Pulsó el botón para contestar.
–¿Sí?
–Evan, buenos días. ¿Cómo estás? – dijo una voz con acento sureño.
–¿Quién es?
–Puedes llamarme Albañil.
–¿Albañil?
–Mi nombre real es un secreto, hijo. Es una precaución poco afortunada que tengo que tomar.
–No lo entiendo.
–Bueno, Evan. Soy del gobierno y estoy aquí para ayudarte.
Capítulo 19
–¿Cómo ha conseguido este número? – susurró Evan.
Fuera todo estaba tranquilo y en silencio, excepto por el eventual zumbido del tráfico; los amantes de la habitación del al lado dormían, o bien ya habían concluido con su negocio y deambulaban en la noche vacía.
–Tenemos nuestros métodos -dijo El Albañil.
–Voy a colgar a menos que me diga cómo ha conseguido este número.
–Es simple. Reconocimos al señor Gabriel por la descripción de la policía. Sabemos que Gabriel te atrapó, bueno, digamos que es su versión de custodia de protección. Sabemos que estaba en Bandera porque se hizo un cargo con la tarjeta de crédito. Sabemos que un miembro de su familia tiene una casa que fue ocupada, dañada y abandonada ayer. Sabemos que el señor Gabriel ha desaparecido. Sabemos que robaron una camioneta con un teléfono móvil en Bandera. Llegamos a un acuerdo con el dueño y con la compañía de teléfonos para mantener el móvil activado. Así podríamos hablar con vosotros si tú o el señor Gabriel teníais el teléfono. Y veo que lo tienes tú.
Evan se levantó y comenzó a recorrer la habitación de un lado a otro.
–¿Puedo hablar con el señor Gabriel, por favor? – pidió El Albañil.
–Está muerto.
–Qué mala suerte. ¿Cómo murió?
–Le disparó un hombre llamado Dezz Jargo.
Se oyó un largo suspiro.
–Eso es realmente lamentable. ¿Estás herido?
–No, estoy bien.
–Bien. Sigamos. Evan, apuesto a que estás asustado y cansado y preguntándote qué deberías hacer ahora. – Evan esperó-. Puedo ayudarte.
–Le escucho.
Se preguntaba… lo habían encontrado por un móvil robado. Dios, ¿estarían localizando la llamada, haciendo girar un satélite situado a kilómetros por encima de él para colocar su lente sobre Texas, Houston o sobre aquella sórdida nada?
–Ambos tenemos un problema en común: Jargo y Dezz. – Evan parpadeó-. Dezz es Jargo. Jargo es su apellido. Una aclaración, Evan: cuando digo Jargo me refiero a un hombre conocido como Steven Jargo. Dezz es su hijo. Por supuesto, no son sus verdaderos nombres. Nadie sabe cuáles son y probablemente ni ellos mismos lo sepan.
–Su hijo. – Lo había entendido mal. Dezz y Jargo. Así que había dos: padre e hijo-. Ellos mataron a mi madre.
–Y te matarán a ti también si tienen la oportunidad. No queremos que te hagan daño, Evan. Quiero que me digas dónde estás y mandaré a un par de hombres a recogerte para protegerte.
–No.
–Evan, vamos, ¿por qué dices que no? Corres un gran peligro.
–¿Por qué debo confiar en usted? Ni siquiera conozco su verdadero nombre.
–Comprendo tu reticencia, te lo aseguro. La precaución es el sello de una mente inteligente. Pero necesitas estar bajo nuestra protección. Podemos ayudarte.
–Ayúdenme a encontrar a mi padre.
–Hijo, no sé dónde está, pero si vienes removeremos cielo y tierra hasta encontrarlo.
Sonaba como una promesa vacía.
–No tengo los archivos que todo el mundo quiere. Han desaparecido. Jargo y Dezz los destruyeron.
Cogió su reproductor musical. Quizá no. Pero si les daba los archivos los podrían usar como quisiesen y hacerlos desaparecer. Sólo los cambiaría por su padre. Por nada más.
El Albañil hizo una pausa, como si estuviese escuchando noticias inesperadas.
–Jargo no te dejará en paz.
–No puede encontrarme.
–Puede, y lo hará.
–No. Usted quiere lo mismo que él. Esos archivos. Usted también me matará.
–Por supuesto que no lo haría. – El Albañil parecía ofendido-. Evan, estás exhausto. Es comprensible teniendo en cuenta el calvario que has pasado. Déjame darte un número por si acaso se corta la llamada. Detesto los móviles. ¿Puedes apuntarlo?
–Sí.
El Albañil le dictó un número. No reconocía el prefijo.
–Evan, escúchame. Jargo y Dezz son muy peligrosos, extremadamente peligrosos.
–Eso lo sé de sobras. ¿Está usted con la CIA? – se arriesgó a adivinar.
–Odio los acrónimos tanto como los móviles -dijo El Albañil-. Evan, podemos charlar largo y tendido cuando vengas. Te garantizo personalmente tu seguridad.
–Ni siquiera me ha dicho su nombre. – Evan recorría la habitación de un lado a otro-. Podría ganar tiempo hablando con la prensa. Diciéndole que la CIA se ofrece a ayudarme. Darles este número.
–Podrías salir a la luz. Aunque sospecho que Jargo matará a tu padre como represalia.
–Está usted diciendo que tiene a mi padre. – Evan esperó.
–Es lo más probable. Lo siento. – El Albañil hablaba como un agente funerario, diciendo amablemente lo hermoso que era un ataúd-. Demos un paso para poder trabajar juntos y traer a tu padre a casa. ¿Quieres que nos reunamos? Podemos reunimos en Texas; supongo que aún estás en el estado…
–Me lo pensaré y le volveré a llamar.
–Evan, no cuelgues.
Evan colgó. Apagó el teléfono y lo tiró en la cama como si fuese radioactivo. Si El Albañil era capaz de localizar el teléfono, pronto alguien echaría su puerta abajo.
Se puso una muda de ropa limpia que había metido en el petate. Esparció ante él el dinero en efectivo. Tenía noventa y dos dólares, una cámara de vídeo, un teléfono móvil y una Beretta sin munición.
No podía enfrentarse a El Turbio ni a El Albañil, ni a Dezz ni a Jargo sin estar armado. Sería un suicidio. Pero no creía que las armerías estuviesen abiertas el domingo y, de todas formas, tampoco podía ir a ninguna, no con su foto como desaparecido saliendo en todas las noticias. ¿Y a una casa de empeños? De repente no quería separarse de su cámara; deseó haber grabado a Dezz en vídeo. Vender la cámara era su último recurso.
En la calle se podía comprar de todo: drogas, sexo… ¿Por qué no munición?
Cerró los ojos. Pensó otras maneras de conseguir balas para una pistola en particular. Le vino a la cabeza una idea loca, completamente atrevida, pero jugaba con la única idea que se le ocurría factible de acuerdo con las destrezas y recursos de que disponía.
Evan se aventuró a salir a la húmeda madrugada. Llevaba bien clavada en la cabeza una gorra de béisbol que estaba en el asiento trasero de la camioneta robada. Compró el Houston Chronicle del domingo en una máquina de ventas situada delante de una decrépita cafetería. Su cara y la de su padre estaban en la portada de la sección metropolitana, una antigua foto publicitaria que le había sacado su madre después de que El más mínimo problema fuese nominado a los Óscar. En ella tenía el pelo más corto y unas gafas de niño tonto. No necesitaba gafas, pero había decidido que le daban un aspecto más inteligente, más artístico. Había sido una afectación superficial, y su madre le había tomado el pelo por tomarse a sí mismo tan en serio, y ahora se sentía avergonzado de ello. El periódico afirmaba que su padre también estaba desaparecido; no había ningún registro a nombre de alguien llamado Mitchell Casher que hubiese volado a Australia desde Estados Unidos la semana pasada. No había ninguna foto de Carrie, ni la mencionaban siquiera.
«Carrie está aquí conmigo», había dicho Dezz con su asquerosa y monótona voz. Evan no lo había creído. Si hubiesen secuestrado a Carrie estaría en los periódicos.
¿O no? Había dejado el trabajo. No estaba con él. ¿Quién la daría por desaparecida? Pero si se la hubieran llevado no habría podido llamarlo y advertirlo antes del ataque de Gabriel. ¿Dónde estaba, pues? ¿Escondida? Se moría de ganas de hablar con ella, de escuchar su voz tranquilizadora, pero no podía acercarse a ella, no podía meterla de nuevo en esto.
Dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Las cabinas telefónicas eran una raza en extinción ahora que todo el mundo llevaba un móvil encima, pero encontró una dos bloques más abajo, en una pequeña tienda de alimentación donde el aparcamiento olía a la cerveza del sábado por la noche. Un niño desgarbado estaba cerca de los teléfonos, mascando una pajita de picapica con sabor a uva, mirando a Evan con la desconfianza y la arrogancia de un guardia de prisiones.
«O puede que sí.» Evan cogió un teléfono y metió las monedas necesarias.
-Toi ejperando una llamada importante en ese teléfono -dijo el chico medio murmurando y mirando a Evan de reojo.
–Entonces comunicará durante un minuto.
–Búscate otro teléfono, tío -sugirió el niño.
Evan se le quedó mirando. Quería partirle la boca al niño con la sonrisa sarcástica y decirle: «si quieres follón hoy, has escogido al tipo equivocado». Pero luego decidió que no necesitaba otro enemigo. Como director había aprendido una cosa: todo el mundo quiere aparecer en una película.
Evan no sonrió porque la sonrisa no siempre era una buena divisa.
–¿Eres empresario?
–Sí, ése soy yo. Soy un puto magnate.
Evan agarró la Beretta que guardaba en la parte de atrás de sus vaqueros, bajo la camisa, y la acercó al estómago plano del niño. El niño se quedó helado.
–Cálmate. No está cargada -explicó Evan-. Necesito balas. ¿Me las puedes conseguir?
El niño resopló profundamente.
–Tío, que te den dos veces. Podría haberlo hecho si no hubieses sido tan idiota ahora mismo.
–Entonces haré mi llamada.
Evan volvió a poner los dedos en el teclado mugriento.
–Espera, espera. ¿Qué es esto? – El niño se puso de espaldas a la calle y examinó la pistola. Evan la sujetaba con fuerza-. Beretta 92FS… ¡sí! Supongo que me puedo hacer con un par de bonitos cargadores para ti. Un amigo de un amigo. En efectivo.
–Por supuesto.
-Déhame hacer una llamada con tus monedas -le solicitó el niño.
Evan le dio el auricular. El niño marcó los números con fuerza, habló muy bajito, se rió una vez y colgó.
–Una hora. Estate aquí. Cuatro cargadores. Doscientos dólares.
No sabía los precios de la munición, pero el importe era mayor del que pensaba. Pero la calle no hacía preguntas.
–No necesito tanta munición.
–No negociaré con menos. Si no, no vale la pena levantarse de cama, tío.
Evan no tenía doscientos dólares, pero le dijo:
–Volveré en una hora.
El niño saludó con la cabeza ahora que era su cliente. Se fue deambulando a través del aparcamiento, sacó una pajita de picapica del bolsillo, rompió la parte de arriba del envoltorio y vertió el picapica morado en la lengua.
Evan caminó cuatro bloques hasta que encontró otra pequeña tienda. Llevaba puestas las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y compró tinte para el pelo, un par de tijeras, un café gigante y tres tacos para desayunar, llenos de huevos esponjosos, patatas y chorizo picante. Esto no lo acercaba más a los doscientos dólares. Se tragó el impulso de enseñarle a la dependienta la pistola que guardaba en la parte de atrás de los pantalones para ver si esto le daba los doscientos dólares. La empleada le cobró y lo observó mientras le daba el cambio.
Evan sintió un miedo atroz. ¿Era paranoia suya?
Volvió corriendo al hotel y se encerró. Devoró los tacos de desayuno y se acabó el café solo mientras leía las instrucciones para teñirse el pelo. Únicamente le llevaría treinta minutos fijarse el color.
Se cortó el pelo; los mechones caían en el lavabo. Nunca se lo había cortado él mismo, y tenía un aspecto horrible hasta que murmuró: «Que le den a la vanidad», y se hizo un corte al estilo militar que no le quedó tan mal. Se quitó el pequeño aro de la oreja izquierda. El pendiente ya era demasiado juvenil para él; era hora de crecer. Luego se tiñó el pelo sentado en el suelo del baño, refinando su plan mientras que le cogía el color oscuro. Cuando se vio en el espejo se rió, pero al fin y al cabo le sería útil. No era exactamente como la foto del papel, pero aún parecía él mismo.
Le quedaban unos ochenta pavos y faltaban veinte minutos para que el niño apareciese con la munición. Volvió a la tienda en la que lo había conocido y aparcó en el extremo del aparcamiento salpicado de aceite. Entró en la tienda. Una señora mayor estaba comprando zumo de naranja y una lata de cerdo con alubias. La mujer se fue arrastrando los pies. Evan esperó hasta que estuvo fuera y se acercó a la dependienta. Ésta movía la cabeza al ritmo de una misa dominical de la iglesia evangélica y sorbía café. Era una señora mayor, agria y con un ojo extraviado.
–Discúlpeme señora. Ese chico que anda por ahí donde está el teléfono -dijo Evan-, el Señor picapica. ¿Es un problema para usted?