Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—¿Qué, todas juntas? —preguntó Buencorte dispuesto a creérselo.

¿Cómo diablos puede meterse en eso?, se preguntó. Tiene que llevar una puerta en la parte de atrás…

—Es una reliquia de la familia. Lleva diamantes genuinos en el corpiño.

—¿Qué parte es el corpiño?

—Esta.

Buencorte se estremeció.

—Es muy impresionante —dijo cuando logró reunir la suficiente confianza en sí mismo como para hacerlo—. Pero, ¿no te parece quizá un poquitín maduro?

—Es regio.

—Sí, pero, ¿no te impedirá tal vez moverte deprisa?

—No tengo intención de correr. Ha de haber dignidad.

Una vez más, al apretar la mandíbula, quedó esbozada toda la línea de sus ascendentes hasta su antepasado conquistador, que siempre prefería moverse muy deprisa y que de dignidad sabía la que le cabía en la punta de su afilada lanza.

Buencorte hizo un amplio ademán.

—Está bien. De acuerdo. Todos hacemos lo que podemos. Espero que a Mort se le haya ocurrido alguna idea.

—Resulta difícil confiar en un fantasma —dijo Keli—. ¡Atraviesa paredes!

—He estado meditando al respecto. Es un enigma, ¿verdad? Atraviesa cosas sólo cuando no sabe que lo está haciendo. Creo que debe de ser una enfermedad industrial.

—¿Qué?

—Anoche estaba casi seguro. Se está volviendo real.

—¡Pero si todos somos reales! Al menos tú lo eres, y supongo que yo también.

—Pero él se está volviendo más real. Sumamente real. Casi tan real como la Muerte, y alcanzado ese nivel, no se puede ser más real. Es imposible.

* * *

—¿Estás segura? —preguntó Albert con suspicacia.

—Claro que sí —respondió Ysabell—. Descífralos tú, si quieres.

Albert volvió a mirar el enorme libro; su rostro era el retrato de la incertidumbre.

—Bueno, puede que estén casi bien —admitió con poco estilo y copió los dos nombres en un trozo de papel—. De todos modos, hay una forma de averiguarlo.

Abrió el cajón superior del escritorio de la Muerte y sacó un enorme llavero de hierro. De él pendía una sola llave.

—¿Y AHORA QUÉ VIENE? —inquirió Mort.

—Tenemos que buscar los biómetros —respondió Albert—. Debes venir conmigo.

—¡Mort! —siseó Ysabell.

—¿Qué?

—Lo que acabas de decir… —Guardó silencio un instante y luego añadió—: No, nada. Es que me sonó… no sé… extraño.

—Sólo he preguntado que qué viene ahora.

—Sí, pero… olvídalo.

Albert pasó al lado de ellos rozándolos y salió furtivamente al pasillo como una araña con dos patas, hasta que llegó a la puerta que siempre permanecía cerrada. La llave encajaba a la perfección. La puerta se abrió. Las bisagras no soltaron un solo chirrido, sólo un silbido de profundo silencio.

Y el rugido de la arena.

Mort e Ysabell se quedaron traspuestos en el umbral, mientras Albert recorría con paso sonoro los pasillos de cristal. El sonido no entraba en el cuerpo a través de las orejas, sino que subía por las piernas, llegaba al cráneo y llenaba el cerebro hasta que éste no podía pensar en otra cosa que el ruido siseante y gris, el sonido producido por millones de vidas mientras vivían. Y se precipitaban hacia su inevitable destino.

Se quedaron mirando las interminables filas de biómetros, todos diferentes, todos con un nombre. La luz de las antorchas alineadas en las paredes se reflejaba en ellos arrancándoles destellos, de modo que en cada cristal brillaba una estrella. Las paredes más alejadas de la habitación parecían perdidas en la galaxia de luz.

Mort notó que Ysabell le clavaba los dedos con fuerza en el brazo. Cuando habló, lo hizo con la voz forzada.

—Mort, algunos son tan pequeños…

—YA LO SÉ.

Aflojó la presión, con suavidad, como quien se dispone a colocar el último as en una casita de naipes y aparta la mano delicadamente para no provocar el derrumbe de todo el edificio.

—Repite eso, por favor —le pidió en voz baja.

—He dicho que ya lo sé. Y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Nunca habías estado aquí?

—No.

La muchacha se había apartado ligeramente y lo miraba fijamente a los ojos.

—No es peor que la biblioteca —dijo Mort, convencido casi—. Pero en la biblioteca sólo se puede leer lo que pasa; aquí ves cómo ocurre.

Hizo una pausa y luego le preguntó:

—¿Por qué me miras así?

—Trataba de acordarme de qué color tienes los ojos —repuso la muchacha—, porque…

—¡Eh, si ya os habéis hartado de vuestra mutua compañía —gritó Albert por encima del rugido de la arena—, venid por aquí!

—Pardos —le dijo Mort a Ysabell—. Son pardos. ¿Por qué?

—¡Daos prisa!

—Será mejor que vayas a ayudarle —le sugirió Ysabell—. Creo que empieza a sentirse muy molesto.

Mort la dejó; su mente era una repentina ciénaga de incomodidad; avanzó a grandes zancadas por el suelo de baldosas hasta donde se encontraba Albert dando pataditas impacientes con un pie.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Seguirme.

La habitación se dividía en una serie de pasillos, cada uno tapizado de relojes de arena. Aquí y allá, los estantes aparecían separados por columnas de piedra sobre las que se veían unas inscripciones angulares. Albert les echaba una mirada de vez en cuando, pero en general avanzaba por el laberinto de arena como si se conociera de memoria cada recoveco.

—Albert, ¿cada cual tiene su reloj?

—Sí.

—No parece haber aquí espacio suficiente.

—¿Sabes algo sobre topografía m-dimensional?

—Pues, no.

—Entonces, si yo fuera tú, no aspiraría a tener opinión alguna —dijo Albert.

Se detuvo delante de un estante de relojes, volvió a echar un vistazo al papel, pasó la mano por la fila y, de pronto, sacó un reloj. La ampolla superior estaba casi vacía.

—Aguanta esto —le pidió—. Si todo es correcto, entonces el otro debería andar por aquí cerca. Ah. Ya lo tengo.

Mort giró los dos relojes para verlos. Uno de ellos tenía todas las marcas de una vida importante, mientras que el otro era rechoncho y sin gracia.

Mort leyó los nombres. El primero parecía referirse a un noble de las regiones del Imperio Ágata. El segundo era una colección de pictogramas que le parecían originarios de Klatch Dextro.

—Andando —le ordenó Albert, burlón—. Cuanto antes te pongas en camino, antes acabarás. Te llevaré a Binky a la puerta principal.

—Oye, ¿a ti te parecen normales mis ojos? —le preguntó Mort ansiosamente.

—Que yo sepa, no les veo nada raro —respondió Albert—. Un poco enrojecidos, tal vez un poco más azules que de costumbre, nada especial.

Mort lo siguió y desanduvieron el camino entre los estantes de relojes; los dos parecían pensativos. Ysabell lo observó mientras sacaba la espada del perchero que había junto a la puerta y probaba su filo blandiéndola en el aire, como hacía la Muerte, mientras sonreía sin alegría al oír el sonido satisfactorio del trueno.

Reconoció su forma de caminar. Andaba majestuosamente.

—¿Mort? —susurró Ysabell.

—¿SÍ?

—Te está ocurriendo algo.

—YA LO SÉ —replicó Mort—. Pero creo que puedo controlarlo.

Desde fuera les llegó el sonido de unos cascos, y Albert abrió la puerta y entró frotándose las manos.

—Muy bien, muchacho, no hay tiempo para…

Mort extendió el brazo con el que empuñaba la espada. Cortó el aire con un ruido como el que hace la seda al rasgarse y fue a sepultarse en la jamba de la puerta, junto a la oreja de Albert.

—ARRODÍLLATE, ALBERTO MALICH.

Albert se quedó boquiabierto. Miró de reojo a la reluciente hoja de la espada, que se encontraba a unos centímetros de su cabeza, y luego entrecerró los ojos con fuerza.

—No te atreverías, muchacho —le dijo.

—MORT.

La sílaba salió disparada de su boca con la misma velocidad de un latigazo, pero con el doble de violencia.

—Existe un pacto —dijo Albert, pero en su voz se oyó un asomo de duda, ligero como el canto de un mosquito—. Existe un acuerdo.

—Pero no conmigo.

—¡Existe un acuerdo! ¿Adónde iríamos a parar si no se cumplieran los acuerdos?

—No sé adónde iría a parar yo —dijo Mort en voz baja—. PERO SÉ ADONDE IRÍAS A PARAR TÚ.

—¡No es justo!

Su voz era un gemido.

—LA JUSTICIA NO EXISTE. SÓLO EXISTO YO.

—Basta —pidió Ysabell—. Mort, te comportas como un tonto. Aquí no se puede matar a nadie. De todos modos, tú no quieres matar a Albert.

—Aquí no. Pero podría mandarlo de vuelta al mundo.

Albert palideció.

—¡Serías incapaz!

—¿Tú crees? Puedo llevarte de vuelta y dejarte ahí. Tengo la impresión de que no te queda mucho tiempo, ¿no es así? ¿NO ES ASÍ?

—No hables de ese modo —le pidió Albert, incapaz de mirarlo a los ojos—. Cuando hablas así te pareces al ama.

—Puedo ser mucho peor que el ama —le advirtió Mort, tajante—. Ysabell, ve a buscar el libro de Albert, ¿quieres?

—Mort, me parece que estás…

—¿TENGO QUE VOLVER A PEDÍRTELO?

Salió corriendo de la habitación, blanca como el papel.

Albert miró a Mort con los ojos entrecerrados, siguiendo la longitud de la espada, y le lanzó una sonrisa torcida, despojada de humor.

—No podrás controlarlo eternamente —le dijo.

—Ni lo pretendo. Sólo quiero controlarlo el tiempo suficiente.

—Ahora estás receptivo, ¿entiendes? Cuanto más tiempo esté fuera el ama, más te parecerás a ella. Aunque será mucho peor, porque te acordarás de todo lo que significa ser humano, y porque…

—¿Qué me dices de ti? —le espetó Mort—. ¿Qué es lo que te acuerdas sobre eso de ser humano? Si volvieras, ¿cuánta vida te quedaría?

—Noventa y un días, tres horas y cinco minutos —respondió velozmente Albert—. Sabía que me seguía la pista. Pero aquí estoy seguro y, después de todo, no es tan mala ama. A veces no sé qué haría sin mí.

—Es cierto, nadie muere en el reino de la Muerte. ¿Y eso te satisface? —le preguntó Mort.

—Tengo más de dos mil años. He vivido más que nadie en el mundo.

Mort sacudió la cabeza.

—Pues no es así. No has hecho más que estirar las cosas. Aquí nadie vive de verdad. En este lugar, el tiempo no es más que una farsa. No es real. Nada cambia. Preferiría morirme para ver qué sucede después a pasarme aquí toda la eternidad.

Albert se pellizcó la nariz con aire pensativo, y finalmente admitió:

—Pues, sí, la verdad es que tú sí. Pero yo fui hechicero, ¿sabes? Y se me daba bastante bien. Erigieron una estatua en mi nombre. Pero un hechicero logra sobrevivir mucho tiempo a costa de hacerse unos cuantos enemigos, enemigos que…, que me esperan al Otro Lado.

Husmeó el aire y luego añadió:

—No todos tienen dos piernas. Algunos ni siquiera tienen piernas. Ni caras. La Muerte no me asusta. Lo que me asusta es lo que viene después.

—Entonces, ayúdame.

—¿Qué sacaré yo de eso?

—Quizá algún día necesites amigos del Otro Lado —respondió Mort. Reflexionó durante unos segundos y agregó—: Yo, en tu lugar, me entretendría en darle a mi alma una limpieza de última hora, no te haría ningún daño. Además, a los que te esperan no les gustaría nada el sabor.

Albert se estremeció y cerró los ojos.

—No sabes nada de aquello de lo que estás hablando —dijo con más sentimiento que corrección gramatical—, de lo contrario, no lo dirías. ¿Qué pretendes de mí?

Mort se lo dijo.

Albert lanzó una risotada aguda.

—¿Sólo eso? ¿Que cambie la Realidad? No se puede. Ya no queda magia lo suficientemente potente. Los Grandes Hechizos podrían haberlo logrado. Sólo ellos. Y sanseacabó. De modo que ya puedes hacer lo que te dé la gana, y te deseo la mejor de las suertes.

Ysabell regresó un tanto agitada; aferraba entre sus manos el último volumen de la vida de Albert. Albert volvió a husmear el aire. La gotita que pendía de la punta de su nariz tenía fascinado a Mort. Estaba siempre a punto de caer, pero nunca reunía el valor suficiente. Igual que él, pensó.

—No puedes hacerme nada con ese libro —dijo el anciano hechicero, cauteloso.

—No lo pretendo. Pero tengo entendido que no se llega a ser un poderoso hechicero diciendo siempre la verdad. Ysabell, lee lo que se está escribiendo.

—«Albert lo miró con incertidumbre», leyó Ysabell.

—No se puede creer en todo lo que está escrito ahí…

—«… dijo, pero en el fondo de su corazón de piedra sabía que Mort podía» —siguió leyendo Ysabell.

—¡Basta!

—«… gritó, tratando de quitarse de la cabeza la certeza de que si bien la Realidad era imparable, al menos se podía aminorar su avance.»

—¿CÓMO?

—«… inquirió Mort con los plúmbeos tonos de la Muerte» —prosiguió Ysabell, obediente.

—De acuerdo, de acuerdo, no hace falta que te molestes en leer mi parte —le espetó Mort, enfadado.

—Perdóname por vivir.

—NADIE ES PERDONADO POR VIVIR.

—Y no me hables así, gracias. Que no me asustas —dijo la muchacha.

Echó un vistazo al libro, donde la línea de escritura que iba avanzando la llamaba mentirosa.

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