–¡No!
Jargo se separó bruscamente, soltando el cuchillo. Estaba incrustado en el cuello de Gabriel. Gabriel se desplomó en el suelo, con los ojos apretados, y luego el aliento, la orina y la vida abandonaron su cuerpo.
Jargo le sacó el cuchillo y le tomó el pulso. No tenía.
–¡No puedes saberlo, no puedes saberlo!
En un arranque de furia empezó a patalearle el cuerpo. La cara. La mandíbula. Huesos y dientes estallaban bajo sus talones. La sangre salpicaba la piel de becerro. Comenzaron a cansársele las piernas, tenía los pantalones destrozados. Se le agotó toda la rabia y cayó sobre la alfombra sucia. Smithson. ¿Cuánto les había contado Donna a Gabriel o a su hijo?
–¿Me has mentido? – le preguntó Jargo al cuerpo de Gabriel-. ¿Sabes nuestros nombres?
No podía arriesgarse. Tenía que ponerse en la peor situación, en que Evan lo sabía.
Nunca podría dejar que sus clientes supiesen que estaban en peligro. Eso desataría el pánico. Destruiría su negocio, su credibilidad. Sus clientes no debían enterarse jamás de que existía esa lista. Tenía que acabar con Evan ya.
Limpió la sangre del cuchillo y llamó al móvil de Carrie.
–Volved aquí. Nos vamos inmediatamente a Houston.
Ahora no cabía debate ni discusión. Evan Casher era hombre muerto y Jargo sabía que contaba con el cebo perfecto para tenderle una trampa.
DOMINGO
13 de marzo
Capítulo 18
El domingo por la mañana, poco después de medianoche, Evan se permitió llorar la muerte de su madre.
Estaba solo en la habitación barata del hotel de Houston, no muy lejos de la sombra de la cúpula de observación AVI y del zumbido distante de los coches que recorrían a toda velocidad el anillo de circunvalación 610. Había apagado la luz, y la cama estaba gastada de usarla durante horas. Yacía tumbado, solo, mientras en su cabeza rondaban los recuerdos de su madre y de su padre. Luego vinieron las lágrimas, duras y cálidas; se hizo un ovillo y las dejó brotar.
Odiaba llorar. Pero todo aquello que lo ataba a su vida hasta ahora había sido cortado, y la pena vibraba en su pecho como si se tratara de un dolor físico. Su madre había sido tierna, irónica y cuidadosa como un artesano con sus fotos. Tímida con los extraños, pero comunicativa y habladora con su padre y con él. Cuando era pequeño y le rogaba que lo llevase al cuarto de revelado para poder mirar cómo trabajaba, ella se inclinaba sobre su equipo de revelado fotográfico, con un mechón de cabello sobre la cara, e improvisaba cancioncillas en voz baja para entretenerlo. Su padre también era callado, un lector, un experto en ordenadores, un hombre de pocas palabras, pero cada una de ellas de gran importancia. Siempre comprensivo, intuitivo, siempre listo para dar un abrazo o dar cariño. Evan no podía haber pedido unos padres mejores. Eran tranquilos y callados, y ahora esa peculiaridad invadía su mente, porque ahora esto significaba más que la soledad de un informático o la introversión de una artista. ¿Era un velo que ocultaba lo que había detrás, su mundo secreto? Creía que los conocía. Pero la carga de una vida oculta, más allá de lo que había conocido, era algo que no podía imaginar.
Tal vez no querían perjudicarle. O puede que no confiaran en él.
Tras diez minutos, dejó de llorar. Se habían terminado las lágrimas. Se lavó la cara y se la secó con una toalla gastada y tan fina como el papel.
El cansancio le hacía tambalearse. Había conducido de una tirada hasta San Antonio y había cambiado la matrícula de la camioneta por la de un decrépito familiar que estaba en un vecindario donde parecía menos probable que llamasen a la policía. Condujo por la I-10 respetando el límite de velocidad, hacia el este, serpenteando por las llanuras costeras y entrando en la húmeda extensión de Houston. Sólo se detuvo para repostar y comer algo de carne y engullir un café, pagando en efectivo cuando tenía que llenar el depósito. Encontró un hotel barato, tanto que las prostitutas se tiraban a sus fuentes de ingresos en el edificio de al lado, y alquiló una habitación para pasar la noche. El recepcionista parecía molesto con él; Evan supuso que no muchos clientes le pedían pasar más de una hora o dos en la habitación. Cogió la llave y pasó con la camioneta, demasiado bonita para el aparcamiento, por delante de una señora mayor que fumaba ante una puerta y de un par de prostitutas que charlaban y se reían en el aparcamiento. Cerró la puerta con llave. Los únicos muebles eran la cama y un desgastado mueble para el televisor atornillado al suelo. El aparato emitía una imagen borrosa y sólo sintonizaba los canales locales.
«Todo borrado.» Las palabras pronunciadas por uno de los asesinos en la cocina. El archivo por el que habían asesinado a su madre estaba en su ordenador. De algún modo estaba allí.
Gabriel dijo que su madre le había enviado los archivos por correo electrónico. Puede que fuese cierto, ya que le había mandado un correo electrónico grande muy tarde aquella noche, antes de llamarlo. Tal vez había escondido un programa entre las canciones, de modo que ahora se hallaba en su portátil, en algún sitio en el que nunca miraría. No era un experto en ordenadores, no exploraba las entrañas de su portátil, no consultaba su biblioteca. Pero los datos tenían que estar allí, como copia de seguridad para su madre, consciente de que Evan nunca se lo habría pensado dos veces a la hora de recibir unos archivos de música.
Archivos de música.
Sacó su reproductor de mp3 del fondo del petate. Evan siempre sincronizaba sus archivos de música con su reproductor, y así lo hizo el viernes por la mañana, para poder escuchar la música mientras iba hacia Austin. Así que, en principio, todavía tenía los archivos; estaban codificados, pero no los había perdido. Si pudiese pasar el archivo musical correcto a un ordenador nuevo, podría volver a crear automáticamente los archivos que su madre había robado.
Si se hallaban en alguna foto digital, para las que nunca hacía copia de seguridad, los habría perdido para siempre.
Necesitaba un ordenador. No tenía suficiente dinero en efectivo para comprarse uno y no se atrevía a usar la tarjeta de crédito. Dejaría ese problema para mañana.
Fuera había una mujer y un hombre; éste se reía y le pedía que lo amase hasta mañana, luego la misma mujer se reía con él.
Sacó la pequeña caja cerrada que había cogido de la casa de Gabriel. En el armario sólo había una percha de metal; intentó forzar la cerradura con el extremo curvo y se sintió ridículo. Aquello no llevaba a ninguna parte. Bajó a la oficina del motel.
–¿Me puede prestar un destornillador? – preguntó al recepcionista.
El hombre lo miró con la mirada vacía.
–El encargado de mantenimiento vendrá mañana.
Evan deslizó un billete de cinco dólares por el mostrador.
–Sólo lo necesito durante diez minutos.
El recepcionista se encogió de hombros, se levantó y volvió con un destornillador, y cogió el billete.
–Tráelo en diez minutos o llamo a la pasma.
Por lo visto en ese local la atención al cliente gozaba de buena salud. Evan se dirigió de nuevo a su habitación, ignorando un «Hola, mi amor, ¿necesitas compañía?» que le soltó una prostituta que estaba en la linde del aparcamiento.
Evan rompió la cerradura al quinto intento y cayeron desparramados unos paquetes pequeños, envueltos en papel. Volvió corriendo a la oficina por si acaso al recepcionista gruñón le daba por cumplir su amenaza. El hombre no apartó la vista del partido de baloncesto del televisor cuando Evan le devolvió la herramienta por encima del mostrador.
Al volver a la habitación escuchó los gemidos de una pareja a través de la pared de papel. No le apetecía oírlos, así que encendió la televisión antes de abrir el primer paquete. Dentro había unos pasaportes de Nueva Zelanda atados con una goma. Abrió el que estaba encima de todo: estaba viendo su propia cara. Era David Edward Rendon, y su lugar de nacimiento era Auckland. El papel tenía aspecto de ser de gran calidad, auténtico y del gobierno. Un sello de salida indicaba que había abandonado Nueva Zelanda hacía apenas tres semanas.
Cogió el otro pasaporte de Nueva Zelanda del montón de papeles. Dentro estaba la foto de su madre, con un nombre falso, Margaret Beatrice Rendon. El papel estaba muy gastado, como si hubiese recorrido muchos kilómetros. Un pasaporte sudafricano a nombre de Janine Petersen. El mismo apellido que su identidad africana. Un pasaporte belga también para su madre, su nombre era ahora Solange Merteuil. Cogió otro pasaporte belga: de nuevo su foto, pero esta vez con el nombre de Jean-Marc Merteuil. Abrió el segundo paquete: tres pasaportes para Gabriel, nombres falsos de Namibia, Bélgica y Costa Rica.
El siguiente paquete contenía cuatro pasaportes atados con una goma al final del montón. Los cogió y les quitó la goma. Sudáfrica. Nueva Zelanda. Bélgica. Estados Unidos. Los abrió. Se encontró con la cara de su padre. Cuatro nombres diferentes: Petersen, Rendon, Merteuil y Smithson.
Qué extraño. Tres para él, tres para su madre pero… cuatro para su padre. ¿Por qué?
En el último paquete había tarjetas de crédito y otros documentos de identificación ligados a los nuevos apellidos de su familia. No se atrevía a usar las tarjetas. ¿Y si Jargo podía encontrarlo al pagar con ella el combustible, un billete de avión o una comida? Necesitaba efectivo, pero sabía que si sacaba dinero de sus cuentas en un cajero automático, la transacción quedaría registrada en la base de datos del banco, la cámara de seguridad grabaría su imagen y la policía sabría que había vuelto a Houston. «¿Y qué si saben que estás en Houston? Te vas a Florida.» Aun así se mostraba reacio a ir a un banco.
Volvió a meter los pasaportes en la bolsa.
Una vez pasado el cansancio, le volvió a rondar la horrible pregunta: ¿estaba Jargo esperándole en casa de su madre? Si no le estaba esperando a él, entonces iba tras su madre y él simplemente había llegado en un mal momento. Pero si lo estaban esperando… ¿cómo habrían sabido que iba para allí? Sólo había hablado directamente con su madre. Podría llamar de forma anónima a la policía para que comprobara si los teléfonos de su madre estaban pinchados. O el suyo. Había llamado a Carrie y le había dejado un mensaje de voz. Podían haber interceptado el mensaje.
Estaba pasando por alto que Carrie dejó el trabajo esa mañana. Desapareció sin decirle nada. ¿Sabía ella esto?
Pensar aquello hizo que se le secase la garganta. «No me ames», le había dicho. Pero eso no podía significar remordimiento. Eso no podía significar que se estuviese preparando para traicionarlo. La conocía, conocía su corazón. No podía creer que estuviese voluntariamente envuelta en aquel horror. Tenía que ser un teléfono que estuviese pinchado, lo cual era una posibilidad aterradora. Gabriel había dicho de Jargo que era un espía independiente y suponiendo que eso fuera cierto, Jargo podría pinchar teléfonos. Pero si no lo era, entonces Jargo estaba trabajando para un pez más gordo. La CIA. El FBI.
Necesitaba dinero. Tenía la Beretta con la que le había disparado a Dezz, pero ya no le quedaba munición. Necesitaba ayuda.
El Turbio. Podía llamar a El Turbio. El hombre falsamente acusado que había sido el centro de su primer documental. Había puesto a parir a Evan en la CNN, pero era inteligente, duro e ingenioso.
Evan caminaba de un lado a otro, intentando tomar una decisión. Sospechaba que si la policía lo estaba buscando en serio El Turbio estaría bajo vigilancia. Y Evan sentía un poco de miedo por aquel hombre. Lo había perseguido sin razón un poli vengativo, pero él tampoco era un santo. Como aliado era una elección arriesgada. Se moría por llamar la atención y, a juzgar por la entrevista en la televisión, actuaba como si Evan le hubiese hecho algo malo. Podría entregarlo a la policía de inmediato para que su nombre apareciese en los titulares.
Pero no tenía a nadie más a quien pedírselo.
Apagó las luces y rememoró cada momento que había pasado con Carrie Lindstrom durante los últimos tres meses, cuando había entrado en su vida. Se durmió y no soñó con ella, sino con el lazo apretándole alrededor del cuello y su madre muerta bajo sus pies.
Un telefonazo lo despertó. Olvidando dónde estaba, primero pensó que era su viejo despertador, y que Carrie estaba en la cama con él, y todo era paz en el mundo. Pero era el teléfono robado de la camioneta. Probablemente el dueño, para gritarle por haberle robado el teléfono. Eran las seis de la mañana de un domingo. Cogió el teléfono; en la pantalla no aparecía el número.