Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La Muerte misma estaba un tanto distraída. Miraba, pensativa, los restos dentados de la vida del duque.

Mort gritó y blandió la espada hacia arriba animado por los débiles vítores del grupo que llevaba rato esperando a que lo hiciera. Hasta Albert aplaudía con sus manos arrugadas.

Pero en lugar del tintineo de cristal que Mort había esperado no hubo… nada.

Se volvió y lo intentó otra vez. La hoja de la espada atravesó el cristal sin romperlo.

El cambio en la textura del aire le hizo mover la espada y ponerla en posición de ataque justo a tiempo para desviar una maligna estocada descendente. La Muerte se apartó de un salto justo a tiempo para esquivar el contragolpe de Mort, que fue lento y débil.

—ASÍ SE ACABA, MUCHACHO.

—Mort —aclaró Mort. Levantó la mirada—. Mort —repitió, y levantó la espada con tanta fuerza que partió en dos el mango de la guadaña.

La rabia bullía en su interior. Si iba a morir, al menos moriría con su nombre correcto.

—¡Mort, mal nacida! —gritó y enfiló derecho hacia la calavera sonriente mientras la espada ronroneaba en una complicada danza de luz azulada.

La Muerte retrocedió tambaleante, mientras reía y se agachaba bajo la lluvia de furiosos mandobles que recortaron en más pedazos el mango de la guadaña.

Mort se movió en círculos a su alrededor, repartiendo mandobles a diestro y siniestro, y sombríamente consciente, incluso a través de la roja bruma de la ira, de que la Muerte seguía cada uno de sus movimientos, empuñando como espada la hoja huérfana de la guadaña. No lograba encontrar un hueco en la defensa de la Muerte y el motor de su rabia no duraría. Nunca la derrotarás, se dijo. Lo mejor que podemos hacer es mantenerla a raya durante un rato. Y tal vez, después de todo, perder sea mejor que ganar. Al fin y al cabo, ¿quién necesita la eternidad?

A través del telón de su fatiga vio a la Muerte extenderse cuan largos eran sus huesos para hacer que su arma describiese un arco lento y tranquilo, como pasando por un montón de melaza.

—¡Madre! —chilló Ysabell.

La Muerte volvió la cabeza.

Posiblemente, la mente de Mort agradeciera la perspectiva de la vida futura, pero su cuerpo, que quizá sintiera que era quien más iba a perder en ese juego, se rebeló. Fue su cuerpo, pues, el que levantó el brazo en el que empuñaba la espada y con un mandoble imparable, le quitó el arma a la Muerte y luego la acorraló contra la columna más cercana.

En el repentino silencio, Mort cayó en la cuenta de que ya no oía un ruidito entrometido que, durante los últimos diez minutos, había estado justo en el umbral de lo audible. Miró de reojo.

Su arena ya se estaba agotando.

—ADELANTE.

Mort levantó la espada y miró en el fondo de los dos fuegos azules.

Bajó la espada.

—No.

El pie de la Muerte salió disparado a la altura de la entrepierna con una velocidad que hizo dar un respingo incluso a Buencorte.

Mort se ovilló silenciosamente como una pelota y salió rodando por el suelo. A través de las lágrimas vio que la Muerte avanzaba con la hoja de la guadaña en una mano y el reloj de arena de Mort en la otra. Vio que Keli e Ysabell eran apartadas con un desdeñoso empellón cuando intentaron agarrarla por la túnica. Vio como Buencorte recibía un codazo en las costillas y su candelabro se alejaba rodando ruidosamente por las baldosas.

La Muerte se alzó sobre él. La punta de la hoja flotó durante un momento ante los ojos de Mort y luego se elevó en el aire.

—Tienes razón. La justicia no existe. Sólo existes tú.

La Muerte vaciló; después, lentamente, bajó la hoja. Se volvió y miró desde su altura el rostro de Ysabell. La muchacha temblaba de ira.

—¿QUÉ HAS QUERIDO DECIR?

Lanzó una mirada enfurecida a la Muerte; después, su mano se extendió hacia atrás y describió un breve arco para extenderse hacia adelante y hacer contacto con un sonido como una caja de dados.

No fue tan fuerte como el silencio que lo siguió.

Keli cerró los ojos. Buencorte se alejó y se puso los brazos sobre la cabeza.

Muy despacio, la Muerte se llevó una mano a la calavera.

El pecho de Ysabell subía y bajaba de un modo que habría hecho que Buencorte abandonara la magia de por vida.

Finalmente, con una voz más hueca que de costumbre, la Muerte le preguntó:

—¿POR QUÉ?

—Dijiste que jugar con el destino de una sola persona podía destruir el mundo entero —le recordó Ysabell.

—¿Y?

—Has jugado con el de él. Y con el mío. —Con un dedo tembloroso señaló los fragmentos de vidrio que había en el suelo y añadió—: Y con los de esos también.

—¿Y ENTONCES?

—¿Qué van a exigirte los dioses por eso?

—¿A MÍ?

—¡Sí!

La Muerte se mostró sorprendida.

—LOS DIOSES NO ME PUEDEN EXIGIR NADA. A LA LARGA, HASTA LOS DIOSES DEBEN RENDIRME CUENTAS.

—No parece muy justo, ¿verdad? ¿Acaso los dioses no se ocupan de la justicia y la piedad? —le espetó Ysabell.

Sin que nadie lo advirtiera, había levantado la espada.

La Muerte sonrió, burlona.

—APLAUDO TUS ESFUERZOS —le dijo—, PERO NO TE SERVIRÁN DE NADA. APÁRTATE.

—No.

—DEBES SABER QUE NI SIQUIERA EL AMOR TE SERVIRÁ PARA DEFENDERTE DE MÍ. LO SIENTO.

Ysabell levantó la espada y le preguntó:

—¿Lo sientes, que tú lo sientes?

—APÁRTATE, TE DIGO.

—No. Esto que haces es por pura venganza. ¡No es justo!

La Muerte inclinó la calavera un momento y luego la miró con ojos encendidos.

—HARÁS LO QUE TE ORDENO.

—No lo haré.

—ME ESTÁS DIFICULTANDO MUCHO LAS COSAS.

—Me alegro.

La Muerte tamborileó impacientemente con los dedos sobre la hoja de la guadaña, produciendo un sonido como el de un ratón bailando zapateado sobre una lata. Daba la impresión de estar reflexionando. Contempló a Ysabell, que se alzaba junto a Mort, y luego se volvió para mirar a los demás, acurrucados contra un estante.

—NO —dijo finalmente—. NO. A MÍ NO SE ME PUEDEN DAR ÓRDENES. NADIE PUEDE OBLIGARME. SÓLO HARÉ LO QUE SÉ QUE ES CORRECTO.

Agitó una mano y la espada que empuñaba Ysabell saltó al suelo con un chirrido. Hizo otro complicado ademán y la muchacha se elevó por el aire, y quedó sujeta suavemente, aunque con firmeza, contra la columna más cercana.

Mort vio como la parca volvía a avanzar hacia él blandiendo la hoja, dispuesta a asestar el golpe final. Se detuvo sobre el muchacho.

—NO SABES COMO SIENTO TODO ESTO —dijo.

Mort se incorporó apoyándose en los codos.

—Tal vez sí.

La Muerte lo miró sorprendida durante varios segundos y luego se echó a reír. El sonido recorrió misteriosamente la habitación, reverberando en los estantes, mientras la Muerte, que seguía riendo como un terremoto en un cementerio, sostenía el reloj de arena de Mort delante de los ojos de su propietario.

Mort intentó enfocar la vista. Vio el último grano deslizarse por la superficie lisa y brillante, vacilar en el borde y luego caer en cámara lenta, hacia el fondo. La luz de la vela se reflejó en sus diminutas facetas de sílice mientras se precipitaba suavemente hacia abajo. Se depositó sin ruido formando un pequeño cráter.

La luz de los ojos de la Muerte brilló hasta llenar la vista de Mort y el sonido de sus carcajadas sacudió el universo.

Y entonces, la Muerte le dio la vuelta al reloj de arena.

* * *

Una vez más, el gran salón de Sto Lat estaba iluminado por la luz de las velas y en él se oía el bullicio de la música.

Mientras los invitados bajaban en tropel las escaleras para dirigirse a la mesa de manjares fríos, el Maestro de Ceremonias anunciaba sin parar a quienes, por motivos de importancia o por pura distracción, habían aparecido tarde. Como por ejemplo:

—El Reconocedor Real, Maestre de la Alcoba de la Reina, Su Honorabilíssssimo Ígneo Buencorte, Hechicero de Primer Grado por la Universidad Invisible.

Buencorte se acercó sonriente a la real pareja con un enorme cigarro en una mano.

—¿Puedo besar a la novia? —preguntó.

—Si a los hechiceros les está permitido —respondió Ysabell ofreciéndole una mejilla.

—Los fuegos artificiales nos han parecido maravillosos —dijo Mort—. Supongo que muy pronto habrán reconstruido el muro exterior. Seguramente ya sabrás cómo llegar hasta la comida.

—Últimamente tiene mucho mejor aspecto —dijo Ysabell tras la sonrisa almidonada, cuando Buencorte se perdió entre el gentío.

—Claro que también hace mucho el hecho de ser la única persona que no se molesta en obedecer a la reina —dijo Mort intercambiando unas inclinaciones de cabeza con un noble que pasaba por allí delante.

—Dicen que él es el verdadero motor que hay detrás del trono —comentó Ysabell—. Que es una eminencia no sé qué más.

—Una eminencia grasa —acotó Mort distraídamente—. ¿Te has fijado que ya no practica la magia?

—Cállatequeahívieneella.

—Su Majestad Suprema, la reina Kelirehenna I, Señora de Sto Lat, Protectora de los Ocho Protectorados y Emperatriz del Largamente Debatido Trozo hacia el Eje de Sto Kerrig.

Ysabell hizo una reverencia. Mort se inclinó. Keli les sonrió a los dos. No pudieron por menos de notar que estaba bajo una influencia que la inclinaba a utilizar ropas que por lo menos siguiesen someramente su silueta, y a abandonar peinados que pareciesen descendientes de las piñas y el algodón de azúcar.

Besó a Ysabell en la mejilla y luego retrocedió para mirar a Mort de arriba abajo.

—¿Qué tal marcha Sto Helit? —le preguntó.

—Bien, bien —repuso Mort—. Aunque deberemos hacer algo con los sótanos. Tu difunto tío tenía unas…, unas aficiones de lo más raras, y…

—Se refiere a ti —susurró Ysabell—. Es tu nombre oficial.

—Prefería Mort —dijo Mort.

—El escudo es de lo más interesante —dijo la reina—. Guadañas cruzadas sobre un reloj de arena rampante sobre un campo color sable. Le causó al Colegio Real un verdadero dolor de cabeza.

—No es que me importe ser duque —dijo Mort—. Lo que realmente me impresiona es estar casado con una duquesa.

—Ya te acostumbrarás.

—Espero que no.

—Bien. Y ahora, Ysabell —dijo Keli apretando la mandíbula—, si vas a moverte en los círculos de la realeza, hay ciertas personas que debes conocer…

Ysabell lanzó a Mort una mirada desesperada cuando la condujeron a través del gentío y se perdió de vista.

Mort se pasó un dedo por el interior del cuello, miró hacia ambos lados y luego corrió a refugiarse en un rincón, a la sombra de los helechos, para estar un momento a solas.

Detrás de él, el Maestro de Ceremonias carraspeó. Sus ojos se perdieron en la distancia con una mirada vidriosa.

—La Hurtadora de Almas —anunció con el tono lejano de la persona cuyos oídos no oyen lo que su boca dice—. Vencedora de Imperios, Deglutidora de Océanos, Ladrona de los Años, la Realidad Final, Cosechadora de la Humanidad, la…

—ESTÁ BIEN, ESTÁ BIEN. YA PASARÉ YO SOLA.

Mort se detuvo con un muslo de pavo a medio camino de la boca. No se volvió. No era preciso. Aquella era una voz inconfundible, se sentía más que se oía, por la forma en que el aire se helaba y se ensombrecía. Las conversaciones y la música de la fiesta de bodas se fueron apagando hasta que se hizo el silencio.

—No pensábamos que vendrías —dijo hacia una maceta con helechos.

—¿A LA BODA DE MI PROPIA HIJA? DE TODOS MODOS, ES LA PRIMERA VEZ QUE ME ENVÍAN UNA INVITACIÓN PARA ALGO. SI HASTA TENÍA LOS BORDES DORADOS Y PONÍA «CONFIRME ASISTENCIA» Y TODO.

—Sí, pero como no asististe a la ceremonia…

—PENSÉ QUE QUIZÁ NO SERÍA DEL TODO APROPIADO.

—Ya, sí, me lo figuro…

—PARA SER SINCERA, CREÍ QUE IBAS A CASARTE CON LA PRINCESA.

Mort se sonrojó y repuso:

—Lo discutimos. Y luego pensamos que por el simple hecho de haber rescatado a una princesa no había por qué precipitarse.

—MUY SENSATO. SON DEMASIADAS LAS JÓVENES QUE SE LANZAN A LOS BRAZOS DEL PRIMER MUCHACHO QUE LAS DESPIERTA DESPUÉS DE UN SUEÑO DE CIEN AÑOS, POR EJEMPLO.

—En fin, que pensamos que después de todo, cuando llegara a conocer a fondo a Ysabell, bueno que…

—SÍ, SÍ, DE ESO ESTOY SEGURA. EXCELENTE DECISIÓN. SIN EMBARGO, HE DECIDIDO NO INTERESARME MÁS EN LOS ASUNTOS HUMANOS.

—¿De veras?

—SALVO POR MOTIVOS OFICIALES, CLARO ESTÁ. ME NUBLABA EL JUICIO.

Una mano esquelética apareció en el campo visual de Mort y ensartó diestramente un huevo relleno. Mort se giró en redondo.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó—. ¡Tengo que saberlo! ¡En un momento dado nos encontrábamos en la Sala Larga, y al momento siguiente, nos vimos en un campo, en las afueras de la ciudad, y éramos realmente nosotros! Quiero decir que hubo que alterar la realidad para que cupiésemos nosotros. ¿Quién lo hizo?

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