–¿Por qué lo pregunta?
–Me advirtió que no utilizase el teléfono. Apuesto a que lo usa para asuntos de drogas.
–No compra las suficientes pajitas de picapica como para sacarme de pobre.
–Así que si consigo que deje de aparecer por aquí, ¿no le romperé el corazón? ¿No sentirá que tiene que llamar a la policía ahora mismo?
–No quiero problemas.
–Nunca se enterará.
–¿Por qué le importa lo que está haciendo?
–Mi tía acaba de mudarse al final de la calle y ese niño se hizo el lístillo con ella mientas usaba el teléfono. Una señora mayor debería poder hacer una llamada de teléfono sin que la joroben.
–Pues dígaselo a la policía.
–Eso es una solución temporal. La policía viene, pero después se va. Mi idea es de más larga duración.
La dependienta lo estudió.
–¿Qué va a hacer?
–Voy a salir al teléfono y a esperarle.
–¿Por qué? ¿Quiere comprar?
Levantó el petate y le enseñó la cámara de vídeo.
–No, quiero vender.
El chico volvió cinco minutos tarde. Pero no volvió solo. Lo acompañaba una mujer joven con el cuello ancho y la dureza grabada en la cara. Era más grande y más alta que el chico; un conjunto similar de ojos y cejas sugerían que debía de ser una hermana mayor. Llevaba en la mano una bolsa de la compra de una organización sin ánimo de lucro. Llegaron en un Explorer nuevo y lo dejaron al final del aparcamiento.
Evan permaneció junto al teléfono con el petate sobre el hombro, y con la cámara bien colocada en su interior. Dejó el agujero de la cremallera lo suficientemente abierto como para que la lente pudiese obtener imágenes claras. A la mujer no le gustaba que llevase el petate. La tensión hizo que frunciese el ceño.
–Eh -dijo Evan.
–¿Te ha pelado un barbero borracho, tío? – dijo el niño.
–El director de maquillaje quería que tuviese un aspecto más de la calle -le contestó Evan, y esperó para ver qué respondían ellos.
El niño simplemente frunció el ceño y puso una cara como si Evan estuviese loco, y luego dijo la mujer:
–Vayamos a la parte de atrás de la tienda.
–En realidad, recibiréis una llamada de teléfono en un minuto. Deberíamos esperar justo aquí.
Evan puso una sonrisa falsa y brillante en la cara.
–¿Perdona?
Era la mujer la que conducía el espectáculo, no el niño.
–Éste es el trato -dijo Evan-. Soy un cazatalentos para un nuevo reality show, se llama La dureza de la calle. Lo emitirán en la HBO el próximo otoño. Ponemos a gente que no sabe nada de la calle en vecindarios en los que nunca habían estado antes. Imagínate supermamás y papis con todoterrenos intentando arreglárselas en el problemático distrito número cinco. Los que superen una serie de pruebas seguirán adelante en el concurso. El premio es un millón de pavos.
La mujer miró fijamente a Evan, pero el niño intervino.
–Yo tengo una idea para un espectáculo. Pones mi culo en el barrio de River Oaks, me dejas vivir rodeado de lujos y grabas eso todo el santo día.
–Cállate. Y tú, ¿vas a comprar o no?
–¿Habéis traído la munición? – preguntó Evan-. Sí, voy a comprar. Pero estamos probando esto como uno de los cuatro desafíos. Sólo quería saber lo fácil que era comprar munición en la calle. Estaba grabando. – Sacó la cámara de vídeo del petate con la lente destapada y las luces encendidas-. Sonreíd.
–¡No, no, no! – exigió la mujer tapándose la cara con los dedos.
–Espera, espera. – Evan apagó la cámara-. No quiero meteros en líos. Sólo debía probar el desafío. Señora, usted es auténtica. Es lo que estábamos buscando para La dureza de la calle.
–¿Yo en la tele?
Se sacó las manos de delante de la cara.
Evan levantó una mano, como encuadrándole la cara.
–Creo que estaría genial. Pero no tiene que salir en la tele si no quiere.
–La gran Gin va a ser una estrella -rió el chico.
La gran Gin se quedó helada.
–¿Qué gilipollez es ésta?
Evan levantó las manos.
–No es ninguna gilipollez. Todos los concursantes tendrán guías como compañeros de juego, porque ambos sabemos que no tendrían ninguna posibilidad sin ellos. Esos estúpidos de las afueras…
–Como tú -indicó la gran Gin.
–Sí, como yo. Eres más que telegénica. La fuerza de tu rostro, tu seguridad al caminar, tu forma de hablar. Por supuesto, el guía se lleva la mitad del premio…
–¿Medio millón? Me estás tomando el jodido pelo -afirmó la gran Gin.
–… a menos que tengáis antecedentes -acabó Evan la frase-. No podemos contratar a nadie con antecedentes. Los abogados se ponen muy tozudos con eso.
–Si compras munición tendrías antecedentes -aseguró la gran Gin.
–Bueno, los concursantes no deberían comprar munición de verdad, sólo de fogueo. Los abogados también estaban muy tontos con ese tema.
–Ella nunca ha estado en la cárcel -dijo el niño.
–Cállate.
La gran Gin miraba a Evan de una manera que él había visto en las reuniones de negocios para las películas: un jugador que se pregunta si están jugando con él.
–Tonterías -dijo el niño-. ¿Tienes doscientos dólares para la munición o no? Porque si no, no nos quedamos.
–Cállate -le dijo la gran Gin.
–Hum…, no puedo darte doscientos pavos -explicó Evan-. Eso significaría que hemos realizado una transacción ilegal y no podría contratarte para el programa, señora…
–Ginosha -respondió ella.
–No le vayas a decir tu nombre -dijo el niño-. No tiene el dinero, vámonos.
Evan tenía una tarjeta de sobra de una proyección y un cóctel en los que había estado la semana anterior en Houston. Una era de un hombre que tenía una productora en Los Ángeles llamada Urban Works, un tipo llamado Eric Lawson. Le entregó la tarjeta a la gran Gin.
–Lo siento mucho. Debería haberos dado esto antes.
–Maldita sea -dijo-, eres de verdad.
–Sí.
–¿Dónde está tu equipo de cámara? ¿Por qué estás sólo tú?
–Porque esto es televisión de guerrilla. No traemos equipos de cámaras cuando estamos buscando talentos y lugares. Si no, no sería televisión en tiempo real, ¿no?
La gran Gin estudiaba la tarjeta de negocios y la sostenía como si fuese una puerta para acceder a un deseo que tenía desde hacía tiempo.
–Entonces, ¿quién va a llamar por teléfono? – preguntó.
–Uno de los cazatalentos -contestó Evan-. Se hará pasar por el concursante de las afueras al que tenéis que ayudar. Pero quiero filmaros desde aquí atrás, cerca de esta parte del aparcamiento. Decid lo que se os pase por la cabeza, mostradme vuestra capacidad de improvisación. Tengo un micro en el teléfono, pero quiero una toma vuestra de lejos. Aquí jovencito, perdona, ¿cómo te llamas?
–Raymond.
El chico inspeccionó la tarjeta con una mirada crítica.
–Ven aquí y ponte a mi lado, fuera de la toma.
Raymond frunció el ceño, pero no por la tarjeta.
–¿Por qué no puedo estar yo en la toma?
–Porque es mi toma -dijo la gran Gin.
–Bueno, Raymond, francamente no parecías estar interesado -dijo Evan-. No pensabas que yo fuera legal.
–Seguro que sí -dijo la gran Gin-, es su manera de hablar. Ahora está haciéndose el guay, no faltándote al respeto.
–Raymond, también tenemos que ganarnos a la audiencia joven, ¿sabes? – explicó Evan-. Nuestro objetivo incluye a las chicas adolescentes.
Raymond, que sostenía una bolsa con la munición, intentó tocarse la mejilla con la lengua, volvió a mirar a Evan con el ceño fruncido, pero se fue y se quedó al lado del teléfono, calculó la pose y se puso de su lado bueno.
–Excelente. Pero no me gusta esa bolsa en tu toma. Parece que estás de compras.
Evan dio cinco pasos hacia atrás.
La gran Gin cogió la bolsa con la munición, la llevó donde estaba Evan y la puso a sus pies.
–Si no nos vas a comprar tendrás que compensarnos por nuestro tiempo.
–Por supuesto. Claro que ésta es básicamente vuestra audición privada y no tuvisteis que esperar ninguna cola y… -Se colocó la videocámara delante del ojo-. Si fuese al centro social tendría colas de gente deseando intentarlo como para llenar este aparcamiento.
La gran Gin miró al objetivo.
–¿Qué hago?
–Deja que brille tu personalidad al natural. – Evan estaba a quince pasos de ellos ahora, preocupado por el chico, cuyas sospechas no habían disminuido en ningún momento-. Sé natural. No me mires.
Evan se puso detrás de él y pulsó el botón de llamada del móvil que tenía en el bolsillo.
Un tono.
–Mira a la cabina y déjala sonar tres veces, déjame seguir grabando.
Pero Evan estaba grabando, agarrando el petate y la munición y corriendo marcha atrás hacia la camioneta. Dos tonos. Raymond todavía miraba fijamente el teléfono, pero la gran Gin no pudo resistirse a la atracción de la cámara. Se dio la vuelta cuando Evan estaba entrando en la camioneta. Había dejado las llaves en el contacto. Metió la marcha atrás de un tirón y vio a la gran Gin gritando y corriendo tras él. Atravesó la carretera en medio de bocinazos de los coches que venían en sentido contrario.
Raymond, ahora totalmente entregado a la idea del estrellato televisivo, respondió al teléfono:
–¿Esto es parte de la prueba? – preguntó.
–Llevo una semana grabando tus negocios. – Mintió Evan por teléfono-. Si vuelves a acercarte a ese teléfono le daré la cinta a la policía.
Por el espejo retrovisor vio a la gran Gin salir furiosa al tráfico, disparándole con el dedo y sin aliento tras una pequeña carrera.
–Eso es ilegal -voceó Raymond-. No eres más que un ladrón de mierda.
–Quéjate a la policía. Gracias por la munición. Hemos hecho un trato justo: no diré nada y me quedaré con las balas.
La respuesta de Raymond se cortó cuando Evan apagó el teléfono. Pisó a fondo el acelerador por si acaso a la gran Gin se le ocurría ir tras él en su reluciente Explorer nuevo. Esperaba que Gin y Raymond hubiesen sido más honestos que él. Abrió la bolsa. Cuatro cargadores. Intentó meter uno de ellos en la Beretta: encajaba y entraba a la perfección.
Ahora ya podía ir a buscar a El Turbio.
Capítulo 20
Evan condujo la pick-up más allá de los muros de las urbanizaciones con vigilancia. Las propiedades se elevaban tras hierro forjado y piedra de importación. El edificio estaba al borde del distrito de Gallería, la zona alta de Houston, atiborrado de tiendas de lujo, restaurantes y urbanizaciones para satisfacer los caprichos de las viejas fortunas petroleras y de quienes se habían hecho ricos gracias a las nuevas tecnologías. Este lugar en particular se llamaba Pinos de la Toscana, aunque los que proyectaban sombra sobre el terreno eran los pinos de incienso, cuyo nombre no era tan romántico como el de los pinos europeos. Al otro lado de la calle había unas oficinas de lujo y un pequeño y selecto hotel. Evan estacionó en el aparcamiento de la oficina.
Aguardó. Esperaba ver coches de policía, pero en su lugar presenció una procesión de Mercedes, BMW y Lexus que cruzaban las verjas. El Turbio salió de la caseta del guardia de seguridad una hora más tarde; se dirigió hacia un desvencijado Toyota, se subió y salió del complejo. Evan lo siguió en dirección a Westheimer, hacia River Oaks y el centro de Houston.
Paró al lado de El Turbio en el primer semáforo y esperó a que mirase hacia donde estaba él. El Turbio era el típico conductor de Houston, que no quería problemas por mirar al coche de al lado.
Evan tocó el claxon.
El Turbio se giró y se quedó mirándolo mientras Evan sonreía, y lo reconoció con el pelo negro.
«Tengo que hablar contigo», dijo Evan con los labios.
«Mierda, no», le respondió El Turbio. Sacudió la cabeza. Salió disparado saltándose el semáforo en rojo y giró repentinamente a la izquierda.
Evan lo siguió. Le hizo señas con las luces una vez, dos veces. El Turbio dio otros dos giros más y se metió detrás de un pequeño restaurante de comida a la parrilla. Evan lo siguió.
El Turbio estaba asomado a la ventana antes de que Evan aparcase.
–Ni se te ocurra acercarte a mí.
–Yo también me alegro de verte.
El Turbio sacudió la cabeza.
–Yo no. No me alegro en absoluto de verte, joder. Hay un agente del FBI al que se supone que tengo que llamar si veo tu puta sonrisa.
–Bueno, no estoy sonriendo, así que no tienes que llamarlo.
–Lárgate tío, por favor.
–No soy un sospechoso, no soy un fugitivo, sólo estoy desaparecido.
–Me da igual cómo lo llames. No necesito problemas en mi vida.
–En la televisión te quejaste de que no te conseguí trabajo en películas ni como jugador de póquer profesional.
El Turbio lo miró fijamente.
–Oye, tío, sólo estaba mostrando mi disponibilidad a las partes interesadas. Nunca se sabe quién está viendo las noticias.