—Bajemos al río. Creo que a todos nos vendría bien beber un poco.
—¿Qué me ha pasado?
Ysabell se encogió de hombros como pudo sin dejar de sostenerlo.
—Alguien utilizó el Rito de CuesthiEnte. Mi madre lo detesta. Dice que siempre la invocan en los momentos menos oportunos. La parte tuya que era la Muerte se fue y tú te quedaste aquí. Creo. Al menos has recuperado tu voz.
—¿Qué hora es?
—¿A qué hora dijiste que los sacerdotes cerrarían la pirámide?
Mort intentó ver a través de las lágrimas y miró hacia la tumba del rey. Ya estaba, unos dedos como antorchas se disponían a sellar la puerta. Según la leyenda, muy pronto los guardianes cobrarían vida y comenzarían su eterna vigilancia.
Lo sabía. Recordaba ese conocimiento. Recordaba que su mente se había sentido fría como el hielo e ilimitada como el cielo nocturno. Recordaba que sería invocado a una existencia renuente en el momento en que viviera la primera criatura, y que tendría la certeza de que viviría más que la vida misma hasta que el último ser del universo hubiera acudido a recibir su recompensa, y entonces, a él le correspondería, hablando en sentido figurado, colocar las sillas sobre las mesas y apagar todas las luces.
Recordaba la soledad.
—No me abandones —dijo con urgencia.
—Estaré aquí hasta cuando me necesites.
—Es medianoche —dijo él monótonamente, dejándose caer junto al Camis-Het y bajando la cabeza dolorida hasta el agua. A su lado oyó un ruido como el de una bañera al vaciarse cuando Binky se puso a beber.
—¿Significa que hemos llegado demasiado tarde?
—Sí.
—Lo siento. Ojalá pudiera hacer algo.
—No puedes.
—Al menos mantuviste la promesa que le hiciste a Albert.
—Sí —admitió Mort amargamente—. Al menos hice eso.
Todo un disco de distancia…
Debería existir una palabra que describiese la microscópica chispa de esperanza que uno no se atreve siquiera a sentir, no sea que el mero hecho de reconocerlo la hiciera desaparecer, como intentar mirar un fotón. No queda más remedio que acercarse furtivamente a ella, mirarla sin verla, seguir de largo y esperar que crezca lo suficiente como para enfrentarse al mundo.
Levantó la cabeza empapada y miró hacia el horizonte de poniente, tratando de recordar el enorme modelo del Disco que había en el estudio de la Muerte sin dejar que el universo se enterara de lo que estaba pensando.
En momentos como aquél, puede dar la impresión de que la eventualidad está tan bien equilibrada que sólo el pensar en voz demasiado alta podría echarlo todo a perder.
Se orientó siguiendo los leves torrentes de luz del Eje que bailaban entre las estrellas y adivinó, con bastante inspiración, por cierto, que Sto Lat se encontraba… por allá…
—Medianoche —dijo en voz alta.
—Pasada ya —acotó Ysabell.
Mort se puso en pie, procuró que la dicha no manara de él como la luz de un faro, y aferró las riendas de Binky.
—Vamos, no tenemos mucho tiempo.
—¿De qué hablas?
Mort se agachó para ayudarla a montar. Fue una bonita idea que a punto estuvo de derribarlo de la silla. Ella volvió a colocarlo en su sitio y montó sola. Binky se movió inquieto. Presintiendo la febril emoción de Mort, bufó y piafó en la arena.
—Te he preguntado de qué hablas.
Mort hizo girar al caballo en dirección al fulgor lejano del poniente.
—La velocidad de la noche —dijo.
* * *
Buencorte asomó la cabeza por entre las almenas del palacio y gimió. La zona de contacto se encontraba a una calle de distancia, claramente visible en el octarino, y no tenía que esforzar la imaginación para oír el chisporroteo. Lo oía muy bien: era el zumbido horrendo, como de sierra dentada que producían las partículas de la posibilidad al chocar contra la zona de contacto despidiendo su energía en forma de sonido. Mientras avanzaba por la calle, el muro perlado engullía las banderas, las antorchas y las multitudes reunidas dejando sólo calles oscuras. En algún lugar, allá afuera, pensó Buencorte, estoy durmiendo a pierna suelta en mi cama y nada de esto ha ocurrido. Qué afortunado soy.
Se agachó, bajó la escalera hasta los adoquines y volvió a paso ligero al salón principal con la túnica enredándosele en las pantorrillas. Pasó por el pequeño postigo de la gran puerta y ordenó a los guardias que la cerraran con llave; luego volvió a subirse la túnica y salió a toda carrera por un pasillo lateral para que no lo viesen los invitados.
El salón estaba iluminado por miles de velas y lleno de dignatarios de la llanura de Sto, casi ninguno de los cuales tenía una clara idea de por qué estaba allí. Ah, y por supuesto, estaba también el elefante.
Fue el elefante el que convenció a Buencorte que había desbordado los límites de la cordura, pero horas antes le había parecido una buena idea, cuando la exasperación que le provocaba la miopía del Sumo Sacerdote le había hecho recordar que un aserradero que había en las afueras del pueblo tenía esa bestia para levantar cargas pesadas. Era viejo, artrítico y de un humor variable, pero poseía una ventaja importante como víctima para un sacrificio. El Sumo Sacerdote podría verlo.
Media docena de guardias intentaban delicadamente de contener a la criatura, cuyo cerebro lerdo acababa de darse cuenta de que debía estar en el establo de siempre, con mucho heno, agua y tiempo para soñar con los cálidos días en las grandes planicies color caqui de Klatch. Se estaba impacientando.
No tardará en resultar evidente que otro motivo de su creciente inquietud reside en el hecho de que, en la confusión previa a la ceremonia, su trompa había topado con el cáliz ceremonial, que contenía cinco litros de vino fuerte, y lo había vaciado. Ante sus ojos legañosos comienzan a brotar extrañas ideas acaloradas de baobabs arrancados, luchas con otros machos en celo, gloriosas estampidas a través de las aldeas nativas y otros placeres medio olvidados. Dentro de nada, le dará un ataque de delírium tremens y empezará a ver personas rosas.
Afortunadamente, de todo esto, Buencorte no tenía ni idea. En ese momento, el hechicero vio al ayudante del Sumo Sacerdote —un joven con aspecto impertinente que tuvo la previsión de equiparse con un mandil largo de goma y botas altas impermeables— y le hizo una seña para que diera inicio a la ceremonia.
Regresó velozmente al vestuario del sacerdote y, con gran esfuerzo logró ponerse la túnica especial para la ceremonia que la modista de palacio le había hecho, para lo cual había tenido que hurgar en el fondo de su costurero hasta dar con restos de encaje, lentejuelas e hilo dorado que le permitieran conseguir una prenda de una sobrecogedora falta de buen gusto tan grande que ni el Vicerrector de la Universidad Invisible se habría avergonzado de lucirla. Buencorte se permitió una pausa de cinco segundos delante del espejo para admirarse antes de encasquetarse el sombrero puntiagudo en la cabeza y correr hacia la puerta para detenerse justo a tiempo para salir a paso lento, tal como correspondía a una persona de importancia.
Llegó junto al Sumo Sacerdote justo cuando Keli comenzaba a avanzar por el pasillo central, flanqueada por doncellas que se arremolinaban a su alrededor como remolcadores en torno a un transatlántico.
A pesar de los contratiempos del traje hereditario, Buencorte consideró que estaba hermosa. Tenía un no sé qué que la hacía…
Apretó los dientes e intentó concentrarse en las medidas de seguridad. Había apostado guardias en varios sitios estratégicos del salón, por si el duque de Sto Helit intentaba llevar a cabo reordenamientos de última hora en la línea de sucesión real, y se recordó que debía vigilar especialmente al duque, que estaba sentado en la primera fila, con una extraña sonrisa tranquila en el rostro. Los ojos del duque se encontraron con los de Buencorte, y el hechicero apartó rápidamente la vista.
El Sumo Sacerdote levantó las manos para imponer silencio. Buencorte se acercó sigilosamente cuando el hombre se volvió hacia el Eje y con voz cascada comenzó a invocar a los dioses.
Buencorte volvió a echar una rápida mirada en dirección al duque.
—Escuchadme, mmm, oh, dioses…
¿Acaso Sto Helit miraba hacia la oscuridad plagada de murciélagos que había entre las vigas del techo?
—… escúchame, Oh, Ciego Io de los Cien Ojos; escúchame, Oh, Gran Offler, el de las Fauces Llenas de Pajaritos; escúchame, Oh, Destino Piadoso; escúchame, Oh, Frío, mmm, Hado; escúchame, Oh, Sek, la de las Siete Manos; escúchame, Oh, Hoki de los Bosques; escúchame, Oh…
Horrorizado, Buencorte se dio cuenta de que, haciendo caso omiso de todas las instrucciones, el viejo reblandecido se disponía a mencionarlos a todos. En el Disco había más de novecientos dioses conocidos, y cada año los teólogos investigadores iban descubriendo más. Podrían tardar horas. La congregación comenzaba ya a mover los pies.
Keli se encontraba de pie, ante el altar, con una mirada iracunda en los ojos. Buencorte le metió al Sumo Sacerdote un codazo en las costillas que, al parecer, no consiguió ningún efecto digno de mención, y luego meneó las cejas desesperadamente haciéndole señas al joven acólito.
—¡Páralo! —siseó—. ¡Que no tenemos tiempo!
—Los dioses se disgustarían…
—No tanto como yo, y a mí me tienes aquí.
El acólito examinó un instante la expresión de Buencorte y decidió que más tarde se explicaría con los dioses. Le dio unos golpecitos en el hombro al Sumo Sacerdote y le susurró algo al oído.
—… Oh, Steikhegel, dios de, mmm, los establos de vacas aislados; escúchame, Oh… ¿sí? ¿Qué?
Murmullos.
—Esto es, mmm, del todo irregular. Está bien, pasaremos directamente a, mmm, la Enumeración del Linaje.
Murmullos.
El Sumo Sacerdote lanzó una mirada iracunda a Buencorte, o al menos hacia el lugar donde le parecía que se encontraba el hechicero.
—Está bien. Mmm, prepara el incienso y las fragancias para la Confesión del Cuádruple Sendero.
Murmullos.
El rostro del Sumo Sacerdote se ensombreció.
—Supongo que, mmm, queda descartada, mmm, una breve plegaria, mmm, ¿verdad? —inquirió agriamente.
—Si ciertas personas no se dan prisa —dijo Keli recatadamente—, habrá problemas.
Murmullos.
—No lo sé, no estoy seguro —dijo el Sumo Sacerdote—. Pero es posible que, mmm, a la gente no le importe nada, mmm, la ceremonia religiosa. A ver, que traigan ese elefante.
El acólito lanzó a Buencorte una mirada frenética e hizo señas a los guardias. Mientras hacían avanzar su carga ligeramente bamboleante con gritos y palos puntiagudos, el joven sacerdote se acercó sigilosamente hacia Buencorte y le metió algo en la mano.
El hechicero miró hacia abajo. Era un sombrero impermeable.
—¿Es necesario?
—El Sumo Sacerdote es muy devoto —le informó el acólito—. Quizá necesitemos un tubo de respiración.
El elefante llegó al altar y, sin demasiada dificultad, lo obligaron a arrodillarse. La bestia hipó.
—Y bien, ¿dónde está? —profirió el Sumo Sacerdote—. ¡Acabemos, mmm, de una vez con esta, mmm, farsa!
El acólito volvió a murmurar. El Sumo Sacerdote escuchó, asintió con gravedad, eligió el cuchillo inmolador de mango blanco y lo levantó con ambas manos por encima de su cabeza. Los allí congregados lo observaban conteniendo el aliento. Después, volvió a bajarlo.
—¿Delante de mí dónde?
Murmullos.
—¡Muchacho, no necesito tu ayuda! ¡Hace setenta años que sacrifico hombres, muchachos y, mmm, mujeres y animales, y cuando no pueda utilizar el, mmm, cuchillo, más vale que me entierren!
Y bajó el cuchillo describiendo un brusco arco en el aire que, por pura suerte, logró causar al elefante un leve rasguño en la trompa.
La bestia despertó de su agradable estupor reflexivo y lanzó un barrito. El acólito se volvió horrorizado para encontrarse con dos ojitos inyectados de sangre que lo miraban desde lo alto de una trompa enfurecida, y abandonó el altar de un salto.
El elefante estaba furioso. Vagos y confusos recuerdos inundaron su dolorida cabeza; recuerdos de incendios, gritos, hombres con redes, y jaulas, y lanzas, y demasiados años tirando de pesados troncos. Bajó la trompa sobre la piedra del altar y, para su propia sorpresa, la partió en dos, ensartó los trozos con los colmillos y los levantó en el aire, intentó, sin lograrlo, arrancar una columna de piedra y luego, sintiendo una repentina necesidad de aire fresco, se abrió paso por el salón embistiendo artríticamente contra cuanto se le ponía por delante.