Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Dime cómo, hechicero —insistió Mort.

—¡Mi magia es todo lo que me queda! —gimió Albert.

—No la necesitas, viejo miserable.

—No me asustas, muchacho…

—MÍRAME A LA CARA Y REPÍTEME ESO.

Mort chasqueó los dedos imperiosamente. Ysabell volvió a inclinar la cabeza sobre el libro.

—«Albert contempló el azul resplandor de aquellos ojos, y perdió los últimos vestigios de reticencia —leyó la muchacha—, porque lo que veía no era sólo la Muerte, sino la Muerte con todos los aderezos humanos de la venganza, la crueldad y la ira. Y, con una terrible certeza, supo que aquella era la última oportunidad, que Mort lo enviaría de vuelta al Tiempo para perseguirlo hasta darle caza y llevárselo para entregar su cuerpo a las oscuras Dimensiones Mazmorra, donde las criaturas del horror le puntos suspensivos» —concluyó y luego dijo—: Sigue media página llena de puntos.

—Es porque el libro no se atreve siquiera a mencionarlos —susurró Albert.

Intentó cerrar los ojos pero las imágenes de la oscuridad que se alzaba tras sus párpados eran tan vívidas que volvió a abrirlos. Incluso Mort era mejor que eso.

—Está bien —dijo—. Existe un hechizo. Hace que el tiempo transcurra más lento en una pequeña zona. Lo escribiré, pero tendrás que conseguirte un hechicero para que lo pronuncie.

—Está hecho.

Albert se pasó una lengua parecida a una vieja esponja vegetal por los labios secos.

—Pero hay un precio —añadió—. Primero has de cumplir con el Servicio.

—¿Ysabell? —dijo Mort.

Ella miró la página que tenía delante.

—No miente —le advirtió la muchacha—. Si no lo haces, todo saldrá mal y él acabará volviendo al Tiempo de todos modos.

Los tres se volvieron para mirar el enorme reloj que dominaba el pasillo. Su péndulo aserraba despacio el aire, cortando el tiempo en pedacitos.

Mort lanzó un gruñido.

—¡No me queda tiempo! ¡No podré hacer las dos cosas a tiempo!

—Mi ama habría encontrado tiempo —le hizo notar Albert.

Mort arrancó la espada de la jamba de la puerta y la sacudió con furia, pero sin lograr efecto alguno, hacia Albert, que dio un respingo.

—Escríbeme el hechizo —le gritó—. ¡Y date prisa!

Se volvió en redondo y regresó con paso majestuoso al estudio de la Muerte. En un rincón había un enorme disco del mundo, completo, con elefantes de plata maciza montados sobre el caparazón forjado en bronce, de más de un metro de largo, de Gran A’Tuin. Los grandes ríos estaban representados por venas de jade; los desiertos, por polvo de diamantes, y las principales ciudades aparecían indicadas en piedras preciosas; Ankh-Morpork, por ejemplo, era un rubí de vidrio.

Dejó caer los dos relojes aproximadamente en los sitios que les correspondía a sus dos dueños y se desplomó en la silla de la Muerte, mirándolos ceñudo, y deseando que estuvieran más cerca el uno del otro. La silla chirrió suavemente cuando él la hizo girar de un lado al otro al tiempo que lanzaba furibundas miradas al pequeño disco.

Al cabo de un rato, entró Ysabell con paso silencioso.

—Albert ya lo ha escrito —dijo en voz baja—. Lo he comprobado en el libro. No se trata de un truco. Ahora se ha encerrado en su habitación y…

—¡Fíjate en estos dos! ¡Míralos!

—Mort, creo que deberías tranquilizarte un poco.

—¿Cómo voy a tranquilizarme? Fíjate, éste de aquí está casi en el Gran Nef, y éste otro está justo en Bes Pelargic, y de ahí tengo que volver a Sto Lat. Ida y vuelta son quince mil kilómetros, lo mires por donde lo mires. Es imposible.

—Estoy segura de que encontrarás el modo. Y voy a ayudarte.

La miró por primera vez y notó que llevaba el abrigo de salir, el que tenía el enorme cuello de piel.

—¿Tú? ¿Qué podrías hacer tú?

Binky puede llevarnos a los dos sin ningún esfuerzo —dijo Ysabell humildemente. Agitó un paquetito envuelto en papel con gesto vago—. He preparado algo para comer. Podría…, podría abrirte las puertas y cosas así.

Mort lanzó una carcajada nada alegre.

—NO HARÁ FALTA.

—Ojalá dejaras de hablar así.

—No puedo llevar pasajeros. Me entretendrías.

Ysabell suspiró y le dijo:

—Oye, ¿qué te parece esto? Finjamos que hemos discutido y que yo he ganado. ¿De acuerdo? Nos ahorraríamos muchos esfuerzos. Y la verdad, Binky podría mostrarse un tanto renuente a ir si no lo hago yo. Durante todos estos años, le he dado una increíble cantidad de terrones de azúcar. Y bien… ¿nos vamos ya?

* * *

Albert estaba sentado en su estrecha cama, mirando colérico a la pared. Oyó el sonido de los cascos que se cortó abruptamente cuando Binky se elevó en el aire, y masculló por lo bajo.

Transcurrieron veinte minutos. Por la cara del hechicero iban pasando las expresiones como las sombras de las nubes por una colina. De vez en cuando, susurraba algo entre dientes, como «Se lo advertí», o «No lo debí permitir», o «Habría que informar a mi ama».

Finalmente, llegó a un acuerdo consigo mismo, se arrodilló delicadamente y sacó un baúl desvencijado de debajo de la cama. Lo abrió con dificultad y desplegó una polvorienta túnica gris, de la que se desprendieron bolas de naftalina y lentejuelas deslustradas que se desperdigaron por el suelo. Se la puso, se sacudió la capa más gruesa de polvo y volvió a meterse debajo de la cama. Se oyeron unas cuantas maldiciones ahogadas, el repiqueteo ocasional de la porcelana y, finalmente, Albert salió; llevaba en la mano un báculo más alto que él.

Era más grueso que un báculo normal, sobre todo por las tallas que lo cubrían de arriba abajo. En realidad, apenas se distinguían, pero daba la impresión de que si llegaban a verse mejor, uno lo lamentaría.

Albert volvió a sacudirse y se examinó con ojo crítico en el espejo del lavabo.

Después dijo:

—El sombrero. Me falta el sombrero. He de tener un sombrero para practicar la magia. Maldición.

Salió de su habitación como una tromba y volvió al cabo de quince frenéticos minutos que dieron por resultado que la alfombra del dormitorio de Mort tuviera un agujero circular, que el espejo del cuarto de Ysabell estuviera sin el papel plateado, que del costurero que había debajo del fregadero de la cocina faltaran hilo y aguja, y de la pechera de la túnica, unas cuantas lentejuelas. El resultado final no era tan bueno como él habría deseado, y tendía a inclinársele sobre un ojo dándole un aire disoluto, pero al menos era negro y tenía estrellas y lunas, y proclamaba sin lugar a dudas que su dueño era hechicero, aunque posiblemente un hechicero muy desesperado.

Era la primera vez en dos mil años que se sentía bien vestido. Era una sensación desconcertante que le hizo reflexionar durante un segundo, pero luego apartó de una patada la alfombrita que había al costado de la cama y, con el báculo, dibujó un círculo en el suelo.

Por donde pasaba la punta del báculo, dejaba una línea de luminoso octarino, el octavo color del espectro, el color de la magia, el pigmento de la imaginación.

Marcó ocho puntos en su circunferencia y los unió para formar un octograma. Un leve palpitar comenzó a llenar la habitación.

Alberto Malich se colocó en el centro y sujetó el báculo por encima de la cabeza. Notó cómo despertaba en sus manos, sintió el cosquilleo del poder dormido desplegarse lenta y deliberadamente, como un tigre que sale de un sueño. Aquello desató viejos recuerdos de poder y magia que zumbaban en los desvanes polvorientos de su mente. Por primera vez en siglos, se sintió vivo.

Se pasó la lengua por los labios. El palpitar se había desvanecido para dejar atrás un silencio extraño, expectante.

Malich levantó la cabeza y gritó una sola sílaba.

De ambos extremos del báculo salieron llamaradas verdeazuladas. De los ocho extremos del octograma brotaron torrentes de fuego octarino que envolvieron al hechicero. Todo esto no era realmente necesario para conseguir el encantamiento, pero para los hechiceros, las apariencias son muy importantes…

Y también las desapariciones. Se desvaneció.

* * *

Los vientos estratohemisféricos azotaban la capa de Mort.

—¿Dónde irás primero? —le gritó Ysabell al oído.

—¡A Bes Pelargic! —contestó Mort a gritos y el vendaval se llevó sus palabras.

—¿Dónde queda eso?

—¡En el Imperio Ágata! ¡En el Continente Contrapeso!

Señaló hacia abajo.

Por el momento, no forzaba a Binky, pues sabía los kilómetros que les faltaban, y el enorme caballo blanco corría a galope tendido por encima del océano. Ysabell se inclinó para ver las rugientes olas verdes, coronadas de blanca espuma, y se aferró con más fuerza a Mort.

Mort entornó los ojos y vio a lo lejos el banco de nubes que indicaba el lejano continente, y resistió el impulso de azuzar a Binky con la espada plana. Nunca le había pegado y no estaba muy seguro de cuál sería el resultado si lo hiciera. Sólo le quedaba esperar.

Por debajo de su brazo apareció una mano y, en ella, un bocadillo.

—Hay de jamón o de queso con salsa picante —le dijo Ysabell—. Más te vale ponerte a comer, no hay otra cosa que hacer.

Mort contempló el pastoso triángulo e intentó recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Habría sido en un momento fuera del alcance de un reloj… para calcularlo, habría necesitado un calendario. Tomó el bocadillo.

—Gracias —dijo con toda la elegancia de que fue capaz.

El pequeño sol fue bajando hacia el horizonte, arrastrando tras de sí su perezosa luz diurna. Las nubes que tenían delante se hicieron más grandes y aparecieron perfiladas de rosa y anaranjado. Al cabo de un rato, allá abajo, divisó el manchón más oscuro de tierra, salpicado aquí y allá por las luces de alguna ciudad.

Media hora más tarde, estuvo seguro de ver edificios individuales. La arquitectura ágata se inclinaba hacia las pirámides achaparradas.

Binky perdió altura hasta que sus cascos se encontraron a varios palmos del mar. Mort volvió a examinar el reloj de arena, tiró suavemente de las riendas para dirigir al caballo hacia un puerto de mar, un poco más hacia la Periferia de la dirección que ya llevaban.

Había unos cuantos barcos anclados, en su mayoría buques mercantes de cabotaje de una sola vela. El Imperio no animaba a sus súbditos a alejarse demasiado, no fuera cuestión que viesen cosas que pudieran trastornarlos. Por ese mismo motivo, había mandado construir un muro alrededor de todo el país, un muro patrullado por la Guardia Celestial cuya función principal radicaba en pisotearle los dedos a todo aquel habitante que sintiera la necesidad de salir cinco minutos a tomar el fresco.

Esto no ocurría a menudo, porque la mayoría de los súbditos del Emperador Sol se sentían bastante felices de vivir detrás del Muro. Es una realidad de la vida el hecho de que todos nos encontramos a uno u otro lado de un muro, de modo que la única solución es olvidarse de él o desarrollar unos dedos resistentes.

—¿Quién gobierna este lugar? —preguntó Ysabell cuando pasaron sobre un puerto.

—Una especie de niño emperador —respondió Mort—. Pero creo que el que lleva verdaderamente las riendas es el Gran Visir.

—No te fíes nunca de un Gran Visir —dijo Ysabell sabiamente.

En realidad, el Emperador Sol no se fiaba. El Visir, que se llamaba Nueve Espejos Giratorios, tenía unas ideas muy claras sobre quién debía gobernar el país, es decir, que debía ser él, y dado que el niño ya estaba lo bastante crecidito como para formular preguntas del tipo «¿No te parece que el muro estaría mejor con unas cuantas puertas?» y «Sí, pero ¿cómo es por el otro lado?», había decidido que por el propio bien del Emperador, debía ser envenenado dolorosamente y enterrado en cal viva.

Binky descendió sobre la grava rastrillada que había ante el palacio bajo, de múltiples habitaciones, y que reajustaba drásticamente la armonía del universo. [8] Mort desmontó y ayudó a Ysabell a bajar del caballo.

—Sólo te pido que no estorbes, ¿de acuerdo? —le dijo con tono perentorio—. Y tampoco hagas preguntas.

Subió corriendo unos escalones lacados, recorrió deprisa las habitaciones silenciosas deteniéndose de vez en cuando para situarse, consultado el reloj de arena. Finalmente, se desvió por un pasillo y espió a través de una celosía ornamentada que daba a un cuarto bajo donde la Corte tomaba la cena.

El joven Emperador Sol estaba sentado con las piernas cruzadas en la cabecera de una alfombra; tras él se extendía su capa de pieles y plumas. Daba toda la impresión de quedarle pequeña. El resto de la corte se había dispuesto alrededor de la alfombra en un orden de precedencias estricto y complicado, pero al Visir se lo identificaba sin lugar a dudas: era el que se estaba zampando un cuenco de squishi y algas hervidas con un estilo sumamente sospechoso. Nadie parecía a punto de morir.

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