Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La mayoría de los libros de la biblioteca eran biografías, claro.

Tenían un aspecto inusual. Se escribían a sí mismos. Evidentemente, las personas que ya habían muerto llenaban sus libros de la primera a la última página, y las que aún no habían nacido tenían que conformarse con las páginas en blanco. Los que se encontraban a mitad de camino… Mort les seguía la pista y marcaba el lugar, contaba las líneas extra, y calculaba que a ciertos libros se les iban añadiendo de cuatro a cinco párrafos diarios. No reconocía la letra.

Hasta que finalmente se armó de valor.

—¿UNA QUÉ? —dijo la Muerte llena de asombro, mientras estaba sentada tras su ornamentado escritorio y jugueteaba con el cortapapeles en forma de guadaña.

—Una tarde libre —repitió Mort.

De repente, la habitación se tornó opresivamente enorme, y él se encontraba muy expuesto en el centro de una alfombra del tamaño de un campo.

—PERO ¿POR QUÉ? —preguntó la Muerte—. NO PUEDE SER PARA IR AL ENTIERRO DE TU ABUELA —añadió—. PORQUE YO ESTARÍA ENTERADA.

—No sé, quiero salir y conocer gente —dijo Mort tratando de no pestañear ante aquella mirada azul e implacable.

—PERO SI CONOCES GENTE TODOS LOS DÍAS —protestó la Muerte.

—Ya lo sé, pero no es por mucho tiempo —adujo Mort—. Y me gustaría conocer a alguien con una esperanza de vida de más de dos minutos.

La Muerte tamborileó con los dedos sobre el escritorio produciendo un sonido muy similar al de un ratón bailando zapateado, y observó a Mort durante unos segundos más. Notó que el muchacho parecía menos flacucho de lo que lo recordaba, mantenía una postura erguida, y dicho despiadadamente, era capaz de utilizar una expresión como «esperanza de vida». La culpa la tenía la biblioteca.

—ESTÁ BIEN —aceptó a regañadientes—. PERO YO CREO QUE AQUÍ TIENES CUANTO NECESITAS. TUS OBLIGACIONES NO SE TE HARÁN PESADAS, ¿VERDAD?

—No, señora.

—ADEMÁS TIENES BUENA COMIDA, UNA CAMA CALIENTE, DIVERSIONES Y GENTE DE TU MISMA EDAD.

—¿Cómo ha dicho, señora? —inquirió Mort.

—MI HIJA —replicó la Muerte—. SUPONGO QUE YA LA HAS CONOCIDO.

—Ah, sí. Sí, señora.

—CUANDO LLEGAS A CONOCERLA BIEN TIENE UNA PERSONALIDAD MUY CÁLIDA.

—No lo dudo, señora.

—NO OBSTANTE, ¿DESEAS TENER UNA TARDE LIBRE? —La Muerte lanzó las palabras con un deje de disgusto.

—Sí, señora. Si a usted no le importa.

—PUES MUY BIEN. HECHO. TIENES HASTA LA PUESTA DE SOL.

La Muerte abrió su enorme libro mayor, cogió una pluma y se puso a escribir. De vez en cuando, tendía la mano y pasaba las cuentas de un ábaco.

Al cabo de un minuto levantó la vista.

—SIGUES AHÍ —dijo—. PERDIENDO TU TIEMPO LIBRE —añadió con acritud.

—Esto… señora —vaciló Mort—, ¿la gente podrá verme?

—IMAGINO QUE SÍ, ESTOY SEGURA —respondió la Muerte—. ¿HAY ALGO MÁS EN LO QUE PUEDA SERVIRTE ANTES DE QUE PARTAS PARA ESA ORGÍA?

—Pues verá, señora, ya que lo menciona, sí. No sé cómo llegar al mundo mortal, señora —dijo Mort, desesperado.

La Muerte lanzó un sonoro suspiro y abrió un cajón de su escritorio.

—PUES CAMINANDO.

Mort asintió lleno de tristeza y empezó a recorrer el largo camino que lo separaba de la puerta del estudio. Cuando se disponía a abrirla, la Muerte tosió.

—¡MUCHACHO! —le gritó, y le lanzó algo desde el otro extremo de la habitación.

Mort lo aferró automáticamente al tiempo que la puerta se abría con un crujido.

El portal desapareció. La mullida alfombra que tenía bajo los pies se transformó en enlodados adoquines. Sobre él caía la luz del día como si fuera mercurio.

—Mort —aclaró Mort al universo en general.

—¿Cómo? —preguntó el dueño de un puesto callejero que había junto a él.

Mort miró a su alrededor. Se encontraba en un mercado atestado de gente y animales. Allí se vendía de todo, desde agujas hasta (gracias a la mediación de unos cuantos profetas itinerantes) visiones de salvación. Resultaba imposible mantener una conversación por debajo del nivel acústico de los gritos.

Mort le dio unas palmaditas en la región lumbar al propietario del puesto.

—¿Puedes verme? —exigió saber.

El propietario del puesto le lanzó una mirada crítica.

—Creo que sí —repuso—, o al menos veo a alguien muy parecido a ti.

—Gracias —dijo Mort inmensamente aliviado.

—De nada. Cada día veo montones de personas sin cobrarles nada. ¿Quieres comprar cordones para las botas?

—No, creo que no —repuso Mort—. ¿Qué lugar es éste?

—¿No lo sabes?

Un par de personas que se encontraban en el puesto contiguo observaban a Mort con aire pensativo. La cabeza le trabajaba a toda velocidad.

—Es que mi amo viaja mucho —dijo con convicción—. Anoche, cuando llegamos, yo iba dormido en el carro. Y ahora tengo la tarde libre.

—Ah —dijo el propietario del puesto. Se inclinó hacia adelante con aire de complicidad y añadió—: Buscas pasártelo bien, ¿eh? Podría recomendarte algo.

—La verdad, disfrutaría mucho si supiera dónde estoy —admitió Mort.

El hombre se quedó estupefacto.

—Estamos en Ankh-Morpork —dijo—. Es algo que salta a la vista. Y al olfato.

Mort husmeó. El aire de la ciudad tenía un no sé qué. Daba la sensación de que era un aire que había visto mundo. Resultaba imposible dejar de notar a cada inspiración que había miles de personas cerca, y que todas tenían sobacos.

El propietario del puesto contempló a Mort con ojo crítico; notó su rostro pálido, su ropa de buen corte y su extraña presencia, como un efecto de resorte de hélice.

—Mira, voy a hablarte sinceramente —le dijo—, puedo indicarte cómo llegar a un gran prostíbulo.

—Ya he almorzado —replicó Mort vagamente—. Pero podrías decirme si estamos cerca de un lugar que se llama Sto Lat, si mal no recuerdo.

—Pues está a unos treinta kilómetros en dirección al Eje, pero allí no hay nada para un joven de tu clase —se apresuró a informarle el mercader—. Ya sé cómo son estas cosas, has salido solo en busca de nuevas experiencias, de emociones, de romances…

Entretanto, Mort había abierto la bolsa que la Muerte le había entregado. Estaba llena de moneditas de oro, grandes como cequíes.

En su mente volvió a formarse la imagen de un rostro joven y pálido enmarcado por una cabellera pelirroja y que, de algún modo, sabía que él se encontraba allí. Los sentimientos dispersos que lo habían atormentado durante los últimos días se concentraron de repente en un punto.

—Quiero un caballo muy veloz —dijo con firmeza.

* * *

Cinco minutos más tarde, Mort estaba perdido.

Aquella parte de Ankh-Morpork era conocida como Las Tinieblas; se trataba de una zona de la ciudad terriblemente necesitada de la ayuda gubernamental o bien, a ser posible, de un lanzallamas. No se la podía calificar de sórdida porque habría sido estirar el término hasta el extremo. Sobrepasaba la sordidez y seguía de largo hasta llegar al punto en que, debido a una especie de inversión einsteiniana, adquiría una magnífica depauperación que lucía cual premio arquitectónico. Era ruidosa, sofocante y olía como el suelo de un establo.

No había allí un barrio, sino más bien una ecología, como una especie de inmenso arrecife de coral crecido en tierra. Había seres humanos, eso sí, los equivalentes humanoides de las langostas, los calamares, los camarones y demás fauna. Y también de los tiburones.

Mort vagó sin esperanzas por las calles sinuosas. Cualquiera que sobrevolara a la altura de los tejados habría notado que las multitudes que iban tras él seguían una determinada pauta, sugestiva de un número de hombres que convergían, indiferentes, en un objetivo, y habría llegado a la acertada conclusión de que tanto Mort como su oro tenían la misma esperanza de vida que un erizo con tres patas en una autopista de seis carriles.

Probablemente, a estas alturas, ya haya quedado claro que Las Tinieblas no era el tipo de lugar que posee habitantes. Sino más bien especímenes aclimatados. Periódicamente, Mort trataba de entablar conversación con alguien para averiguar cómo llegar hasta un vendedor de caballos. El espécimen aclimatado mascullaba algo y se alejaba a toda prisa, puesto que todo aquel que deseara sobrevivir en Las Tinieblas algo más de tres horas desarrollaba unos sentidos muy especializados y no habría permanecido al lado de Mort del mismo modo que un campesino no se cobijaría debajo de un árbol alto en plena tormenta de rayos.

Y así, Mort llegó finalmente al río Ankh, el más grande de los ríos. Incluso antes de entrar en la ciudad, fluía lento y pesado con el limo de las llanuras y, cuando alcanzaba Las Tinieblas, hasta un agnóstico habría sido capaz de caminar sobre sus aguas. Resultaba difícil ahogarse en el Ankh, aunque sería muy fácil asfixiarse.

Mort contempló la superficie lleno de dudas. Parecía moverse. Veía burbujas. Tenía que ser agua.

Suspiró y se alejó.

A sus espaldas habían aparecido tres hombres, como si el suelo de piedra los hubiera escupido de su interior. Tenían el aspecto pesado e impasible de aquellos delincuentes cuya aparición en cualquier narrativa indica que ha llegado la hora de que al héroe lo amenacen un poco, aunque sin pasarse, porque resulta evidente que van a recibir una horrible sorpresa.

Reían entre dientes. Se les daba bien.

Uno de ellos había sacado un cuchillo y lo movía en el aire haciéndole describir pequeños círculos. Se acercó despacio a Mort, mientras los otros dos se quedaban rezagados y le proporcionaban apoyo inmoral.

—Entréganos el dinero —exigió con voz ronca.

Mort llevó la mano a la bolsa que llevaba colgada del cinturón.

—Un momento —dijo—. ¿Y después qué ocurrirá?

—¿Qué?

—¿Vais a preguntarme eso de la bolsa o la vida? —inquirió Mort—. Porque es el tipo de cosas que los ladrones han de preguntar. La bolsa o la vida. Lo he leído en un libro.

—Puede ser, puede ser —admitió el ladrón. Tuvo la impresión de que perdía la iniciativa, pero se recuperó de un modo magnífico—. Por otra parte, podría ser la bolsa y la vida. Sacaría el doble, por decirlo de alguna manera.

El hombre miró de reojo a sus colegas y, al oír el comentario, éstos rieron disimuladamente.

—En ese caso —dijo Mort levantando la bolsa con una mano, dispuesto a lanzarla lo más lejos posible de la orilla del Ankh, aunque existía una posibilidad más que razonable de que rebotase.

—Eh, ¿qué haces? —inquirió el ladrón.

Se disponía a lanzarse sobre él, pero se contuvo cuando Mort sacudió la bolsa, amenazante.

—Pues verás —contestó Mort—, yo lo veo así. Si de todos modos vais a matarme, tanto me da deshacerme del dinero. Vosotros decidís.

Y para demostrar lo que quería decir, sacó una moneda de la bolsa y la lanzó a las aguas, que la aceptaron con una desafortunada succión. Los ladrones se estremecieron.

El cabecilla echó una mirada a la bolsa. Y luego miró su cuchillo. Y luego miró la cara de Mort. Y luego miró a sus colegas.

—Perdona un momento —dijo, y se puso a conferenciar con los otros dos.

Mort calculó la distancia que lo separaba del final del callejón. No lo lograría. De todos modos, los tres ladrones tenían todo el aspecto de ser bastante diestros en perseguir gente. La lógica, en cambio, no era lo suyo.

El cabecilla volvió a donde se encontraba Mort. Lanzó una última mirada a los otros dos. Éstos asintieron decididos.

—Creo que primero te matamos y nos arriesgamos a que tires el dinero —le informó—. No nos gustaría que esto se supiera por ahí.

Los otros dos sacaron sus cuchillos. Mort tragó saliva y dijo:

—Me parece que es una imprudencia.

—¿Por qué?

—Pues, por una parte, a mí no me gustará.

—No se supone que haya de gustarte, se supone que debes morir —dijo el ladrón avanzando.

—Me parece que todavía no me ha llegado la hora de morir —dijo Mort retrocediendo—. Estoy seguro de que me habrían avisado.

—Ya —dijo el ladrón, que ya empezaba a hartarse—. Ya, te habrían avisado, ¿eh? ¡Por las mierdas humeantes de elefante!

Mort había retrocedido un paso más. A través de una pared.

El cabecilla se quedó mirando impávido la piedra dura que se había tragado a Mort, y luego soltó el cuchillo.

—¡Mierda! —exclamó—. Era un jodido mago. ¡Detesto a los jodidos magos!

—Entonces, no deberías jodernos —masculló uno de sus secuaces, y luego soltó sin esfuerzo alguno una ráfaga de guiones.

El tercer componente del trío, que era un poco duro de entendederas, dijo:

—¡Pero si atravesó una pared!

—Ya, y nosotros aquí siguiéndolo durante siglos —masculló el segundo—. Pilgarlic, tú sí que eres listo. He dicho que me parece que es un mago, y que sólo los magos pueden andar por este barrio solos. ¿No he dicho que tenía pinta de mago? He dicho…

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