Sin embargo, ofrecía unas vistas sin par de la ciudad y de la llanura de Sto, es decir, desde ella se alcanzaban a ver cantidades industriales de coles.
Buencorte subió hasta las almenas desvencijadas que había en lo alto del muro y se asomó a contemplar la neblina matinal. Quizá era más neblinosa que de costumbre. Si se concentraba mucho, alcanzaba a imaginar un fulgor en el cielo. Y si de verdad forzaba su imaginación, podía oír un zumbido sobre los campos de coles, un sonido como si estuvieran friendo langostas. Se estremeció.
En momentos como aquél, sus manos hurgaban automáticamente en los bolsillos. No encontraron más que media bolsa de gominolas apelotonadas en una masa pegajosa y el corazón de una manzana. Ninguna de estas cosas le ofrecieron demasiado consuelo.
Lo que Buencorte quería era lo que cualquier hechicero normal quiere en momentos como aquél, es decir, fumarse un cigarro. Habría sido capaz de matar por un cigarro, y habría llegado tan lejos como herir a alguien por una colilla aplastada. Intentó dominarse. La determinación era buena para la fibra moral; el único problema era que la fibra no apreciaba los sacrificios que él hacía por ella. Se decía que un hechicero verdaderamente genial debía encontrarse continuamente en tensión. Buencorte podía haber muy bien servido como cuerda de arco.
Volvió la espalda al panorama de brássicas y bajó por los serpenteantes escalones que llevaban a la parte principal del palacio.
No obstante, se dijo, la campaña parecía haber funcionado. La población no parecía resistirse al hecho de que iba a producirse una coronación, aunque no tenía del todo claro a quién iban a coronar. Iban a engalanar las calles y Buencorte había dado órdenes de que abriese la fuente principal de la plaza del pueblo, para que de ella saliera un chorro que, aunque no sería de vino, al menos sería de una cerveza pasable hecha con brécoles. Iba a haber danzas folclóricas, a punta de espada, si era preciso. Organizarían carreras para los niños. Y harían un buey asado. Habían vuelto a bañar en oro el carruaje real, y Buencorte confiaba en poder persuadir a la gente para que se percatara de su paso.
El Sumo Sacerdote del Templo de Io El Ciego iba a ser un problema. Buencorte ya lo tenía catalogado como un pobre viejecito cuya destreza con el cuchillo era tan poco de fiar que la mitad de los sacrificios se cansaban de esperar y se marchaban por su propio pie. La última vez que había intentado sacrificar una cabra, el animal había tenido tiempo de parir gemelos antes de que el viejecito lograra centrar la vista, y luego la valentía de la maternidad había impulsado a la bestia a expulsar del templo a todos los sacerdotes.
Buencorte había calculado que, incluso en circunstancias normales, las probabilidades de que lograse colocarle la corona a la persona adecuada eran más que modestas; no le quedaba más remedio que permanecer al lado del anciano e intentar, con todo el tacto posible, guiar sus manos temblorosas.
Con todo, no era ése su mayor problema. Su mayor problema era mucho mayor que ése. El mayor problema le había sido planteado después del desayuno por el Canciller.
—¿Fuegos artificiales? —había repetido Buencorte.
—Es el tipo de cosas en las que vosotros, los hechiceros, os destacáis, ¿no? —dijo el Canciller, con tono brusco—. Resplandores, estallidos y qué sé yo. Recuerdo un hechicero de cuando yo era muchacho…
—Me temo que no sé nada de fuegos artificiales —arguyó Buencorte con un tono destinado a dar a entender que atesoraba esta ignorancia.
—Montones de cohetes —recordó alegremente el Canciller—. Luces de Ankh. Petardos. Y chismes de ésos que se sostienen en la mano. Una coronación no es una coronación sin fuegos artificiales.
—Sí, pero verá usted…
—Joven, joven —se apresuró a interrumpirlo el Canciller—, sabía que se podía contar contigo. Muchos cohetes, ¿entendido?, y para el broche final, debería haber algo sobrecogedor como un retrato de…, de…
Los ojos se le tornaron vidriosos de un modo que a Buencorte le resultaba ya deprimentemente familiar.
—De la princesa Keli —dijo, agobiado.
—Ah. Sí. De ella —dijo el Canciller—. Un retrato de…, de quien has dicho tú…, hecho con fuegos artificiales. Claro que para vosotros, los hechiceros, esto es cosa de coser y cantar, pero al pueblo le gusta. Yo siempre digo que no hay como una buena comilona, unas buenas explosiones de petardos y demás, y unos cuantos saludos desde el balcón para mantener en forma los músculos de la lealtad. Encárgate de todo. Cohetes. Con runas.
Una hora antes, Buencorte había hojeado el índice del Grimorio de la Diversión Monstruosa, había reunido cuidadosamente un cierto número de ingredientes caseros y había acercado a ellos una cerilla encendida.
Mira que son curiosas las cejas, pensó. Nunca reparas en ellas hasta que te faltan.
Con los ojos enrojecidos y oliendo ligeramente a humo, Buencorte avanzó sin prisa hacia los aposentos reales y fue dejando atrás grupos de doncellas ocupadas en lo que fuera que las doncellas se ocuparan, para lo cual, al parecer, siempre hacían falta al menos tres. Cuando se cruzaban con Buencorte, se quedaban calladas, apuraban el paso, agachaban la cabeza y después soltaban risitas ahogadas por el pasillo. Aquello fastidiaba a Buencorte. No por motivos personales, se apresuró a aclarar para sus adentros, sino porque los hechiceros se merecían más respeto. Además, algunas doncellas lo miraban de un modo que le inspiraban unos pensamientos claramente antihechiceriles.
No cabe duda, pensó, de que el camino de la ilustración es como medio kilómetro recubierto de vidrios rotos.
Llamó a la puerta de las estancias de Keli. Le abrió una doncella.
—¿Está tu ama? —le preguntó con toda la arrogancia de que fue capaz.
La doncella se llevó la mano a la boca. Sus hombros se estremecieron y le brillaban los ojos. De entre sus dedos salió un sonido parecido al que produce el vapor al escapar de un recipiente.
No puedo evitarlo, pensó Buencorte, fíjate tú el asombroso efecto que tengo sobre las mujeres.
—¿Es un hombre? —inquirió desde dentro la voz de Keli.
Los ojos de la doncella se tornaron vidriosos e inclinó la cabeza, como si no estuviera segura de haber oído bien.
—Soy yo, Buencorte —anunció Buencorte.
—Ah, está bien, entonces. Puedes pasar.
Buencorte empujó a la muchacha e intentó hacer caso omiso de la risita ahogada que soltó la doncella al salir corriendo de la habitación. Estaba claro que todo el mundo sabía que los hechiceros no necesitaban una dama de compañía. Pero fue el tono con que la princesa había pronunciado su «Ah, está bien, entonces» lo que le revolvía las tripas.
Keli estaba sentada delante de su tocador, cepillándose el pelo. Son escasos los hombres de este mundo que llegan a averiguar lo que una princesa lleva debajo de sus vestidos, y Buencorte se unió a ellos con suprema renuencia pero notable autocontrol. Sólo lo traicionó el bambolearse frenético de la nuez de Adán. No cabía duda, transcurrirían días sin que pudiera practicar magia alguna.
Ella se volvió y hasta él llegó un olorcillo a polvos de talco. Maldición, serían semanas, semanas.
—Pareces un poco acalorado, Buencorte. ¿Te ocurre algo?
—Noogh.
—¿Cómo?
El hechicero se sacudió todo. Concéntrate en el cepillo para el pelo, hombre, el cepillo para el pelo.
—No fue más que un experimento mágico, majestad. Unas quemaduras superficiales.
—¿Sigue avanzando esa cosa?
—Me temo que sí.
Keli volvió a mirarse al espejo. Tenía el rostro crispado.
—¿Tenemos tiempo?
Era justo lo que él temía. Había hecho todo lo que había podido. Habían sacado de la borrachera al Astrólogo Real el tiempo justo como para que insistiese en que el día siguiente era el único posible para celebrar la ceremonia, de modo que Buencorte había dispuesto que empezase un segundo después de la medianoche. Había reducido despiadadamente la duración de la fanfarria real de trompetas. Había cronometrado la invocación del Sumo Sacerdote a los dioses y la había recortado a fondo; menuda se iba a armar cuando los dioses se enteraran. La ceremonia del ungimiento con los óleos sagrados había quedado reducida a un ligero toque detrás de las orejas. Los monopatines eran un invento desconocido en el Disco, de lo contrario, el recorrido de Keli por el pasillo habría sido inconstitucionalmente veloz. Y aun así, no bastaba. Procuró darse ánimos.
—Posiblemente no —repuso—. Vamos muy, pero que muy justos.
Por el espejo vio que le echaba una mirada colérica.
—¿Cómo de justos?
—Hum. Mucho.
—¿Intentas decirme que esa cosa podría alcanzarnos en el mismo instante de la ceremonia?
—Hum. Más bien diría que antes —replicó Buencorte con tono lleno de desdicha.
El único ruido perceptible era el tamborilear de los dedos de Keli sobre el borde la mesa. Buencorte se preguntó si la muchacha se vendría abajo o si rompería el espejo. Pero no hizo nada de esto, sino que inquirió:
—¿Y cómo lo sabes?
¿Lograría salir del atolladero respondiendo algo así como «Porque soy hechicero, y los hechiceros sabemos de estas cosas»? Decidió que no. La última vez que había utilizado un argumento similar, la princesa había amenazado con cortarle la cabeza.
—He preguntado a los guardias por la posada de la que Mort habló —dijo—. Y luego calculé la distancia aproximada que debía recorrer. Mort dijo que avanzaba a paso lento de hombre; calculo que su paso cubre unos…
—¿Así de simple? ¿No utilizaste la magia?
—Sólo el sentido común. A la larga, es mucho más fiable.
Keli tendió el brazo y le palmeó la mano.
—Mi viejo Buencorte —dijo.
—Majestad, que sólo tengo veinte años.
La princesa se puso en pie y se dirigió a su vestidor. Una de las cosas que se aprenden cuando se es princesa es ser siempre mayor que la gente de rango inferior.
—Sí, supongo que ha de haber hechiceros jóvenes —dijo por encima del hombro—. Pero es que la gente siempre piensa en ellos como viejos. ¿Por qué será?
—Gajes del oficio, majestad —repuso Buencorte poniendo los ojos en blanco.
Le llegaba el crujir de la seda.
—¿Cómo fue que decidiste convertirte en hechicero?
Su voz sonó amortiguada, como si tuviera la cabeza cubierta.
—Es un oficio que se hace bajo techo y no hace falta levantar pesos —respondió Buencorte—. Además, supongo que quería aprender cómo funciona el mundo.
—¿Y lo has logrado?
—No. —A Buencorte se le daba mal hablar de cosas baladíes, de lo contrario, jamás habría permitido que su mente divagara tanto como para hacerle preguntar—: ¿Y cómo fue que decidiste convertirte en princesa?
Tras un reflexivo silencio, ella repuso:
—Lo decidieron por mí.
—Lo siento, yo…
—Esto de la realeza es una tradición familiar. Supongo que con la magia ocurre igual; sin duda, tu padre era hechicero.
Buencorte rechinó los dientes y replicó:
—Hum, no, la verdad que no. Absolutamente no, para ser más preciso.
Sabía lo que iba a preguntarle después, y ahí llegó, fiable como un ocaso, con una voz fascinada teñida de diversión.
—¿Ah, no? ¿Es verdad que a los hechiceros no se les permite…?
—Bueno, si no hay nada más, creo que debo marcharme —dijo Buencorte en voz alta—. Si alguien preguntara por mí, que siga el rastro de explosiones. Yo… ¡gnnh!
Keli había salido del vestidor.
La ropa de mujer no era un tema que preocupara demasiado a Buencorte… De hecho, en general, cuando pensaba en mujeres, sus imágenes mentales rara vez incluían ropa, pero la visión que tenía ante sí lo dejó sin aliento. Quienquiera que hubiese diseñado el vestido no había sabido cuándo parar. Había puesto encaje encima de la seda, lo había adornado con pieles negras y recubierto con perlas en todos los sitios que parecían descubiertos; le había inflado y almidonado las mangas y luego le había añadido filigrana de plata, y después vuelta a empezar con la seda.
En realidad, resultaba asombroso lo que se podía llegar a hacer con unos cuantos kilos de metal pesado, unos cuantos moluscos irritados, unos pocos roedores muertos y un montón de hilo tejido por el trasero de unos insectos. Al vestido no lo llevaban puesto, sino que lo ocupaban; si los volantes exteriores no iban aguantados sobre ruedas, entonces Keli era más fuerte de lo que él hubiera imaginado jamás.
—¿Qué te parece? —inquirió ella girándose despacio—. Este vestido se lo han puesto mi madre, mi abuela y mi bisabuela.