Mort recorrió el pasillo con paso sigiloso, giró en la esquina y a punto estuvo de tragarse a varios miembros corpulentos de la Guardia Celestial, que se encontraban arracimados alrededor de una mirilla que había en la pared de papel y se iban pasando un cigarrillo de ese modo tan característico de los soldados de servicio: oculto en la mano ahuecada.
Volvió de puntillas hasta la celosía y escuchó la siguiente conversación:
—Soy el más desafortunado de los mortales, oh, Presencia Inmanente, por haber encontrado esto en mi squishi, que por lo demás está exquisito —dijo el Visir tendiendo los palillos.
La Corte se estiró para ver. Igual que Mort. Mort no podía hacer otra cosa que estar de acuerdo con aquella declaración: la cosa era una especie de terrón verdeazulado del que pendían unos tubos de gomosos.
—El preparador de comidas será castigado, Noble Personaje de la Erudición —dijo el Emperador—. ¿A quién le han tocado las costillas extra?
—No, Oh Perceptivo Padre de Tu Pueblo, me refería más bien al hecho de que creo que tengo aquí la vejiga y el bazo de la anguila abuñuelada de aguas profundas que es, según se dice, el manjar más preciado, hasta tal punto que sólo puede ser comido por los dioses mismos, o al menos así está escrito, y entre cuya compañía, por supuesto, no incluyo a mi miserable persona.
Con un hábil movimiento, lo lanzó al cuenco del Emperador, donde se bamboleó un instante hasta que se quedó quieto. El niño se lo quedó mirando y luego lo ensartó en un palillo.
—Ah —dijo—, pero ¿acaso no fue escrito, y nada menos que por el gran filósofo Ly Tin Zalameryn, que puede considerarse a veces que un erudito está por encima de los príncipes? Creo recordar que tú mismo me diste una vez ese pasaje para que lo leyera, Oh Fiel y Asiduo Buscador del Conocimiento.
La cosa describió otro breve arco en el aire para hundirse, como excusándose, en el cuenco del Visir. Éste la recogió con un rápido ademán y la preparó para un segundo servicio. Entrecerró los ojos.
—En general, suele ocurrir así, Oh Río de Jade de Sabiduría, pero en mi caso específico, no se puede considerar que estoy por encima del Emperador, a quien he amado y amo como si fuese mi propio hijo desde la infortunada muerte de su difunto padre, por ello pongo a tus pies esta pequeña ofrenda.
Los ojos de toda la corte siguieron al desgraciado órgano en su tercer vuelo para cruzar la alfombra, pero el Emperador levantó el abanico y logró una magnífica volea que lo envió de vuelta al cuenco del Visir con tanta fuerza que levantó una lluvia de algas.
—Que alguien se lo coma, por el amor del cielo —gritó Mort sin que nadie lo oyera—. ¡Tengo prisa!
—Eres, sin duda, el más dedicado de los sirvientes, Oh Devoto y Único Compañero de Mi Difunto Padre y de Mi Difunto Abuelo Cuando Se Murieron, y por lo tanto decreto que tu recompensa sea este preciado, exquisito y raro bocado.
Indeciso, el Visir hurgó en aquella cosa y observó la sonrisa del Emperador. Era brillante y terrible. Balbuceó algo en busca de una excusa.
—Caray, me parece que ya he comido demasiado… —comenzó a decir, pero el Emperador lo mandó callar con un ademán.
—Sin duda, exige un aderezo adecuado —dijo y dio una palmada.
La pared que tenía a su espalda se partió de arriba abajo y aparecieron cuatro Guardias Celestiales; tres de ellos empuñaban espadas cando y el cuarto intentaba tragarse a toda prisa una colilla encendida.
Al Visir se le cayó el cuenco de las manos.
—El más fiel de mis siervos cree que ya no le queda sitio para este último bocado —anunció el Emperador—. No me cabe duda de que podréis investigar en su estómago para comprobar si es cierto. ¿Por qué le sale humo por las orejas a ese hombre?
—Es el ansia por la acción, Oh Eminencia del Cielo —repuso, veloz, el sargento—. Me temo que no hay modo de frenarlo.
—Entonces que saque su cuchillo y… ah, parece ser que el Visir ha recobrado el apetito. Así me gusta.
Hubo un absoluto silencio mientras las mejillas del Visir se abultaban rítmicamente. Luego tragó.
—Delicioso —dijo—. Soberbio. Sin duda, manjar de dioses, y ahora, si me disculpáis…
Separó las piernas e hizo ademán de ponerse en pie. La frente se le había perlado de sudor.
—¿Deseas retirarte? —preguntó el Emperador enarcando las cejas.
—Me reclaman urgentes asuntos de estado, Oh Perspicaz Personaje de…
—Siéntate. Eso de levantarse tan deprisa después de las comidas es malo para la digestión —dijo el Emperador, y los guardias asintieron con la cabeza—. Además, no hay urgentes asuntos de estado, a menos que te refieras a los que están en la botellita roja que dice «Antídoto», y que está en la vitrina negra lacada, sobre la alfombra de bambú, que hay en tus aposentos, Oh Candil de Aceite de Medianoche.
El Visir sintió un zumbido en los oídos. El rostro comenzó a tornársele azulado.
—¿Lo veis? —inquirió el Emperador—. Toda actividad inoportuna con el estómago lleno produce malos humores. Que este mensaje viaje velozmente a todos los confines de mi país, que todos los hombres conozcan tu infortunado estado y que den las instrucciones oportunas.
—He… he de… felicitarte… Personaje… por semejante… consideración —dijo el Visir, y cayó encima de una bandeja de cangrejos cocidos de caparazón blando.
—He tenido un excelente maestro —dijo el Emperador.
—POR FIN, YA ERA HORA —dijo Mort, y blandió la espada. Un momento después, el alma del Visir se levantó de la alfombra y miró a Mort de pies a cabeza.
—¿Quién eres tú, bárbaro? —le espetó.
—LA MUERTE.
—Pero no la mía —le aclaró el Visir con voz firme—. ¿Dónde está el Negro Dragón de Fuego Celestial?
—NO HA PODIDO VENIR —respondió Mort.
En el aire, detrás del alma del Visir, comenzaron a formarse unas sombras. Algunas de ellas vestían túnicas de emperador, pero había muchas más que las empujaban, y todas parecían de lo más ansiosas por darle la bienvenida al recién llegado al territorio de los muertos.
—Creo que aquí hay algunas personas interesadas en verte —dijo Mort.
Y se alejó a toda prisa. Cuando llegó al pasillo, el alma del Visir comenzó a gritar…
Ysabell esperaba pacientemente junto a Binky, que se estaba almorzando un bonsái de quinientos años.
—Uno menos —dijo Mort montándose al caballo—. Andando. El siguiente me da mala espina y no disponemos de mucho tiempo.
* * *
Albert se materializó en el centro de la Universidad Invisible, de hecho, en el mismo sitio del que había desaparecido del mundo unos dos mil años antes.
Gruñó, satisfecho, y se quitó unas cuantas motas de polvo de la túnica.
Se dio cuenta entonces de que lo observaban; al levantar la cabeza descubrió que había vuelto a la existencia bajo la severa mirada marmórea de él mismo.
Se acomodó las gafas y miró con aire de censura la placa de bronce atornillada al pedestal. Decía:
«Alberto Malich, fundador de esta Universidad. AM 1222-1289. “No se verán otros como él”.»
Fíate tú de las predicciones, pensó. Y si en tanta estima lo tenían, al menos podrían haber contratado a un escultor decente. Era una vergüenza. La nariz estaba mal hecha. ¿Y a eso llamaban piernas? Además, habían tallado nombres por todas partes. Y él no se moriría nunca con un sombrero como aquél puesto. Estaba claro que, si podía evitarlo, no se moriría.
Albert lanzó una descarga octarina a aquella cosa espantosa y sonrió malignamente cuando se pulverizó.
—Muy bien —le dijo al Disco entero—. He vuelto.
El cosquilleo de la magia le recorrió todo el brazo, y en su mente se inició un brillo cálido. Cómo lo había echado de menos durante todos aquellos años.
Al oír la explosión, por las enormes puertas dobles comenzaron a salir hechiceros que sacaron una conclusión equivocada al ver a aquel hombre allí de pie.
Ahí estaba el pedestal vacío. Y una nube de polvo de mármol lo cubría todo. Y surgiendo de ella, mascullando para sí, salió Albert.
Los hechiceros que estaban al fondo de la multitud se alejaron tan deprisa y en silencio como pudieron. No había uno solo de ellos, en un momento u otro de su alocada juventud, que no hubiera colocado en la vieja cabeza de Albert un utensilio corriente del dormitorio, o que no hubiera tallado su nombre en alguna parte de la fría anatomía de la estatua, o que no hubiera derramado cerveza sobre el pedestal. Y algo mucho peor también durante la Semana de las Gamberradas, cuando la bebida fluía deprisa y el retrete parecía encontrarse demasiado lejos como para llegar a él tambaleándose. Entonces, todas estas ideas les habían parecido hilarantes. Pero en aquel momento, de repente, dejaron de pensar así.
Sólo dos figuras se quedaron para enfrentarse a las iras de la estatua; una de ellas porque se le había enganchado la túnica en la puerta, y la otra porque en realidad se trataba de un simio y, por lo tanto, podía considerar los asuntos humanos desde un punto de vista relajado.
Albert agarró al hechicero, que intentaba desesperadamente atravesar la pared. El hombre chilló.
—¡Está bien, está bien, lo reconozco! Pero estaba borracho cuando lo hice, créeme, no era mi intención. Cielos, lo siento. Lo siento mucho…
—Pero ¿de qué estás hablando, hombre? —inquirió Albert realmente intrigado.
—… lo siento muchísimo, si tuviera que decirte cuánto lo siento nos…
—¡Basta ya de tonterías! —exclamó Albert y luego le echó un vistazo al pequeño simio, que le lanzó una cálida sonrisa amigable—. ¿Cómo te llamas, hombre?
—Sí, señor, me dejaré de tonterías, señor… Rincewind, señor. Soy el ayudante del bibliotecario, si le parece bien.
Albert lo miró de pies a cabeza. El hombre tenía un aspecto desesperado y gastado, como una prenda que se aparta para echar a la colada. Decidió que si la hechicería se había reducido a aquello, alguien debía poner remedio a la situación.
—¿Qué clase de bibliotecario iba a quererte como ayudante? —inquirió, irritado.
—Oook.
Algo parecido a un guante abrigado de cuero intentó agarrarle la mano.
—¡Un mono! ¡En mi Universidad!
—Orangután, señor. Antes era hechicero, pero quedó enganchado en un encantamiento y ahora no quiere que lo volvamos a transformar; es el único que sabe dónde están todos los libros —se apresuró a informarle Rincewind. Y como se sentía en la obligación de explicarle algo más, añadió—: Yo me ocupo de sus plátanos.
—Cállate —le mandó Albert lanzándole una mirada fulminante.
—Me callo ya mismo, señor.
—Y dime dónde está la Muerte.
—¿La Muerte? —repitió Rincewind retrocediendo hacia la pared.
—Es alta, esquelética, de ojos azules, paso majestuoso, HABLA ASÍ… La Muerte. ¿La has visto últimamente?
Rincewind tragó saliva y repuso:
—Últimamente no, señor.
—Pues la estoy buscando. Esta tontería tiene que acabar. Y voy a ponerle fin ahora, ¿entendido? Quiero que los ocho magos más veteranos se reúnan aquí dentro de media hora, con el equipo necesario para realizar el Rito de CuesthiEnte, ¿me has entendido? No es que vuestro aspecto me inspire excesiva confianza. Sois un atajo de nenitas, ¡y deja ya de querer sujetarme la mano!
—Oook.
—Y ahora me iré al pub —dijo Albert—. ¿Venden pis de gato medianamente decente en esta época?
—Tiene usted el Tambor, señor —le informó Rincewind.
—¿El Tambor Roto, de la calle de la Filigrana? ¿Sigue existiendo?
—De vez en cuando le cambian el nombre y lo vuelven a reconstruir, pero ha estado en el mismo sitio desde…, desde siempre. Supongo que tendrá sed, ¿eh? —dijo Rincewind con un aire de espantosa camaradería.
—¿Y tú qué sabes de eso? —le espetó Albert.
—Absolutamente nada, señor —respondió Rincewind a toda prisa.
—Me voy al Tambor, pues. Media hora, no lo olvides. ¡Si no me están esperando cuando yo regrese… pues… más les vale estar esperando!
Salió como una tromba del vestíbulo, envuelto en una nube de polvo de mármol.
Rincewind lo vio marchar. El bibliotecario lo sujetaba de la mano.
—¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó Rincewind.
—¿Oook?
—Ni siquiera recuerdo haber andado debajo de un espejo.
* * *
Aproximadamente a la hora en que Albert se encontraba en El Tambor Emparchado, discutiendo con el tabernero sobre una nota amarillenta que había pasado cuidadosamente de padres a hijos a través de un regicidio, tres guerras civiles, sesenta y un incendios grandes, cuatrocientos noventa robos y más de quince mil peleas de taberna, que registraba el hecho de que Alberto Malich seguía debiendo al establecimiento tres piezas de cobre más los intereses, que en esos momentos superaban el contenido de la mayoría de las principales cámaras acorazadas del Disco, lo cual probaba, una vez más, que un mercader ankhiano al que le deben una factura tiene una memoria que haría parpadear a un elefante… más o menos a esa misma hora, Binky dejaba una estela de vapor en los cielos que había sobre el misterioso continente de Klatch.