—¿Qué había aquí antes?
—No lo sé —respondió Albert comenzando una fila nueva—. El firmamento, supongo. Es el nombre fantasioso que recibe la nada. Para serte sincero, no es que se haya lucido demasiado. No sé, el huerto está bien, pero las montañas están realmente mal hechas. Cuando te acercas a ellas se ven borrosas. Una vez fui a echarles un vistazo.
Mort miró de reojo los árboles que tenía más cerca y le parecieron de una solidez digna de elogio.
—¿Para qué hizo todo esto? —preguntó.
Albert gruñó y repuso:
—¿Sabes lo que les ocurre a los muchachos que hacen demasiadas preguntas?
Mort se quedó pensando un momento y luego respondió:
—No, ¿qué?
Hubo un silencio.
Luego, Albert se incorporó.
—No tengo la más mínima idea. Probablemente, les responden, lo cual les está bien empleado.
—Me ha dicho que esta noche puedo ir con ella —dijo Mort.
—Entonces eres un muchacho afortunado, ¿no? —comentó Albert vagamente mientras regresaba a la cabaña.
—¿De veras hizo todo esto? —preguntó Mort siguiendo a Albert.
—Sí.
—¿Por qué?
—Supongo que quería tener un lugar donde pudiera sentirse en casa.
—Albert, ¿estás muerto?
—¿Yo? ¿Tengo cara de muerto? —El anciano resopló, le lanzó a Mort una mirada crítica y le dijo—: Será mejor que te dejes de tonterías. Estoy tan vivo como tú. Tal vez más.
—Lo siento.
—Está bien —dijo Albert.
Abrió la puerta trasera y se volvió para observar a Mort con toda la amabilidad de que fue capaz.
—Sería mejor que no hicieras todas esas preguntas —le sugirió—, perturban a la gente. ¿Qué te parece una buena fritura?
* * *
La campana sonó cuando jugaban una partida de dominó. Mort se puso rígido en el asiento.
—Querrá que le prepare el caballo —le dijo Albert—. Andando.
Salieron al establo en medio de la creciente oscuridad; Mort se quedó observando al anciano mientras ensillaba el caballo de la Muerte.
—Se llama Binky —le dijo Albert ajustando la cincha—. Eso te demuestra que nunca se sabe.
Binky intentó cariñosamente comerle la bufanda.
Mort recordó que en el grabado en madera del almanaque de su abuela, entre la página de las épocas de siembra y el apartado dedicado a las fases de la luna, aparecía la inscripción «La Muerte, la gran niveladora, llega a todos los hombres». La había visto cientos de veces cuando aprendía a leer. No le habría resultado tan impresionante si hubiera sido de público conocimiento que el caballo que lanzaba fuego por los ollares, en el que iba montado el espectro, se llamaba Binky.
—A mí se me hubiera ocurrido ponerle algo así como Colmillo, o Sable, o Ébano —continuó Albert—, pero a mi ama le da por estas cosas, ya sabes. No ves la hora de partir, ¿verdad?
—Creo que sí —repuso Mort no muy seguro—. Nunca he visto a la Muerte haciendo su trabajo.
—Pocos la han visto —dijo Albert—. Y menos dos veces.
Mort inspiró hondo.
—En cuanto a su hija… —comenzó a decir.
—AH. BUENAS NOCHES, ALBERT. BUENAS NOCHES, MUCHACHO.
—Mort —aclaró Mort automáticamente.
La Muerte entró en el establo a grandes zancadas, ligeramente encorvada para no tocar el techo. Albert hizo una reverencia, pero no de un modo servil, advirtió Mort, sino sencillamente por pura formalidad. Mort había conocido a uno o dos sirvientes en las raras ocasiones en que lo habían llevado al pueblo, pero Albert no se parecía a ninguno de ellos. Se comportaba como si la casa le perteneciera y su propietaria no fuera más que una huésped de paso, algo que había que tolerar como las paredes desconchadas o las arañas en el lavabo. La Muerte también soportaba aquello, como si ella y Albert se hubieran dicho cuanto tenían que decirse hacía mucho tiempo y se conformaran con seguir cada uno con su trabajo causándose los menores inconvenientes posibles. Para Mort aquello era como salir a dar un paseo después de una fuerte tormenta de truenos: todo estaba bastante fresco, nada era particularmente desagradable, pero se tenía la sensación de que se acababan de liberar inmensas energías.
Averiguar más detalles sobre Albert era algo que se encontraba en el último lugar en su lista de tareas por hacer.
—AGUANTA ESTO —le ordenó la Muerte entregándole una guadaña, y se montó en Binky.
La guadaña parecía bastante normal, salvo por la hoja: era tan delgada que Mort lograba ver a través de ella; era un pálido relumbre azul en el aire, capaz de rebanar las llamas y cortar el sonido. La sostuvo con cuidado.
—MUY BIEN, MUCHACHO —dijo la Muerte—. SÚBETE. NO ME ESPERES LEVANTADO, ALBERT.
El caballo salió trotando del patio y se lanzó al cielo.
Debería haberse apreciado un brillo, o una avalancha de estrellas. El aire debió haberse arremolinado y convertido en chispas veloces, que es lo que normalmente ocurre en los hipersaltos transdimensionales comunes y corrientes. Pero en este caso, se trataba de la Muerte, que ha dominado el arte de ir a todas partes sin ostentaciones, y que podía ir de una dimensión a otra con la misma facilidad con que lograba atravesar una puerta cerrada; de modo que avanzaron a galope tendido por cañones de nubes, dejando atrás las henchidas montañas de los cúmulos, hasta que las volutas se abrieron ante ellos y allá abajo apareció el Disco, tomando el sol.
—ESO ES PORQUE EL TIEMPO ES AJUSTABLE —explicó la Muerte cuando Mort se lo hizo notar—. EN REALIDAD, NO TIENE IMPORTANCIA.
—Siempre creí que la tenía.
—LA GENTE SE CREE QUE TIENE IMPORTANCIA SÓLO PORQUE LO HAN INVENTADO —comentó la Muerte, sombría.
A Mort aquello le pareció un tanto trillado, pero decidió no discutir.
—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó.
—EN KLATCHISTÁN HAY UNA GUERRA PROMETEDORA —respondió la Muerte—. VARIOS BROTES DE PESTE. UN ASESINATO BASTANTE IMPORTANTE, SI LO PREFIERES.
—¿Cómo, un asesinato?
—SÍ, DE UN REY.
—Ah, de un rey —dijo Mort con un interés nada excesivo.
Ya sabía él lo que eran los reyes. Una vez al año, una banda de músicos ambulantes, o en todo caso, deambulantes, llegaba al Cerro de las Ovejas, y en las obras que interpretaban había invariablemente un rey. Los reyes se pasaban la vida matándose entre sí o siendo víctimas de asesinatos. Los argumentos eran bastante complicados y en ellos intervenían elementos tales como identificaciones erróneas, venenos, batallas, hijos perdidos tiempo ha, fantasmas, brujas y, casi siempre, montones de dagas. Como estaba claro que ser rey no era ningún chollo, resultaba sorprendente que la mitad del reparto intentara convertirse en soberano. Mort tenía una idea muy vaga de lo que era la vida palaciega, pero se imaginaba que nadie dormía demasiado.
—Me gustaría ver a un rey de verdad —dijo—. Según mi abuela, se pasan la vida llevando corona. Hasta para ir al lavabo.
La Muerte sopesó cuidadosamente el comentario.
—NO HAY MOTIVOS TÉCNICOS PARA QUE NO LO HAGAN —admitió—. SIN EMBARGO, POR MI EXPERIENCIA, NO SUELE SER ASÍ.
El caballo giró y el inmenso damero plano de la llanura de Sto pasó debajo de ellos a la velocidad del rayo. Era aquél un país rico, lleno de cieno, de ondulantes campos de coles, y de pequeños reinos cuyos límites serpenteaban cual víboras a medida que las pequeñas guerras formales, los pactos matrimoniales, las complejas alianzas y los ocasionales errores de los cartógrafos iban cambiando el perfil político de las tierras.
—¿Este rey es bueno o es malo? —preguntó Mort mientras un bosque se abría debajo de ellos.
—NUNCA ME PREOCUPO POR SEMEJANTES DETALLES —respondió la Muerte—. SUPONGO QUE NO SERÁ PEOR QUE CUALQUIER OTRO REY.
—¿Manda matar a la gente? —preguntó Mort y al recordar con quién estaba hablando, añadió—: Con perdón.
—ALGUNAS VECES. HAY COSAS QUE ES PRECISO HACER CUANDO UNO ES REY.
Allá abajo surgió una ciudad apiñada alrededor de un castillo construido sobre un saliente de piedra que brotaba en plena llanura cual espinilla geológica. Se trataba de una enorme roca de las lejanas Montañas del Carnero, le dijo la Muerte, que había sido abandonada allí por los hielos en la época legendaria en que los Gigantes de Hielo al entrar en guerra con los dioses habían cabalgado por la tierra sobre sus glaciares tratando de congelar el mundo entero. Sin embargo, al final se dieron por vencidos y condujeron sus brillantes manadas de vuelta a sus tierras ocultas, entre las montañas de afilados picos, cerca del Eje. Ningún habitante de las llanuras supo nunca por qué lo habían hecho, pero la generación más joven de la ciudad de Sto Lat, la ciudad que rodeaba la roca, consideraba que se habían marchado porque aquel lugar era mortalmente aburrido.
Binky bajó trotando en la nada y se posó sobre las losas de la torre más elevada del castillo. La Muerte desmontó y ordenó a Mort que se encargara del morral.
—¿No se darán cuenta de que aquí arriba hay un caballo? —inquirió mientras se dirigían hacia una escalera.
La Muerte sacudió la cabeza.
—¿ACASO CREERÍAS QUE PUEDE HABER UN CABALLO EN LO ALTO DE ESTA TORRE? —replicó.
—No. Sería imposible que subiera por la escalera —respondió Mort.
—MUY BIEN. ¿Y ENTONCES?
—Ah. Ya entiendo. La gente no quiere ver aquello cuya existencia resulta imposible.
—MUY BIEN, PERO QUE MUY BIEN.
Recorrieron un ancho pasillo cuyas paredes estaban adornadas con tapices. La Muerte buscó en el interior de su túnica, sacó un reloj de arena y entrecerró los ojos para verlo en la penumbra.
Se trataba de un reloj especialmente fino, el cristal tenía talladas unas intrincadas facetas e iba encerrado en un marco ornamentado de bronce y madera. La inscripción «Rey Olerve, el Bastardo» aparecía profundamente grabada en él.
La arena que había en su interior centelleaba de un modo extraño. No quedaba mucha.
La Muerte tarareó para sí y guardó el reloj de arena en el misterioso escondite que había ocupado.
Giraron en una esquina y se toparon con un muro de sonidos. Había un vestíbulo lleno de gente, bajo una nube de humo y chácharas que se elevaba hasta alcanzar las sombras plagadas de estandartes del techo. En lo alto de una galería un trío de juglares se esmeraba por que lo oyeran, pero no lo lograba.
La aparición de la Muerte no causó demasiado revuelo. Un lacayo apostado junto a la puerta se volvió hacia ella, abrió la boca, luego frunció el ceño de un modo distraído y pensó en otra cosa. Unos cuantos cortesanos miraron hacia ellos, e inmediatamente apartaron la vista cuando el sentido común se impuso a los otros cinco.
—DISPONEMOS DE UNOS CUANTOS MINUTOS —dijo la Muerte sirviéndose una copa de una bandeja que pasaba por ahí—, MEZCLÉMONOS CON LA GENTE.
—¡A mí tampoco me ven! —exclamó Mort—. ¡Pero si soy real!
—LA REALIDAD NO SIEMPRE ES LO QUE PARECE —comentó la Muerte—. DE TODOS MODOS, SI NO QUIEREN VERME A MÍ, ES OBVIO QUE TAMPOCO QUIEREN VERTE A TI. ESTOS SON ARISTÓCRATAS, MUCHACHO. SE LES DA BIEN ESO DE NO VER LAS COSAS. ¿POR QUÉ HAY UNA CEREZA CON UN PALILLO DENTRO DE ESTA COPA?
—Mort —aclaró Mort automáticamente.
—NO MEJORA PARA NADA EL SABOR. ¿POR QUÉ LA GENTE SE MOLESTA EN TOMAR UNA COPA PERFECTAMENTE BUENA Y PONERLE UNA CEREZA EN UN POSTE?
—¿Qué pasará después? —inquirió Mort.
Un conde entrado en años tropezó con él, miró hacia todos lados excepto hacia donde él estaba, se encogió de hombros y se alejó.
—FÍJATE EN ESTAS COSAS, POR EJEMPLO —dijo la Muerte robando un canapé que pasaba por allí—. LAS SETAS SÍ, EL POLLO SÍ, LA CREMA SÍ, NO TENGO NADA CONTRA NINGUNO DE ESTOS INGREDIENTES, PERO EN NOMBRE DE LA CORDURA, ¿POR QUÉ MEZCLARLOS A TODOS Y METERLOS EN PEQUEÑOS RECIPIENTES DE PASTA?
—¿Cómo dice? —preguntó Mort.
—ESOS QUE VES ALLÍ SON MORTALES —prosiguió la Muerte—. ESTARÁN EN ESTE MUNDO APENAS UNOS CUANTOS AÑOS Y SE LOS PASAN COMPLICÁNDOSE LA VIDA. ES FASCINANTE. SÍRVETE UN PEPINILLO.
—¿Dónde está el rey? —inquirió Mort estirando el cuello para ver por encima de las cabezas de los cortesanos.
—ES EL TIPO DE LA BARBA DORADA —repuso la Muerte.
Dio unas palmaditas en el hombro a un lacayo y, cuando el hombre se volvió a mirar asombrado a su alrededor, le quitó diestramente otra copa de la bandeja.
Mort buscó a su alrededor hasta que vio a la figura de pie en medio de un grupito que había en el centro de la multitud, inclinada ligeramente para oír mejor lo que un cortesano más bien bajito le estaba diciendo. Era un hombre alto, corpulento, con el rostro impasible y paciente de alguien a quien uno le compraría confiadamente un caballo de segunda mano.