Pánico – Jeff Abbott

–Sí -asintió Kathleen-. Es uno de los diez mejores directores jóvenes de documentales de los Estados Unidos.

–¿Qué cree que ha ocurrido?

–Bueno, no tengo ni idea. No creo que esto tenga nada que ver con el trabajo de Evan, como sugirió su anterior invitado porque, a pesar de lo que la gente piensa, los directores de documentales no son realmente periodistas de investigación. Las películas de Evan se han centrado en individuos en circunstancias excepcionales, no en temas políticos ni polémicos.

Animada por las preguntas del reportero, Kathleen dio una breve descripción de las películas y de los trabajos de Evan.

–Sólo espero que si me puede escuchar quien tenga a Evan, que lo deje marchar. Es un tío genial, no puedo imaginar que esté envuelto en algo ilícito o que pueda perjudicar a alguien.

El reportero dio las gracias a Kathleen y volvió al presentador; pasó la cobertura a un asesinato y suicidio en una parada de camiones de New Hampshire.

Evan se quedó mirando fijamente la pantalla. Estaban diseccionando su vida en la televisión nacional. Su padre había desaparecido. El FBI quería hablar con él. Fue corriendo hacia el teléfono, lo descolgó y comenzó a marcar.

Luego lo volvió a colgar.

Gabriel era un espía de la CIA, había mandado a dos policías al hospital y había secuestrado a Evan. Si estaba trabajando bajo las órdenes de la CIA y Evan iba a la policía… ¿qué ocurriría luego? Se suponía que la CIA no golpeaba a policías ni encadenaba a la cama a los ciudadanos. Así que fuese lo que fuese lo que le ocurriese a su familia, era una historia que la CIA no quería que estuviese en el punto de mira.

Tenía que saber más. De repente sintió el miedo de dar un mal paso, de salir del fuego para caer en las brasas.

Echó un vistazo al resto de la casa. Un comedor, una sala de estar. Una habitación provista de equipos multimedia con un televisor enorme. Una zona para la colada. En el piso de arriba había cuatro habitaciones más: una ocupada con otra maleta deshecha, con poca ropa.

Volvió abajo. Había un garaje con una motocicleta, una reluciente Ducati. Junto a ella había un viejo Chevrolet Suburban. No había rastro del Malibu robado.

Evan encontró las llaves del Suburban colgadas en un llavero en la cocina. Las guardó en el bolsillo.

Sobre la mesa de la cocina estaba el petate que había traído de Houston. Recordaba que Gabriel lo había cogido en su casa después de que él escapara. Toda su ropa estaba allí. Su reproductor de música digital, su cámara de vídeo, sus libros y sus notas. Parecía que habían rebuscado entre su ropa y luego la habían doblado con cuidado de nuevo.

Cerró la cremallera del petate y se lo llevó al piso de arriba.

Gabriel estaba despierto, con un ojo hinchado al que le estaba saliendo un moratón y con la mandíbula roja y arañada.

–¿Trabajas solo? – dijo Evan.

Gabriel dejó pasar cinco segundos.

–Sí, y estoy preparado para tener una conversación honesta contigo ahora sobre nuestra situación.

–Hijo de puta, debería dispararte directamente ahora que tú eres el que está esposado. No te queda ninguna credibilidad.

Evan meneó la tarjeta de identidad ante Gabriel.

–Dijiste que eras el dueño de una empresa de seguridad. Aquí dice que eres de la CIA. ¿Qué es todo esto?

–Estás de mierda hasta el cuello.

–Tienes información de quien mató a mi madre, señor Gabriel. Tengo una pistola. ¿Ves cómo funciona esta ecuación?

Gabriel negó con la cabeza.

Evan levantó la pistola hasta la altura del estómago de Gabriel.

–Contesta a mis preguntas. Primero, ¿dónde estamos?

–No me matarás. Yo lo sé y tú lo sabes.

Fijó su mirada en la pared, como si estuviese aburrido.

Evan disparó.

Capítulo 10

Galadriel, la diosa de la informática de Jargo, pasó la noche intentando seguir la pista de Evan y de su secuestrador. Entró en bases de datos nacionales. Se abrió camino en el sistema informático del Departamento de Policía de Austin, buscando pistas, informes y la más mínima señal de Evan Casher. Se movió entre una jungla de información de manera tan paciente y eficiente como un cazador siguiendo a su presa.

El sábado al amanecer llamó con su primer informe.

Jargo despertó a Carrie del sofá y a Dezz de la otra habitación. Jargo habló largo y tendido con Galadriel y luego puso a Carrie al teléfono mientras atendía a negocios privados en su teléfono de la habitación.

–Evan no ha utilizado sus tarjetas de crédito ni ha accedido a su cuenta bancaria. Nadie lo ha hecho. Hazme un favor, cielo: mira el archivo que acabo de mandarte.

Galadriel era una antigua bibliotecaria, una mujer fornida que pasaba las horas que no estaba en el ordenador refinando recetas de gourmet o viendo películas de los años cincuenta, cuando creía que el mundo era un sitio más amable. Tenía un cálido acento sureño y hablaba como la dulce madre de un amigo.

–A ver si tú ves lo mismo que yo.

Carrie abrió el archivo adjunto al correo electrónico y apareció una lista de mensajes extraídos de las cuentas de correo electrónico de los Casher: una cuenta privada para Donna, una para los correos electrónicos personales de Mitchell Casher y otra para su trabajo como consultor de seguridad informática.

–Sólo entré en la base de datos del proveedor de servicios de internet y copié sus mensajes, ya que los chicos no tuvieron tiempo para mirar sus correos en la casa de los Casher -dijo Galadriel.

Carrie miró los mensajes de la cuenta de Mitchell Casher. Le había mandado unos pocos mensajes a su hijo, nada de gran interés. En uno lo ponía al día de cómo progresaba con el golf; en otro mencionaba unas excelentes grabaciones de jazz que le gustaban y que pensó que le gustarían a Evan, y le enviaba adjuntas las canciones en formato digital; en otro le pedía a éste que viniese a casa pronto a visitarlos. Y unas cuantas fotos de Navidad hechas por su madre.

Ningún mensaje parecía estar en código ni encriptado. No había archivos adjuntos sospechosos.

Donna Casher tenía una cuenta de correo diferente en el mismo proveedor. Más mensajes de Evan y para éste. El resto de los correos eran más que nada charlas con otros colegas fotógrafos. Excepto el viernes por la mañana.

–Donna le mandó cuatro canciones en formato digital y dos fotografías -explicó Galadriel-, pero fíjate en el tamaño de las fotos, son más grandes de lo normal.

–Escondió en ellas los archivos -confirmó Carrie.

–Sospecho que una foto contenía un programa de descodificación y las otras contenían los archivos. Así que al descargar las fotos el programa de descodificación abre en secreto y descodifica los archivos ocultos en la segunda foto. Los entierra en una nueva carpeta en el fondo del disco duro, donde normalmente no miraría. Y él nunca los ve ni sabe que están ahí.

–Por favor, dile eso a Jargo. Que puede que ella le colara los archivos a Evan sin que él se diera cuenta.

–Pero podría haberlos visto, cielo, en el caso de que supiera que le iban a llegar -dijo Galadriel-. Sabes que Jargo no se va a arriesgar a que los haya visto.

«Y tú actúas como si fueses tan dulce como un caramelo -pensó Carrie- pero no serás tan estúpida como para ayudarme cuando realmente lo necesito.» A Carrie no la engañaba la dulce voz de Galadriel. Al otro extremo de la línea había una mujer con espinas de acero.

–¿Hay copias en los servidores que entregaron los correos electrónicos?

–Borradas, supongo que por Donna. Qué avispada -comentó Galadriel.

–¿Donna era amiga tuya?

–No tengo amigos en la red, cielo, ni siquiera tú. Los vínculos son peligrosos.

–Así que no tenemos nada para continuar.

–En realidad sí lo tenemos. Donna estaba en un foro de discusión sobre ópera y libros. Y en un grupo que buscaba genealogías en Texas.

–¿Genealogías? – dijo Carrie.

–Chica lista. Resulta algo extraño que a Donna Casher le interesase la genealogía.

–Correcto. No tiene sentido dibujar un árbol genealógico cuando tienes un nombre falso.

Carrie entró en la página web del grupo de genealogía y encontró un índice de mensajes. Los correos electrónicos dirigidos al grupo eran sobre todo solicitudes de gente que buscaba conexiones con apellidos específicos en condados concretos de Texas. Cada mensaje se dirigía a un miembro en concreto a través de la dirección de correo electrónico de la lista de genealogía, por lo que cada mensaje enviado a esa dirección llegaba a todos los subscriptores. No era un foro para diálogo privado.

–Sólo crucé los datos de quien le enviaba correos a Donna con la lista de suscriptores -explicó Galadriel-. Ve al mensaje número cuarenta y uno.

Carrie lo hizo. Un correo de Paul Granger decía:

Estoy muy interesado en la historia familiar de Samuel Otis Steiner que mencionó usted en el foro de genealogía. Mi abuela se llamaba Ruth Margaret Steiner, nació en Dallas y murió en Tulsa; era hija de una familia inmigrante de Pensilvania. Puedo aportar el historial que solicitaba sobre la familia Talbott originaria de Carolina del Norte, que se mudó a Tennessee y apareció nuevamente en Florida. Por favor, indique si tiene usted los historiales apropiados o acceso a ellos. Mi hija y yo vamos a visitar Galveston pronto y estamos interesados en conocer nuestra historia en 1849. Puede ponerse en contacto conmigo en el 972 555 34 78.

Saludos,

Paul Granger

Carrie volvió a la lista de discusión de genealogía. Al final de cada mensaje había un enlace al archivo en línea de la lista. Entró y realizó una búsqueda sobre Samuel Otis Steiner.

Sólo encontró una única nota sobre Steiner, de Donna Casher, de hacía aproximadamente dos días. Hizo una búsqueda con el nombre de Donna Casher; ésa había sido la única nota con la que Donna había contribuido al grupo de discusión. Simplemente había solicitado información a alguien que conociese a la familia de Samuel Otis Steiner.

–No se trata de buscar raíces, está claro -dijo Galadriel-. Es un contacto.

–Una manera en apariencia inocente de comunicarse sin levantar sospechas. – Carrie estudió el mensaje tan extrañamente redactado. No había ningún código obvio, pero los números podrían ser una clave-. Ese número, ¿qué es?

–Un segundo. – Galadriel la puso en espera y volvió veinte segundos más tarde-. Cariño, es un código telefónico del centro de Dallas. Lleva a un sistema de correo de voz. No identifica a quién pertenece. Tendré que ver si puedo encontrarlo en la base de datos de la empresa telefónica.

Carrie observó el mensaje de nuevo.

–Dieciocho, cuarenta y nueve. ¿No parece un poco extraño en este contexto poner una fecha límite? ¿Sólo quieres volver atrás hasta un punto, y no más allá? Los genealogistas no se detienen en una fecha en particular.

–Estoy jugando con los números, cielo. Sospecho que es un código.

–¿Uno que hemos usado nosotros?

–No te lo puedo decir, bonita, pero lo comprobaré.

Carrie chasqueó la lengua.

–Dieciocho, cuarenta y nueve podría ser la clave del resto del mensaje. Coger la primera letra, la octava, la cuarta y la novena, y luego repetir. O el mismo patrón, pero con palabras.

–Un enfoque demasiado obvio, querida-indicó Galdriel-. Estoy mirando el registro del servidor de la cuenta de correo electrónico de Donna Casher. No hay más mensajes de Paul Granger ni de nadie más.

–Así que esta cuenta de correo de voz en Dallas es todo lo que tenemos.

–Dieciocho, cuarenta y nueve -explicó Galadriel- podría ser una palabra en código. Un aviso, una instrucción y el resto del mensaje, menos el número de teléfono, es camuflaje. Como si 1849 significase «corre como alma que lleva el diablo» o «nos han atrapado» o «pasa al plan B».

–O «llama a tu hijo, tráelo a casa y luego corred como alma que lleva el diablo» -dijo Carrie-. ¿Te suena el nombre de Granger?

–No, lo he comprobado. No está en nuestra base de datos. Buscaré en los registros nacionales del permiso de conducir, pero lo más probable es que sea un alias. Y he comprobado los registros de mensajes y no hay mensajes de Granger a Evan ni a Mitchell Casher.

Carrie dijo:

–Por favor, rastrea ese mensaje.

–Ya lo he hecho. Se envió desde una biblioteca pública en Dallas.

–¿Qué es lo siguiente?

–Tenemos una convergencia de datos en Dallas. Veré si puedo conectar alguno de nuestros enemigos conocidos con la zona. – Galadriel hizo una pausa-. ¿Estás trabajando en esto con Dezz?

–Sí.

Galadriel hizo un ruido con la garganta.

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