Pánico – Jeff Abbott

–Bueno, como dijiste un par de mentiras sobre mí, puedes ayudarme y haremos borrón y cuenta nueva. Necesito dinero en efectivo.

–¿Crees que soy un cajero automático? – El Turbio se bajó las gafas de sol para que Evan pudiera verle los ojos-. Soy guardia de seguridad, no tengo dinero.

–Sé que puedes conseguirlo, Turbio. Tienes contactos.

–Ya no. Saca de aquí tu culo sin contactos.

–Es curioso que el hecho de que te libren de un crimen cree esta ola de gratitud -dijo Evan-, teniendo en cuenta que ni siquiera tenías un buen abogado cuando te conocí.

–No estoy en deuda contigo para siempre, Evan.

–Sí, en realidad sí. Sin El más mínimo problema aún tendrías tu culo en la cárcel, Turbio. Y sí, estarás en deuda conmigo para siempre.

El Turbio cerró los ojos.

–Estás en un lío. Si te ayudo seré un criminal.

–No, serás un amigo.

–Olvídame, tío.

–La cagué con la gente equivocada, igual que hiciste tú hace años, y quieren matarme para que el problema desaparezca. Necesito dinero en efectivo y un ordenador.

–Pues hazte una película y explícaselo al mundo. – El Turbio negó con la cabeza-. Lo siento, de ninguna manera, no puedo hacerlo.

–¿Sabes una cosa? No me merecías ni como abogado ni como amigo. Siento haberte molestado. Tú vives tu vida en libertad. Eres libre para quejarte y ponerme a parir. Agradécemelo cuando pienses en eso.

El Turbio se le quedó mirando y volvió a colocarse las gafas en su sitio.

Evan encendió el motor de la camioneta.

–Si viene alguien por aquí preguntando por mí, diles que no me has visto. Pero no te sorprendas si te matan para borrar su rastro.

Empezó a dar marcha atrás y El Turbio le puso la mano en la puerta. Evan se detuvo.

–Recibí una llamada, después de salir en la CNN. Una señora. Dijo que se llamaba Galadriel Jones. Dijo que trabajaba para la revista Film Today. Me preguntó si sabía algo de ti o si sabía dónde estabas, en plan exclusiva, y que me daría cinco mil dólares en efectivo y por debajo de la mesa.

Evan conocía Film Today. Era una publicación especializada, pequeña pero influyente, y no se creía por nada del mundo que un reportero pagase cinco mil dólares a un soplón; una revista como aquélla no podía permitírselo.

–¿Qué te pareció la mujer?

–Demasiado agradable y dulce.

–¿Te dio un número de teléfono?

–Sí. Me dijo que no llamara a la revista, que la llamara a su número.

–Te están tomando el pelo, Turbio. No te va a pagar. Creo que la gente que mató a mi madre tiene a mi padre. La única forma de que estés a salvo es ayudándome.

El Turbio se estalló los nudillos, y juró en voz baja. Se inclinó por la ventana.

–No me gusta que jueguen conmigo. Ni tú ni ellos.

–Soy el único que está siendo honesto contigo. Siempre lo he sido, pienses lo que pienses… Por favor, ayúdame.

El Turbio miró a Evan con dureza.

–¿Te acuerdas de dónde está la casa de mi hermanastro, en Montrose?

–Sí.

–Reúnete allí conmigo dentro de dos horas. Si no estás cuando llegue no esperaré, y nunca nos habremos visto ni habremos hablado, y nunca más volverás a buscarme.

Volvió a su coche, esperó a que Evan arrancase y luego salió pitando del aparcamiento.

Evan fue en la dirección contraria, comprobando si estaban observándolo desde algún coche.

El siguiente robo: un ordenador.

No podía ir a Joe’s Java, había demasiada gente que lo conocía allí. Recordó una cafetería no muy concurrida llamada Caffiend cerca de Bisonnet y Kirby, que normalmente reunía a numerosos estudiantes de la Universidad de Rice. Años atrás, cuando estudiaba audiovisuales, había editado una película en su ordenador y había dejado el aparato en la mesa para ir a pedir un café; siempre había gente maja por allí que podía vigilarlo. Los usuarios de portátiles eran confiados.

Puede que El Turbio no apareciese con el dinero, y mucho menos con un ordenador. Ya había robado una camioneta que era el orgullo de alguien; así pues, también podía robar un ordenador. La vergüenza lo invadió. Pero si necesitaba algo, lo robaría. Estaba en juego su supervivencia.

Mientras entraba en el café se preguntó en quién se estaba convirtiendo.

Se puso las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y se pasó la mano por el pelo negro, que ahora llevaba más corto. La tienda estaba llena, casi todas las mesas estaban ocupadas y un flujo constante de clientes compraba cafés para llevar.

En un mostrador situado a lo largo de la pared había una fila nueva de ordenadores con acceso a internet. No tendría que robar un ordenador, aquello era justo lo que necesitaba. Su próximo delito podía esperar.

Se compró un café e inspeccionó a la multitud. Nadie le prestaba atención. Era anónimo. Le dio la espalda a la habitación, notó el sudor que le bajaba por las costillas. Abrió un buscador en uno de los ordenadores. Era el único que estaba utilizando los sistemas del establecimiento, la mayoría de la gente se había traído su propio aparato.

Entró en Google y buscó «Joaquín Gabriel». Ninguna coincidencia total; había pocos hombres en este mundo que se llamasen así. Luego añadió «CIA» a los términos de búsqueda y obtuvo una lista de enlaces. Titulares de The Washington Post y de Associated Press.

«Las alegaciones del veterano espía son «erróneas», dice la CIA», y cosas por el estilo. La mayoría de los artículos eran de hacía cinco años. Evan los leyó todos.

Joaquín Gabriel había pertenecido a la CIA, antes de que el bourbon y la paranoia se apoderasen de él. Estaba encargado de identificar y de llevar a cabo operaciones internas para cazar a personal de la CIA que se había pasado al otro bando, trabajo conocido como cazatraidores. Gabriel había lanzado una serie de acusaciones cada vez más escandalosas en las que culpaba a colegas de la CIA de colaborar con grupos mercenarios de inteligencia imaginarios y de realizar operaciones ilegales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Gabriel acusó a la gente equivocada, entre ésta algunos de los agentes más respetados y antiguos de la Agencia. Pero sus alegaciones fueron difíciles de creer debido a su alcoholismo y a la absoluta falta de pruebas. Se marchó repentinamente con una pensión del gobierno y sin hacer comentarios. Volvió a su ciudad natal, Dallas, y montó un servicio de seguridad para empresas.

¿Por qué su madre le confiaría sus vidas a este hombre, a un desgraciado alcohólico?

No tenía sentido, a menos que Gabriel acertase de pleno en su teoría. Grupos mercenarios de inteligencia, espías independientes, asesores; todo lo que dijo que era Jargo.

Por eso mamá acudió a Gabriel. Sabía que le creería; ella tenía la prueba que justificaría a Gabriel, la que rescataría su carrera.

Tuvo otra idea. Los nombres de los pasaportes de su padre: Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson. «Tú tampoco sabes una mierda de tus padres.» Gabriel se refería a algo más que la vida habitual e inimaginable de sus padres antes de que él naciese, a algo más que a sus sueños y pensamientos ocultos. Se refería a algo más que a remordimientos de juventud, a esperanzas frustradas o a una ambición que nunca le hubiesen mencionado y dejasen morir en el olvido.

Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson.

Primero buscó por Merteuil. La mayoría de los enlaces hacían referencia a Merteuil como el apellido de la maquiavélica y viciosa aristócrata de la novela francesa Las amistades peligrosas, de la que habían realizado varias adaptaciones cinematográficas, protagonizadas por actrices como Glenn Close o Annette Bening. Se preguntaba si significaba algo, un alias basado en el tramposo personaje. Luego encontró una referencia a una familia belga con ese apellido que había muerto hacía cinco años en las inundaciones del río Meuse. Los Merteuil muertos tenían los mismos nombres que su familia en los pasaportes belgas: Solange, Jean-Marc y Alexandre.

Rendon produjo muchísimos resultados, y precisó la búsqueda con su alias: David Edward Rendon. Encontró una página web creada para combatir la conducción bajo los efectos del alcohol en Nueva Zelanda y mostraba una larga crónica de gente muerta en accidentes como argumento candente para solicitar penas más duras. Una familia había muerto en un horrible choque en las montañas Coromandel, al este de Auckland, a principios de los años setenta. James Stephen Rendon, Margaret Beatrice Rendon y David Edgard Rendon. Los tres nombres de los pasaportes.

Buscó los nombres de los Petersen. La misma historia. Una familia que murió mientras dormía en un incendio en Pretoria por inhalación de humo.

Secuestraban familias muertas y él y sus padres se preparaban para suplantar sus identidades.

El café le subió desde el estómago como si fuese bilis.

La naturaleza de una buena mentira era abrazar la verdad. Él era Evan Casher y además se suponía que era Jean-Marc Merteuil, David Rendon, Eric Petersen. Cada nombre era una mentira esperando a ser vivida por toda su familia.

Excepto el único nombre que no coincidía con sus pasaportes falsos ni con los de su madre: Arthur Smithson.

La búsqueda de este nombre sólo produjo unos enlaces dispersos. Un Arthur Smithson agente de seguros en Sioux, Dakota del Sur. Un Arthur Smithson que enseñaba inglés en un colegio de California. Un Arthur Smithson que se había evaporado de Washington DC.

Seleccionó el enlace de una historia de The Washington Post.

Era una noticia sobre una desaparición sin resolver en la zona de Washington. Mencionaba el nombre de Arthur Smithson, así como muchos otros: adolescentes fugitivos, niños desaparecidos, padres en paradero desconocido. Entró en el enlace de Smithson y encontró una historia que se remontaba veinte años atrás:

SE SUSPENDE LA BÚSQUEDA DE
LA FAMILIA DESAPARECIDA

Por Federico Moreno, reportero

Hoy ha sido suspendida la búsqueda de una joven pareja de Arlington y de su hijo, a pesar de la insistencia del vecindario en lo extraño de que la pareja hubiera cogido los bártulos sin despedirse. Arthur Smithson, traductor free lance de veintiséis años; su mujer Julie, de la misma edad, y su hijo de dos meses, Robert, desaparecieron de su hogar de Arlington hace tres semanas. Preocupado tras varios días sin ver a la señora Smithson y al pequeño Robert jugar en el jardín, un vecino llamó a la comisaría de Arlington. La policía entró en la casa y no halló signos de forcejeo, y se encontró con que las maletas y la ropa de los Smithson habían desaparecido. Sus dos coches, sin embargo, seguían en el garaje.

«No tenemos razones para sospechar de un acto criminal -afirma Ken Kinnard, portavoz del departamento de policía de Arlington-. Nos encontramos en un callejón sin salida. No tenemos explicación de dónde están. Hasta que tengamos más información, no podemos proseguir la investigación.»

«La policía tiene que esforzarse más», protesta Bernita Briggs, su vecina. La señora Briggs aseguró que hacía de canguro para la señora Smithson desde que Robert había nacido y que la joven madre siempre la había tratado como su confidente y que no le había dado ningún indicio de que la familia planease marcharse de la zona.

«Tenían dinero, buenos trabajos-continúa la señora Briggs-. Julie nunca mencionó marcharse. Siempre me preguntaba qué cortinas y qué estampado escoger para el cuarto del niño. Tampoco se hubieran ido sin decírmelo. Julie siempre me decía que me preocupaba demasiado, y sabía que si simplemente cogían sus cosas y se marchaban yo estaría tremendamente preocupada. Ellos nunca me harían pasar un mal trago como ése. Es una chica muy buena.»

La señora Briggs relató a la policía que Smithson hablaba con fluidez francés, alemán y ruso, y que realizaba trabajos de traducción para el gobierno y para editoriales académicas. De acuerdo con los archivos de la Universidad de Georgetown, el señor Smithson se había graduado cinco años antes en francés y ruso. La señora Smithson trabajaba como civil en la Marina hasta que se quedó embarazada, momento en el cual dejó su trabajo.

La Marina no nos ha devuelto las llamadas que hemos hecho para preguntar sobre esta historia.

«Me gustaría que la policía me contara lo que realmente sabe -protesta la señora Briggs-, Es una familia maravillosa. Rezo por que estén a salvo y se pongan en contacto conmigo pronto.»

La historia archivada no mostraba ninguna foto de la familia Smithson. Ningún otro enlace indicaba que hubiese un seguimiento de la historia.

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