Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Mort comía con voracidad, pero contenía su curiosidad y no miraba para descubrir cómo lo hacía la Muerte. En un momento dado tenía la comida delante y al cabo de un instante, ya no estaba, de modo que era de suponer que algo ocurría entre medio. Mort tenía la sensación de que la Muerte no estaba acostumbrada a todo aquello, pero que lo hacía para que se sintiera cómodo, como si se tratara de una vieja tía solterona a la que le confían el sobrino un día de fiesta y teme hacer algo mal.

Los demás comensales no se fijaban mucho en ellos, ni siquiera cuando la Muerte se reclinó en su asiento y encendió una pipa más bien fina. Hace falta mucha concentración para no fijarse en alguien a quien le sale humo por las cuencas de los ojos, pero todos se las arreglaron bastante bien.

—¿Es magia? —preguntó Mort.

—¿TÚ QUÉ CREES? —respondió la Muerte—. ¿ESTOY REALMENTE AQUÍ, MUCHACHO?

—Sí —repuso Mort despacio—. Yo he… he observado a la gente. Me parece que la miran pero no la ven. Usted hace algo a sus mentes.

La Muerte negó con la cabeza.

—SON ELLOS MISMOS QUIENES LO HACEN —repuso—. NO HAY MAGIA. LA GENTE NO PUEDE VERME SENCILLAMENTE PORQUE NO SE LO PERMITE. HASTA QUE NO LES LLEGA EL MOMENTO, CLARO ESTÁ. LOS MAGOS SÍ QUE PUEDEN VERME, Y LOS GATOS TAMBIÉN. PERO LOS HUMANOS CORRIENTES Y MOLIENTES… NO, NUNCA. —Lanzó una voluta de humo al cielo y añadió—: ES EXTRAÑO, PERO ES ASÍ.

Mort miró la voluta de humo, la vio bambolearse hacia el cielo y navegar a la deriva hacia el río.

—Yo puedo verla.

—ESO ES DIFERENTE.

El camarero klatchiano llegó con la cuenta y la dejó delante de la Muerte. El hombre era rechoncho y moreno; llevaba un peinado como un coco transformado en estrella nova, y su rostro redondo se arrugó con una mueca de asombro cuando la Muerte asintió amablemente. El hombre sacudió la cabeza como si tuviera jabón atascado en las orejas, y se alejó.

La Muerte metió la mano en las profundidades de su túnica y sacó una bolsa grande de cuero, repleta de una nutrida variedad de monedas de cobre, la mayoría de ellas verdeazuladas por el tiempo. Analizó cuidadosamente la cuenta. Después contó doce monedas.

—VAMOS —dijo poniéndose en pie—. DEBEMOS MARCHARNOS.

Mort siguió al trote a la Muerte cuando ésta salió del jardín con paso majestuoso para internarse en la calle, que seguía bastante concurrida a pesar de que en el horizonte se vislumbraban ya los primeros signos de la alborada.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—COMPRARTE ROPA NUEVA.

—Esta que llevo era nueva hoy… quiero decir, ayer.

—¿DE VERAS?

—Mi padre me dijo que la tienda era famosa por sus prendas asequibles —comentó Mort corriendo para mantener el ritmo.

—PUES LE AÑADEN UN NUEVO TERROR A LA POBREZA.

Giraron hacia una calle más ancha que conducía a una parte más rica de la ciudad (había menos distancia entre antorcha y antorcha, y los muladares estaban más espaciados). No había allí ni puestos callejeros ni comerciantes en las esquinas de los callejones, sino edificios adecuados con carteles colgados en el exterior. No se trataba de simples tiendas, sino de verdaderos emporios; en ellos había proveedores, y sillas, y escupideras. La mayoría se encontraban abiertos incluso a esa hora de la madrugada, porque el comerciante ankhiano normal no logra conciliar el sueño de sólo pensar en el dinero que deja de ganar.

—¿Es que aquí la gente no duerme nunca? —preguntó Mort.

—ES UNA CIUDAD —repuso la Muerte y abrió la puerta de una tienda de ropa.

Veinte minutos después, cuando salieron, Mort llevaba una túnica negra de su talla, con bordados de plata, y el tendero se quedó mirando un puñado de antiguas monedas de cobre, preguntándose cómo habían llegado a su poder.

—¿Cómo consigue todas esas monedas? —preguntó Mort.

—DE DOS EN DOS.

Un barbero que trabajaba toda la noche le hizo a Mort un corte de pelo muy de moda entre los jóvenes presumidos de la ciudad, mientras la Muerte esperaba tranquilamente sentada en la silla de al lado, tarareando por lo bajo. Para su sorpresa, estaba de buen humor.

Al cabo de un rato, se quitó la capucha y echó un vistazo al aprendiz del barbero, quien le colocó una toalla alrededor del cuello con ese aire hipnotizado y ausente que a Mort comenzaba a resultarle familiar, y dijo:

—ÉCHEME UN POCO DE COLONIA Y SÁQUEME UN POCO DE BRILLO, BUEN HOMBRE.

Un mago anciano al que le estaban arreglando la barba en el otro extremo de la barbería se puso tenso al oír aquellas palabras sombrías y plúmbeas, y se volvió. Palideció y luego murmuró unos cuantos encantamientos protectores cuando la Muerte se volvió muy despacio para lograr el máximo efecto y le obsequió con una sonrisa.

Minutos más tarde, un tanto tímidamente y con frío en las orejas, Mort regresó a los establos donde la Muerte había dejado su caballo. Ensayó un pavoneo, pues creía que el traje y el corte de pelo nuevos lo exigían. No le salió demasiado bien.

* * *

Mort despertó.

Se quedó mirando el techo mientras su memoria hacía un rápido rebobinado y los acontecimientos de la noche anterior se cristalizaban en su mente como cubitos de hielo.

Era imposible que se hubiera encontrado con la Muerte. Y que hubiera comido con un esqueleto de ojos azules y brillantes. Tenía que tratarse de un sueño raro. Era imposible que hubiera montado a la grupa de un enorme caballo blanco que se había remontado en el cielo al galope para dirigirse…

¿… adónde?

La respuesta fluctuó en su mente con la inevitabilidad de una reclamación de impuestos.

Allí.

Con las manos se tanteó hasta llegar al pelo cortado y luego recorrió las sábanas y notó la tela suave y resbaladiza. Era mucho más fina que la lana a la que lo tenían acostumbrado en su casa, un tejido áspero que olía siempre a oveja; aquellas sábanas eran como hielo cálido y seco.

Salió de la cama a toda prisa y observó la habitación.

En primer lugar, era grande, más grande que toda su casa, y seca, seca como las viejas tumbas de los antiguos desiertos. El aire tenía un sabor que… era como si lo hubieran cocido durante horas y lo hubieran dejado enfriar. La alfombra que tenía debajo de los pies era lo bastante mullida como para ocultar a una tribu de pigmeos; al recorrerla, soltaba descargas estáticas. Todo estaba decorado en tonos de púrpura y negro.

Bajó la mirada y se observó el cuerpo, enfundado en un largo camisón blanco. Su ropa estaba prolijamente doblada sobre una silla, junto a la cama; no pudo dejar de notar que la silla tenía un cráneo y unos huesos delicadamente tallados.

Mort se sentó en el borde de la cama y empezó a vestirse mientras los pensamientos se agolpaban en su mente.

Abrió la pesada puerta de roble y sintió una extraña decepción cuando no la oyó crujir ominosamente.

Fuera, vio un pasillo de madera vacío, con enormes velas amarillas colocadas en unos soportes en la pared más alejada. Mort salió de puntillas y avanzó con paso furtivo por el suelo de tablas hasta llegar a una escalera. Logró subirla sin que nada espantoso le ocurriera, y llegó a algo que parecía un vestíbulo de entrada lleno de puertas. Vio una gran profusión de fúnebres cortinas y un reloj de péndulo con un tictac como el latido de una montaña. Junto a él había un paragüero.

En su interior había una guadaña.

Mort miró las puertas que lo rodeaban. Parecían importantes. En sus arcos se veía tallado el motivo con huesos que ya le resultaba familiar. Cuando se disponía a abrir la que tenía más a mano, a su espalda oyó una voz que le decía:

—No debes entrar ahí, muchacho.

Tardó un momento en darse cuenta de que no era la voz de su conciencia, sino palabras humanas emitidas por una boca y transmitidas a sus oídos mediante un adecuado sistema de compresión del aire, tal y como estaba previsto por la naturaleza. La naturaleza se había tomado muchas molestias sólo por cinco palabras con un ligero tono petulante.

Se volvió. Había allí una muchacha, más o menos de su altura, y tal vez unos años mayor que él. Tenía el cabello de plata, los ojos con un brillo perlado, y llevaba uno de esos interesantes pero poco prácticos vestidos largos que suelen lucir las heroínas trágicas que aprietan contra el pecho una sola rosa mientras contemplan la luna con mucho sentimiento. Mort no había oído jamás la palabra «prerrafaelista», lo cual es una lástima, porque habría sido la descripción perfecta. No obstante, ese tipo de muchachas tienden a ser más bien translúcidas y tísicas, mientras que el aspecto de ésta sugería un exceso de bombones.

Lo miró con la cabeza ladeada mientras con el pie golpeteaba el suelo, irritada. Acto seguido, tendió rápidamente la mano y le pellizcó con fuerza el brazo.

—¡Ay!

—Mmm. De modo que eres real de verdad —dijo—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Mortimer. Me llaman Mort —repuso frotándose el codo—. ¿Por qué lo has hecho?

—Te llamaré muchacho —dijo—. Como comprenderás, no te debo ningún tipo de explicación, pero si te empeñas en saberlo, lo hice porque pensaba que estabas muerto. Pareces muerto.

Mort no dijo nada.

—¿Se te han comido la lengua los ratones?

En realidad, Mort estaba contando hasta diez.

—No estoy muerto —respondió cuando hubo terminado—. Al menos creo que no lo estoy. Resulta un tanto difícil de decir. ¿Quién eres?

—Puedes llamarme señorita Ysabell —repuso ella, altiva—. Me ha dicho mi madre que debes comer. Sígueme.

Majestuosa, se dirigió hacia una de las puertas. Mort la siguió a una distancia prudente, para que ella no tuviese ocasión de volverse otra vez y pellizcarle el otro codo.

Al cruzar la puerta, se encontraron en una cocina larga, baja y cálida, con cacharros de cobre colgados del techo y una enorme cocina de hierro negro que ocupaba una pared entera. Un anciano se encontraba delante de la cocina, friendo huevos con beicon y silbando por lo bajo.

El olorcillo que provenía del otro lado de la habitación sedujo las papilas gustativas de Mort, sugiriéndole que si llegaban a reunirse, se lo iban a pasar en grande. Notó que avanzaba sin haber consultado siquiera a sus piernas.

—Albert, aquí tienes a otro para desayunar —le espetó Ysabell.

El hombre volvió lentamente la cabeza y asintió sin decir palabra.

—He de decir —comentó ella dirigiéndose a Mort—, que con toda la gente que hay para elegir en el Disco, mi madre podría haber traído algo mejor que tú. Supongo que tendré que arreglármelas contigo.

Salió de la cocina con paso majestuoso y cerró de un portazo.

—¿Arreglárselas para qué? —inquirió Mort sin dirigirse a nadie en particular.

En la habitación sólo se oyó el chisporroteo de la sartén y el ruido del carbón al desmoronarse en el corazón ígneo de la cocina. Mort notó que en la puerta del horno estaban grabadas las palabras «La pequeña Moloch (patentada)».

El cocinero no parecía fijarse en él, de modo que Mort apartó una silla y se sentó a la mesa blanca y limpia.

—¿Setas? —preguntó el hombre sin volverse.

—¿Mmm? ¿Qué?

—He preguntado si quieres setas.

—Ah, perdona. No, gracias —repuso Mort.

—Pues muy bien, señorito.

Se volvió y enfiló hacia la mesa.

Incluso después de haberse acostumbrado, Mort siempre contenía el aliento cuando veía andar a Albert. El sirviente de la Muerte era uno de esos ancianos delgados como un palo, de nariz afilada, que siempre dan la impresión de llevar guantes con los dedos cortados —aunque no los lleven— y su manera de andar era una secuencia de complicados movimientos. Albert se inclinó hacia adelante y su brazo izquierdo comenzó a ir hacia atrás, despacio al principio, pero luego con un agitado movimiento espasmódico que de repente, más o menos en el momento en que su observador esperaba que el brazo se le saliera a la altura del codo, se transmitía al resto de su cuerpo para llegar a las piernas, que lo desplazaban hacia adelante como una zancuda veloz. La sartén describió en el aire una serie de intrincadas curvas para detenerse justo encima del plato de Mort.

Albert llevaba puestas el tipo correcto de gafas, con el cristal en forma de media luna, que le permitían espiar por encima de ellas.

—Quizá haya un poco de gachas para después —le sugirió, y guiñó un ojo, aparentemente para incluir a Mort en la conspiración mundial de las gachas.

—Perdóname —dijo Mort—, pero ¿dónde estoy exactamente?

—¿No lo sabes? Esta es la casa de la Muerte, muchacho. Te trajo anoche.

—Ya… algo recuerdo. Pero…

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