Abajo, en las junglas tenebrosas y perfumadas, tocaban los tambores, y se alzaban columnas de bruma rizada de los ríos ocultos, bajo cuyas superficies acechaban bestias inefables, a la espera de que pasara por allí su cena.
—Ya no quedan de queso, tomarás el de jamón —le dijo Ysabell—. ¿Qué es esa luz de allí?
—Los Diques Lumínicos —respondió Mort—. Nos estamos acercando.
Sacó el reloj de arena del bolsillo y controló el nivel de la arena.
—Pero ¡no estamos lo bastante cerca, maldita sea!
Los Diques Lumínicos se extendían como estanques de luz hacia el Eje de su ruta; ciertas tribus construían paredes de espejo en las montañas del desierto para recoger la luz solar del Disco, que es lenta y ligeramente pesada. Se la utilizaba como moneda.
Binky se deslizó sobre los fuegos de los campamentos de los nómadas y sobre los pantanos silenciosos del río Camis-Het. A lo lejos, unas formas sombrías y familiares comenzaron a perfilarse bajo la luz de la luna.
—¡Las Pirámides de Camis-Het bajo la luz de la luna! —exclamó Ysabell con un hilo de voz—. ¡Qué romántico!
—ERIGIDAS CON LA SANGRE DE MILES DE ESCLAVOS —le hizo notar Mort.
—Por favor, no digas eso.
—Lo siento, pero el aspecto práctico de la cuestión es que estas…
—De acuerdo, de acuerdo, ya he captado la idea —dijo Ysabell, irritada.
—Demasiado esfuerzo sólo para enterrar a un rey muerto —dijo Mort mientras volaban en círculos sobre una de las pirámides menores—. Los llenan de conservantes para que aguanten hasta el otro mundo.
—¿Funciona?
—No de un modo evidente. —Mort se inclinó sobre el cogote de Binky—. Allá abajo hay antorchas. Espera.
Una procesión se alejaba, sinuosa, de la avenida de pirámides, guiada por una estatua gigantesca de Offler, el Dios Cocodrilo, conducida por cien esclavos sudorosos. Binky avanzó a medio galope sobre ella, sin que nadie se percatase, y realizó un aterrizaje perfecto sobre cuatro patas en la arena compacta que había a la entrada de la pirámide.
—Han encurtido a otro rey —dijo Mort.
Volvió a examinar el reloj a la luz de la luna. Era bastante sencillo, no del tipo que se suele relacionar con la realeza.
—No puede ser él —dijo Ysabell—. No los encurten cuando todavía están con vida, ¿verdad?
—Espero que no, porque leí en alguna parte que, antes de conservarlos, los… esto… abren en canal para quitarles…
—No quiero oírlo…
—… todas las partes blandas —concluyó Mort con poca convicción—. Tanto da que lo de la conservación no funcione, de verdad, pero imagínate tener que ir por ahí sin…
—De modo que no has venido a llevarte al rey —gritó casi Ysabell—. ¿Quién es, pues?
Mort se volvió hacia la oscura entrada. No la sellarían hasta el amanecer, para permitir que saliera el alma del rey fallecido. Parecía profunda y llena de presagios, sugería unos fines mucho más horrendos que, por ejemplo, mantener la navaja bien afilada.
—Averigüémoslo —dijo Mort.
* * *
—¡Atención, que ahí viene!
Los ocho hechiceros más veteranos de la Universidad se colocaron en fila. Arrastrando los pies, intentaron alisarse las barbas y, en general, hicieron un esfuerzo inútil por mostrarse presentables. No era fácil. Los habían sacado de sus laboratorios, de delante de un fuego abrasador mientras se tomaban un coñac de sobremesa o de la tranquila contemplación debajo de un pañuelo en una silla cómoda, y todos ellos se sentían sumamente aprensivos y más bien asombrados. No paraban de echar miradas al pedestal vacío.
Sólo una criatura habría podido describir las expresiones de sus caras; habría sido una paloma que no sólo se ha enterado de que lord Nelson se ha bajado de su columna, sino que también le ha visto comprándose un arma de repetición del calibre 12 y una caja de municiones.
—¡Viene por el pasillo! —gritó Rincewind y se ocultó detrás de una columna.
Los magos reunidos contemplaban las enormes puertas dobles como si estuviesen a punto de explotar, lo cual demuestra cuán prescientes eran, porque, efectivamente, explotaron. Sobre ellos cayó una lluvia de trozos de roble del tamaño de cerillas y una delgada figura quedó perfilada contra la luz. En una mano sostenía un báculo humeante. En la otra, un sapo amarillo.
—¡Rincewind! —aulló Albert.
—¡Señor!
—Llévate esta cosa y deshazte de ella.
El sapo saltó a la mano de Rincewind y le lanzó una mirada como pidiéndole disculpas.
—Es la última vez que ese maldito tabernero se insolenta con un hechicero —dijo Albert con satisfacción presuntuosa—. Es el colmo, vuelvo la espalda unos cuantos siglos, y de repente, toda la gente de este pueblo tiene el valor de creerse que le pueden contestar a un hechicero, ¿eh?
Uno de los magos veteranos balbuceó algo.
—¿Qué has dicho? ¡Habla más alto!
—Como tesorero de esta Universidad, debo decir que siempre hemos favorecido la política de buenas relaciones con los vecinos y respeto a la comunidad —balbuceó el hechicero, tratando de esquivar la mirada penetrante de Albert.
Había que tener en cuenta que llevaba en la conciencia un orinal volcado y tres casos de grafiti obscenos.
Albert se quedó boquiabierto.
—¿Por qué? —preguntó.
—Bueno, esto… por un sentido del deber cívico, creemos que es de vital importancia que mostremos una conducta ejem… ¡aaargh!
El hechicero intentó desesperadamente apagar las llamas de su barba. Albert bajó el báculo y paseó la vista por la fila de magos. Bajo su mirada, se agitaron como la hierba en un vendaval.
—¿Alguno más quiere mostrar un sentido del deber cívico? —inquirió—. ¿Hay algún otro buen ciudadano? —Se irguió cuan alto era—. ¡Gusanos sin carácter! ¡No he fundado esta Universidad para que acabaseis prestando a los vecinos la cortadora de césped! ¿De qué sirve tener poder si no sabéis hacerlo valer? Si un hombre no os muestra respeto, arrasáis su posada hasta que no quede ni para asar castañas, ¿entendido?
De entre los magos surgió algo parecido a un suave suspiro. Miraron con tristeza al sapo que Rincewind tenía en la mano. En sus días de juventud, la mayoría de ellos habían dominado el arte de emborracharse como cubas en el Tambor. Evidentemente, todo eso había quedado atrás, pero la cena anual de cuchillo y tenedor del Gremio de Mercaderes se habría celebrado al día siguiente, en el salón que había en el piso superior del Tambor, y todos los hechiceros del Octavo Nivel habían recibido invitaciones gratuitas; habrían tomado cisne asado y dos clases de bizcocho borracho, con gelatina, frutas y natillas, y montones de brindis fraternales a la salud de «Nuestros estimados, no, distinguidos huéspedes» hasta que llegara la hora de que apareciesen los conserjes de la facultad con los carros.
Albert se paseó delante de la fila, hurgando con el báculo alguna que otra barriga. La mente le bailaba y le cantaba. ¿Volver? ¡Jamás! Aquello sí era poder, aquello era vida; retaría a la vieja caradehueso y le escupiría en las vacías cuencas de los ojos.
—¡Por el Espejo Humeante de Grism que por aquí habrá algunos cambios!
Aquellos hechiceros que habían estudiado historia asintieron incómodos. Volverían a los suelos de piedra, y a levantarse cuando todavía era de noche, y nada de alcohol bajo ninguna circunstancia, y tendrían que memorizar los verdaderos nombres de las cosas hasta que el cerebro les chillara.
—¡Qué hace ese hombre!
Un hechicero que distraídamente había sacado la bolsita del tabaco, dejó caer de entre los dedos el cigarrillo a medio liar. Rebotó al tocar el suelo y todos los hechiceros se quedaron mirando con ojos ansiosos cómo rodaba hasta que Albert dio un elegante paso al frente y lo aplastó.
Albert giró en redondo. Rincewind, que lo había seguido como una especie de ayudante extraoficial, a punto estuvo de tragárselo.
—¡Tú! ¡Rinceloquesea! ¿Fumas?
—¡No, señor! ¡Asquerosa costumbre! —Rincewind esquivó la mirada de sus superiores.
Repentinamente, fue consciente de haberse ganado unos cuantos enemigos eternos, y no le sirvió de consuelo el saber que, quizá, no le durasen demasiado.
—¡Muy bien! Aguántame el báculo. Y ahora vosotros, atajo de apóstatas, esto se acabó, ¿me oís? ¡Mañana por la mañana, lo primero que haréis es levantaros al amanecer, daréis tres vueltas alrededor del cuadrángulo y volveréis aquí para hacer ejercicio! ¡Tomaréis comidas equilibradas! ¡Estudiaréis! ¡Haréis gimnasia saludable! ¡Y ese maldito simio irá a un circo!
—¿Oook?
Algunos de los hechiceros más ancianos cerraron los ojos.
—Pero antes —anunció Albert bajando la voz— me haréis el favor de preparar el Rito de CuesthiEnte. —Hizo una pausa y luego añadió—: Tengo unos asuntos que atender.
* * *
Mort avanzó a grandes zancadas por los corredores oscuros como gatos negros de la pirámide, seguido de cerca por Ysabell. El leve brillo de su espada dejaba entrever cosas desagradables; Offler, el Dios Cocodrilo, resultaba un anuncio de cosméticos comparado con algunas de las cosas adoradas por el pueblo de Camis-Het. En unos nichos que había en las paredes se encontraban estatuas de criaturas aparentemente construidas con todos los restos que le habían sobrado a Dios.
—¿Para qué están aquí? —susurró Ysabell.
—Los sacerdotes camishetanos dicen que cobran vida cuando sellan la pirámide y acechan por los pasillos para proteger el cuerpo del rey de los ladrones de tumbas —repuso Mort.
—¡Qué superstición más horrible!
—¿Quién ha hablado de superstición? —inquirió Mort distraídamente.
—¿De veras cobran vida?
—Sólo te diré que cuando los camishetanos le echan la maldición a un sitio, no se andan con chiquitas.
Mort giró en una esquina e Ysabell lo perdió de vista durante un momento de infarto. Se escabulló en la oscuridad y fue a chocar con él. Examinaba un pájaro con cabeza de can.
—¡Aaj! —exclamó la muchacha—. ¿Es que no te da escalofríos en la espalda?
—No —repuso Mort, categórico.
—¿Por qué no?
—PORQUE SOY MORT.
Se volvió y entonces Ysabell vio que los ojos del muchacho brillaban azulados como puntas de alfileres.
—¡Para ya!
—No… PUEDO.
Ysabell intentó reírse. Pero no le sirvió de nada.
—No eres la Muerte —le dijo—. Sólo estás haciendo su trabajo.
—LA MUERTE ES TODA AQUELLA PERSONA QUE HACE EL TRABAJO DE LA MUERTE.
La pausa asombrada que siguió a aquella declaración fue interrumpida por un gruñido que provenía de un sitio más alejado del oscuro pasadizo. Mort se volvió sobre sus talones y se dirigió hacia allí.
Tiene razón, pensó Ysabell. Hasta la forma de moverse…
Pero el miedo a la oscuridad que la luz le provocó fue suficiente para que venciera todas las dudas, y salió tras él; giró una esquina y, bajo el fulgor caprichoso que provenía de la espada, se encontró con algo que parecía un cruce entre un tesoro y un desván atestado.
—¿Qué es este lugar? —susurró—. ¡En mi vida había visto tantos trastos!
—EL REY SE LO LLEVA CONSIGO AL OTRO MUNDO —respondió Mort.
—Está claro que no cree en eso de viajar ligero de equipaje. Fíjate, un barco entero. ¡Y una bañera de oro!
—NO CABE DUDA DE QUE QUIERE ESTAR LIMPIO PARA CUANDO LLEGUE.
—¡Y todas esas estatuas!
—LAMENTO DECIR QUE ESAS ESTATUAS ERAN PERSONAS. SIRVIENTES PARA EL REY, ¿COMPRENDES?
El rostro de Ysabell se crispó
—LOS SACERDOTES LOS ENVENENAN.
Se oyó otro gruñido que provenía del otro lado de la estancia atestada. Mort lo siguió hasta sus orígenes, pasando torpemente por encima de alfombras enrolladas, manojos de dátiles, cajas con vajillas y pilas de gemas. Era evidente que el rey había sido incapaz de decir qué iba a dejar atrás en el viaje, de modo que había decidido ir a lo seguro y llevarse todo.
—PERO NO SIEMPRE EL EFECTO ES RÁPIDO —añadió Mort sombríamente.
Ysabell se arrastró valientemente hasta donde él estaba, espió por encima de una canoa y vio a una joven tendida sobre una pila de felpudos. Vestía unos pantalones de gasa, un chaleco hecho con escasa tela y tantos brazaletes que habrían alcanzado para amarrar un barco de tamaño decente. Tenía la boca manchada de verde.
—¿Y duele? —inquirió Ysabell en voz baja.
—NO. CREEN QUE LOS CONDUCIRÁ AL PARAÍSO.
—¿Y es verdad?
—ES POSIBLE. ¿QUIÉN SABE?
Mort sacó el reloj de arena de un bolsillo interior y lo examinó bajo el brillo que despedía la espada. Parecía contar en voz baja, y después, con un movimiento repentino, tiró el reloj por encima del hombro y con la otra mano dejó caer la espada.
La sombra de la muchacha se sentó y se estiró, produciendo un tintineo de joyas fantasmales. Vio a Mort e inclinó la cabeza.