—Dices demasiadas cosas —gruñó el cabecilla.
—Yo lo he visto, atravesó esa pared de ahí…
—¿Ah, sí?
—¡Sí!
—Y has visto cómo la atravesaba, ¿no?
—Oye tú, ¿te crees muy agudo o qué?
—¡Lo suficiente!
El cabecilla levantó su cuchillo del suelo con un movimiento serpenteante.
—¿Agudo como esto?
El tercer ladrón se lanzó contra la pared y la pateó con fuerza un par de veces, mientras a sus espaldas se oía el ruido de una pelea y el sonido de húmedas burbujas.
—Pues sí, es una pared —dijo—. Es una pared como la copa de un pino. Eh, muchachos, ¿cómo creéis que lo hacen? ¿Muchachos?
Tropezó con los cuerpos tendidos boca abajo.
—¡Ah! —exclamó.
Aunque duro de mollera, fue lo bastante rápido como para deducir un hecho importante. Se encontraba en un callejón de Las Tinieblas y estaba solo. Salió por piernas y logró recorrer bastante trecho.
* * *
La Muerte recorrió lentamente el cuarto de los biómetros inspeccionando las apretadas filas de atareados relojes de arena. Albert la seguía, obediente, sosteniendo el enorme libro mayor abierto entre los brazos.
En el cuarto se oía un rugido descomunal, como el de una inmensa catarata gris.
Provenía de los estantes donde, prolongándose hasta la distancia infinita, había filas y más filas de relojes de arena en los que bajaban los granos del tiempo mortal. Era un sonido pesado, un sonido sordo, un sonido que caía como unas tristes natillas sobre el suculento budín del alma.
—MUY BIEN —dijo por fin la Muerte—. DEJÉMOSLO EN TRES. UNA NOCHE TRANQUILA.
—Entonces serán Goodie Hamstring, el abad Lobsang otra vez y la tal princesa Keli —enumeró Albert.
La Muerte contempló los tres relojes de arena que tenía en la mano.
—HABÍA PENSADO EN ENVIAR AL MUCHACHO —dijo.
Albert consultó el libro mayor.
—Bueno, Goodie no causará problemas y se podría decir que el abad tiene experiencia —comentó—. Lo de la princesa es una lástima. Sólo tiene quince años. Podría resultar complicado.
—SÍ, ES UNA PENA.
—¿Ama?
La Muerte se quedó con el tercer reloj de arena en la mano, contemplando pensativa el juego de luces reflejado en su superficie. Lanzó un suspiro.
—Y ES TAN JOVENCITA…
—¿Se encuentra bien, ama? —inquirió Albert con tono preocupado.
—EL TIEMPO COMO UN ARROYO QUE FLUYE ETERNAMENTE LLEVA TODAS…
—¡Ama!
—¿QUÉ? —inquirió la Muerte saliendo de su ensimismamiento.
—Se ha pasado, ama…
—¿QUÉ TONTERÍAS DICES, HOMBRE?
—Por un momento había experimentado usted un extraño cambio, ama.
—MEMECES. NUNCA ME HABÍA SENTIDO MEJOR. BUENO, ¿DE QUÉ HABLÁBAMOS?
Albert se encogió de hombros y, entrecerrando los ojos, leyó las anotaciones del libro.
—Goodie es una bruja —dijo—. Podría ofenderse si enviara a Mort.
Una vez que toda su arena había caído a la parte inferior del reloj, todos los practicantes de la magia tenían derecho a ser reclamados por la Muerte en persona, más que por sus funcionarios menores.
La Muerte no pareció oír lo que Albert le decía. Había vuelto a clavar la vista en el reloj de arena de la princesa Keli.
—¿CÓMO SE LLAMA ESA SENSACIÓN DE MELANCÓLICA PENA QUE TE HACE LAMENTAR QUE LAS COSAS SEAN TAL COMO APARENTAN?
—Creo que tristeza, ama. Y ahora…
—YO SOY LA TRISTEZA.
Albert se quedó boquiabierto. Y cuando logró dominarse un poco, balbuceó:
—¡Ama, hablábamos de Mort!
—¿QUIÉN ES MORT?
—Su aprendiz, ama —repuso Albert pacientemente—. Un muchacho alto y joven.
—AH, CLARO. BIEN, LO ENVIAREMOS A ÉL.
—Ama, ¿estará preparado para actuar en solitario? —preguntó Albert embargado por la duda.
La Muerte reflexionó un instante y luego contestó:
—PODRÁ HACERLO. ES AGUDO, APRENDE RÁPIDO Y, EN FIN, QUE LA GENTE NO PUEDE ESPERAR QUE ME PASE LA VIDA CORRIENDO TRAS ELLA.
* * *
Mort miraba con aire ausente las colgaduras de terciopelo de las paredes que tenía a pocos centímetros de los ojos.
He traspasado una pared, pensó. Y eso es imposible.
Apartó cautelosamente las colgaduras para comprobar si ocultaban alguna puerta, pero no encontró más que yeso desconchado que se había cuarteado en varios sitios dejando al descubierto el ladrillo húmedo, pero decididamente sólido.
Lo tocó con la punta del dedo para comprobar el efecto. Estaba claro que por ahí no iba a salir.
—Bien —le dijo a la pared—, ¿y ahora, qué?
A su espalda, una voz le contestó:
—¿Mmm? ¿Cómo has dicho?
Mort se volvió despacio.
Reunidos en torno a una mesa, en medio de la habitación, se encontraba una familia klatchiana compuesta por el padre, la madre y media docena de hijos de tamaño escalonado. Ocho pares de ojos redondos se fijaron en Mort. La única excepción la constituía un noveno par que pertenecía a una persona anciana, de sexo indefinido; su propietario había aprovechado la interrupción para hacerse con el recipiente comunal del arroz, con la idea de que más vale un pescado hervido en mano que cien manifestaciones inexplicables, y el silencio se vio interrumpido por el sonido de una masticación decidida.
En un rincón del cuarto atestado había un pequeño altar a Offler, el Dios Cocodrilo de seis brazos de Klatch. Sonreía igual que la Muerte, aunque está claro que la Muerte no tenía una bandada de pájaros sagrados que le llevaran nuevas de sus adoradores y al mismo tiempo le mantuvieran limpia la dentadura.
Los klatchianos valoran la hospitalidad por encima de las demás virtudes. Mientras Mort los miraba fijamente, la mujer sacó otro plato de un estante que había detrás de ella y, en silencio, comenzó a servirle del enorme recipiente. Después de un breve forcejeo, logró arrebatarle al vejestorio un trozo de bagre de primera. No obstante, sus ojos maquillados con khol se mantuvieron fijos en Mort.
Quien había hablado era el padre. Presa del nerviosismo, Mort hizo una reverencia.
—Lo siento —dijo—. Esto… parece que he atravesado la pared.
Tenía que admitir que se trataba de un comentario bastante flojo.
—¿Cómo? —preguntó el hombre.
Con un tintineo de brazaletes, la mujer dispuso cuidadosamente unas cuantas lonchas de pimiento sobre el plato y lo roció con una salsa verde oscura que, por desgracia, a Mort le resultaba conocida. La había probado semanas antes, y aunque era producto de una complicada receta, un solo bocado le había bastado para saber que estaba compuesta de entrañas de pescado marinadas durante varios años en una cuba llena de bilis de tiburón. La Muerte había dicho que le había llegado a coger el gusto. Mort había decidido no esforzarse.
Intentó escabullirse hacia el portal, del que colgaba una cortina de abalorios, y todas las cabezas se volvieron para contemplarlo. Ensayó una sonrisa.
—Maridito de mi vida, ¿por qué enseña los dientes el demonio? —preguntó la mujer.
—Quizá tenga hambre, lunita de mis anhelos. ¡Sírvele más pescado!
—Me lo estaba comiendo yo, criatura desgraciada —gruñó el vejestorio—. ¡Mal acabará este mundo cuando no hay respeto para los mayores!
Había un hecho curioso; aunque las palabras penetraban en los oídos de Mort en klatchiano, con todas las florituras y sutiles diptongos de una lengua tan antigua y sofisticada que ya poseía quince palabras distintas para «asesinato» mucho antes de que el resto del mundo le hubiera cogido el truco a eso de matarse a pedradas, llegaban a su cerebro tan claras y comprensibles como si estuvieran en su lengua materna.
—¡No soy ningún demonio! ¡Soy humano! —exclamó Mort y se paró en seco cuando oyó que las palabras le salían en perfecto klatchiano.
—¿Eres un ladrón? —preguntó el padre—. ¿Un asesino? Para haber entrado tan sigiloso… ¿no serás un recaudador de impuestos?
Metió la mano debajo de la mesa y volvió a sacarla empuñando una cuchilla de carnicero delgada como el papel de puro afilada. Su esposa lanzó un grito, soltó el plato y aferró a los niños más pequeños.
Mort contempló como la hoja de la cuchilla hendía el aire, y se dio por vencido.
—Os traigo saludos de los círculos más recónditos del infierno —aventuró.
El cambio fue notable. La cuchilla bajó y en los rostros de toda la familia se dibujaron amplias sonrisas.
—Es que la visita de un demonio nos trae mucha suerte —le informó el padre, regocijado—. ¿Cuál es tu deseo, oh, impío engendro de las entrañas de Offler?
—¿Cómo?
—Los demonios traen buena suerte y todo tipo de bendiciones al hombre que les ayuda —le explicó el padre de familia—. ¿En qué podemos ayudarte, oh, repugnante aliento de perro del Hades?
—Bueno, la verdad es que no tengo mucho apetito —se excusó Mort—, pero si sabes dónde puedo conseguir un caballo veloz, podría llegar a Sto Lat antes de la puesta de sol.
El hombre sonrió y le hizo una reverencia.
—Conozco el sitio exacto, horrendo producto de las entrañas, si tienes la bondad de seguirme.
Mort salió tras él a toda prisa. El vejestorio los vio partir con expresión crítica, mientras sus mandíbulas mascaban rítmicamente.
—¿Y a eso le llaman demonio? —dijo—. Que Offler pudra este país húmedo, hasta los demonios son de tercera, ni la sombra de los que teníamos en el Antiguo País.
La esposa colocó un pequeño cuenco de arroz en el par de manos unidas que la estatua de Offler tenía en el centro (a la mañana siguiente ya no quedaría nada) y retrocedió.
—La verdad es que mi marido dijo que el mes pasado, en los Jardines del Curry, sirvió a una criatura que no estaba allí —dijo—. Quedó impresionado.
Diez minutos más tarde, el hombre regresó y en solemne silencio, colocó sobre la mesa un montoncito de monedas de oro. Eran una fortuna que les alcanzaría para adquirir una buena parte de la ciudad.
—Tenía una bolsa llena —dijo.
La familia se quedó mirando fijamente el dinero durante un momento. La mujer lanzó un suspiro.
—Las riquezas traen muchos problemas —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?
—Volvernos a Klatch —respondió el marido con firmeza—, donde nuestros hijos puedan criarse en un país apropiado, fieles a las gloriosas tradiciones de nuestra antigua raza y donde los hombres no tienen que trabajar de camareros para amos malvados, sino que pueden ir por la vida con la cabeza bien alta. Y hemos de marcharnos ahora mismo, fragante florecita de palmera datilera.
—¿Por qué tan pronto, oh, trabajador hijo del desierto?
—Porque acabo de vender el pura sangre de carreras del Patricio —repuso el hombre.
* * *
El caballo no era tan hermoso ni tan veloz como Binky, pero los kilómetros pasaban raudos debajo de sus cascos y, con facilidad, sacó ventaja a los pocos guardias montados que, por algún motivo, parecían ansiosos por hablar con Mort. Los suburbios de chabolas de Morpork quedaron atrás y el camino se internó en los campos de negra tierra de la llanura de Sto, formados a través de siglos por las periódicas inundaciones del lento y grandioso Ankh que llevaba a aquella región prosperidad, seguridad y artritis crónica.
Además, era sumamente aburrido. Mientras la luz mudaba del plateado al oro, Mort galopó por un paisaje plano y helado, cubierto de extremo a extremo por el damero de los campos de coles. De las coles se pueden decir muchas cosas. Se puede hablar largo y tendido de su alto contenido de vitaminas, de su vital aporte de hierro, de su gran valor como alimento y forraje. Sin embargo, vistas a granel, carecen de un no sé qué; a pesar de su inmenso valor nutritivo y de su superioridad moral sobre, por ejemplo, los narcisos, jamás han constituido una vista que inspirara a la musa del poeta. A menos que el poeta tuviera hambre, claro. Sto Lat estaba a sólo treinta kilómetros, pero para la insignificante experiencia humana, parecían tres mil.
Ante las puertas de Sto Lat había guardias, aunque comparados con los que patrullaban Ankh, poseían un aspecto manso, de aficionados. Mort pasó al trote; uno de ellos, sintiéndose un poco tonto, le pidió el santo y seña.
—Me temo que no puedo parar —dijo Mort.
El guardia era nuevo en el puesto y bastante listo. Eso de montar guardia no era lo que había esperado. Estarse todo el día de pie, vestido con una cota de malla, empuñando un hacha en un palo largo, no era para lo que él se había ofrecido; él se había imaginado que aquello iba a ser emocionante, todo un reto, y que le iban a dar una ballesta y un uniforme que no se oxidara con la lluvia.
Avanzó, dispuesto a defender la ciudad de aquellas personas que no respetaban las órdenes dadas por los funcionarios autorizados. Mort examinó la cuchilla de la pica suspendida a unos centímetros de su cara. Estas situaciones comenzaban a repetirse demasiado.