alegro, Turbio. Gracias.

–De nada.

–Necesito que me prestes un teléfono. Y necesito usar el ordenador de tu hermano. ¿Estaremos seguros aquí durante un rato?

–Sí, a menos que el agente inmobiliario aparezca para enseñar la casa. – El Turbio se encogió de hombros-. Aunque no creo.

Evan sudó durante los cuatro tonos.

–¿Sí? – dijo una voz de mujer, desgastada por el uso de toda una vida.

–Hola, ¿podría hablar con la señora Briggs?

–Vendas lo que vendas estoy segurísima de que no quiero nada.

–No soy un vendedor, señora. Por favor, no cuelgue… usted es la única persona que puede ayudarme.

El ego de la anciana no pudo resistir esa súplica.

–¿Quién es?

–Me llamo David Rendon. – En el último momento decidió no utilizar su verdadero nombre; la gente mayor estaba a menudo enganchada a las noticias, así que tomó una de las identidades falsas de los pasaportes-. Soy reportero del Post.

La mujer no reaccionó ante esto, así que Evan fue al meollo directamente:

–La llamo para ver si recuerda a la familia Smithson.

Se produjo un silencio durante diez largos segundos.

–¿Quién dijo que era usted?

–Un reportero del Post, señora. Estaba buscando entre los archivos y vi la historia de que sus vecinos desaparecieron hace veinte años. No encontré más seguimiento de la historia y me interesaría saber lo que les ocurrió a ellos y a usted.

–¿Pondrá mi foto en el periódico?

–Apuesto a que podría hacerlo.

–Bueno. – La señora Briggs bajó la voz hasta alcanzar un ensayado tono de conspiración-. No, los Smithson no volvieron a aparecer. A ver, aquella casa era un sueño, perfecta para una familia joven, y simplemente van y se marchan. Increíble. Me había encariñado con su bebé, y también con Julie. Arthur era un imbécil. No le gustaba hablar.

Al parecer ser reservado era claramente un crimen para la señora Briggs.

–Pero ¿qué pasó con su casa?

–Bueno, no habían terminado de pagar la hipoteca y el banco la revendió por medio de un agente inmobiliario de la zona.

No estaba seguro de qué preguntar ahora.

–¿Eran una familia feliz?

–Julie estaba tan sola… podías vérselo en la cara, en su forma de hablar. Una chica asustada, como si el mundo se hubiese ido dejándola atrás. Me dijo que estaba embarazada y recuerdo que me pregunté «¿Por qué hay miedo en la cara de esta dulce chica?». Era la noticia más feliz que le podrían dar y parecía que se le venía el mundo encima.

–¿Alguna vez le dijo por qué?

–Pensé que no era feliz en su matrimonio con ese tipo tan seco. El niño la ataba.

–¿Sugirió alguna vez la señora Smithson que quisiese escapar? ¿Adoptar otro nombre?

–Dios mío, no. – La señora Briggs hizo una pausa-. ¿Es eso lo que ocurrió?

Evan tragó saliva.

–¿Alguna vez oyó mencionar el apellido Casher?

–No que yo recuerde.

Había pasado su niñez en Nueva Orleans mientras su padre acababa su master en informática en Tulane. Cuando Evan tenía siete años se mudaron a Austin. Creía que había nacido en Nueva Orleans.

–¿Alguna vez le mencionaron Nueva Orleans?

–No. ¿Qué ha averiguado sobre ellos?

–He encontrado algunas piezas que no encajan demasiado bien -suspiró-. ¿No será usted una chamarilera, verdad, señora Briggs?

Esbozó una delicada y cálida sonrisa.

–El término educado es «coleccionista».

–¿Guardó alguna foto de los Smithson? Como usted y Julie eran tan íntimas…

De nuevo silencio.

–La tenía, pero se la di a la policía.

–¿No se la devolvieron?

–No, se la quedaron y no me la devolvieron. Supongo que debe de estar todavía en el archivo del caso. Si es que lo hay.

–¿No tenía ninguna otra foto?

–Creo que me quedé con una foto suya de Navidad, pero no sé donde puede estar. No viajaban en Navidad. No tenían familia, sólo se tenían el uno al otro. Se conocieron en un orfanato, ¿sabe?

–¿En un orfanato?

–Es una historia muy a lo Dickens: Oliver Twist casado con la pequeña Nell. Un año no pude ir a casa de mi hermana a causa de una tormenta de nieve, así que pasé la Nochebuena con los Smithson. Arthur estaba borracho. No me quería allí. Eso avergonzaba a Julie, podía notarlo, pero pudimos pasar un rato agradable cuando Arthur se quedó dormido. – Sacudió la cabeza-. No entiendo la presión que se infringe la gente a sí misma. Los envejece. Yo nunca me preocupo.

Una madre indecisa, un padre borracho. No parecían sus padres.

–Señora Briggs, si tiene otra foto de los Smithson le agradecería mucho que me la enviase.

–Y lo haría si me dijese quién es realmente. No creo que sea reportero, señor Rendon.

Evan decidió ser sincero. Confiar en ella, porque necesitaba la información.

–No lo soy. Me llamo Evan Casher. Siento decepcionarla.

–Entonces ¿quién es?

Esto era un gran riesgo. Podía equivocarse. Pero si no lo intentaba estaría en un callejón sin salida.

–Creo que soy Robert Smithson.

–¡Ay Dios mío! ¿Es una broma?

–No es el nombre con el que me crié, pero encontré una conexión entre mis padres y los Smithson. – Hizo una pausa-. ¿Tiene usted acceso a internet?

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