Y ese momento llegó, y Mort se quedó solo, con la Muerte, que le decía:
—Buen trabajo, muchacho.
Y Mort le contestaba: MORT.
—¡Mort! ¡Mort! ¡Despierta!
Mort salió despacio del sueño, como un cadáver de un estanque. Luchó contra ello aferrándose a la almohada y a los horrores del sueño, pero alguien le tiraba de la oreja con urgencia.
—¿Mmmf? —dijo.
—¡Mort!
—¿Pssí?
—¡Mort, es mi madre!
Abrió los ojos y se quedó mirando con gesto ausente el rostro de Ysabell. Entonces, los acontecimientos de la noche anterior lo golpearon como un calcetín lleno de arena húmeda.
Mort sacó las piernas de la cama envuelto aún en los restos de su pesadilla.
—De acuerdo —dijo—, iré a verla ya mismo.
—¡Pero si no está! ¡Albert se está volviendo loco! —Ysabell estaba junto a la cama, retorciendo un pañuelo entre las manos—. Mort, ¿crees que ha podido pasarle algo malo?
La miró con gesto ausente.
—No seas estúpida, es la Muerte. —Se rascó.
Tenía calor y notaba la piel reseca y plagada de escozores.
—¡Pero nunca ha estado fuera tanto tiempo! ¡Ni siquiera cuando lo de la gran plaga de Pseudópolis! Tiene que estar aquí por las mañanas para ocuparse de los libros y descifrar los nudos y…
Mort la agarró de los brazos y le dijo tratando de calmarla:
—De acuerdo, de acuerdo. Seguro que no le ha pasado nada. Tranquilízate, que ya iré a ver… oye, ¿por qué tienes los ojos cerrados?
—Mort, ponte algo, por favor —le pidió Ysabell con un tono tenso.
Mort se miró.
—Lo siento —dijo mansamente—, no me había dado cuenta… ¿Quién me metió en la cama?
—Yo —repuso ella—. Pero miré para otro lado.
Mort se puso los pantalones de montar, la camisa, y salió corriendo hacia el estudio de la Muerte, mientras Ysabell le pisaba los talones. Allí encontraron a Albert, saltando de un pie al otro como un pato en una plancha. Al entrar Mort, la expresión del anciano era algo muy semejante a la gratitud.
Mort descubrió, para su asombro, que tenía los ojos empañados de lágrimas.
—No se ha sentado en su silla —gimió Albert.
—Lo siento, pero ¿tan importante es? —inquirió Mort—. Mi bisabuelo se pasaba días fuera de casa si en el mercado había vendido bien.
—Pero ella siempre está aquí —adujo Albert—. Desde que la conozco, todas las mañanas viene aquí a sentarse a su escritorio para trabajar en los nudos. Es su trabajo. Y no ha faltado un solo día.
—Supongo que por un día o dos los nudos podrán aguantarse —dijo Mort.
El descenso de la temperatura le indicó que no era así. Observó sus rostros.
—¿No pueden? —preguntó. Los dos negaron con la cabeza.
—Si no se descifran correctamente los nudos, se destruye todo el Equilibrio —le informó Ysabell—. Cualquiera sabe lo que podría ocurrir.
—¿No te lo ha explicado? —inquirió Albert.
—No. En realidad, sólo he hecho el trabajo práctico. Ella me dijo que más tarde me enseñaría la teoría —repuso Mort.
Ysabell se echó a llorar.
Albert aferró a Mort por el brazo al tiempo que fruncía dramáticamente las cejas, y le indicó que debían hablar a solas. Mort lo siguió a regañadientes.
El anciano hurgó en sus bolsillos y al final extrajo una bolsa de papel arrugada.
—¿Un caramelo de menta? —le ofreció.
Mort sacudió la cabeza.
—¿Nunca te habló de los nudos? —preguntó Albert.
Mort volvió a sacudir la cabeza. Albert chupó su caramelo de menta e hizo un ruido que sonó como el desagüe de la bañera de Dios.
—¿Cuántos años tienes, muchacho?
—Mort. Dieciséis.
—Un muchacho debe saber ciertas cosas antes de cumplir los dieciséis —comenzó Albert mirando por encima del hombro a Ysabell, que lloraba sentada en la silla de la Muerte.
—Ah, era eso. Mi padre ya me lo explicó cuando llevábamos a las margas a que las cubrieran. Cuando un hombre y una mujer…
—Me refería al universo —se apresuró a aclarar Albert—. Quiero decir, ¿alguna vez te has detenido a pensar en el universo?
—Sé que el Disco viaja por el espacio a lomos de cuatro elefantes que están de pie sobre el caparazón de Gran A’Tuin —repuso Mort.
—Eso es sólo parte del tema. Me refería al universo entero del tiempo y el espacio, la vida y la muerte, el día y la noche y todo lo demás.
—La verdad es que no me había parado demasiado a pensar en eso —admitió Mort.
—Ah. Pues deberías. La cuestión es que los nudos forman parte de todo ello. Impiden que la muerte se descontrole, ¿sabes? Pero no ella, no la Muerte. Sino la muerte en sí. Porque…, esto… —Albert pugnó por encontrar las palabras adecuadas—, esto…, pues la muerte debería producirse exactamente al final de la vida, y no antes o después, y los nudos han de ser descifrados para que la clave tenga sentido…, no me estás siguiendo, ¿verdad?
—Lo siento.
—Han de ser descifrados —dijo Albert, categórico—, y así se cobran las vidas correctas. Los relojes de arena, como los llamáis vosotros. El Servicio en sí es lo fácil del trabajo.
—¿Puedes descifrarlos tú?
—No. ¿Y tú?
—¡Tampoco!
Albert chupó pensativamente su caramelo de menta.
—O sea, que todo el mundo a hacer puñetas —dijo.
—Mira, no entiendo por qué estás tan preocupado. Supongo que se habrá entretenido en alguna parte —sugirió Mort.
Pero incluso a él le pareció poco convincente. Porque no era que la gente tuviera por costumbre enganchar a la Muerte para contarle otro cuento, o la palmearan en la espalda para decirle cosas como «Venga, que tienes tiempo para una caña rápida, chica, no tienes por qué irte corriendo a casa», o la invitaran para formar parte de un equipo de bolos, o a salir después a comprar comida klatchiana hecha, o… Entonces, de repente, Mort comprendió con terrible patetismo que la Muerte debía de ser la criatura más solitaria del universo. En la gran fiesta de la Creación, ella estaba siempre en la cocina.
—No tengo ni idea de qué le pasa últimamente a mi ama —masculló Albert—. Sal de esa silla, niña. Echemos un vistazo a estos nudos.
Abrieron el libro mayor.
Se lo quedaron mirando un rato largo.
Finalmente, Mort preguntó:
—¿Qué significan todos esos símbolos?
—Que me asen —murmuró Albert por lo bajo.
—¿Qué significa eso?
—Que no tengo ni idea.
—Eso es jerga de hechicero, ¿no? —dijo Mort.
—¡Déjate de hablar de jergas de hechicero! No sé nada sobre jergas de hechicero. Y utiliza tu cerebro para descifrar esto.
Mort volvió a mirar el trazado de líneas. Era como si una araña hubiera hilado una tela en la página y se hubiera detenido en cada punto de unión para redactar notas. Mort miró con fijeza hasta que le dolieron los ojos, esperando que le surgiera alguna chispa de inspiración. Ninguna hizo acto de presencia.
—¿Qué, hay suerte?
—A mí me suena a klatchiano —dijo Mort—. Ni siquiera sé si hay que leerlo de arriba abajo o de costado.
—En espiral, desde el centro hacia afuera —dijo Ysabell con voz llorosa desde un rincón.
Sus cabezas chocaron cuando los dos se dieron vuelta a la vez para examinar al centro de la página. Se la quedaron mirando. La muchacha se encogió de hombros.
—Mi madre me enseñó a leer el diagrama de los nudos —dijo—, cuando me venía aquí a coser. Me leía trozos en voz alta.
—¿Podrías ayudarnos? —inquirió Mort.
—No —respondió Ysabell y se sonó la nariz.
—¿Cómo que no? —rugió Albert—. Esto es demasiado importante para que una mocosa…
—Quiero decir que yo lo haré y vosotros podréis ayudarme —dijo con tono cortante.
* * *
El Gremio de Mercaderes de Ankh-Morpork ha tomado como costumbre contratar nutridos grupos de hombres con orejas como puños y puños como sacos de nueces, cuya tarea consiste en reeducar a las personas descarriadas que no reconocen públicamente los muchos atractivos de su hermosa ciudad. Por ejemplo, el filósofo Catroastro fue hallado flotando boca abajo en el río a las horas de haber pronunciado la famosa frase: «Cuando un hombre se cansa de Ankh-Morpork, se cansa de estar hundido hasta la rodilla en lechada».
Por lo tanto, lo más prudente es recrearse en una de las cosas —de las muchas, por supuesto— que hacen que Ankh-Morpork sea una de las más afamadas ciudades del multiverso.
Y es su comida.
Las rutas comerciales de medio Disco pasan por la ciudad, o bajan por su río más bien lento. Más de la mitad de las tribus y razas del Disco poseen representantes que habitan en sus amplias extensiones. En Ankh-Morpork hacen colisión las cocinas del mundo: en su menú se incluyen mil tipos de verduras, mil quinientos quesos, dos mil especias, trescientos tipos de carne, doscientos de aves, quinientas clases diferentes de pescados, cien variaciones sobre el tema de la pasta, setenta huevos de una u otra especie, cincuenta insectos, treinta moluscos, veinte víboras surtidas y otros reptiles, y algo parduzco claro y lleno de verrugas conocido como la trufa migratoria de ciénaga klatchiana.
Sus establecimientos de restauración van de lo opulento, donde las raciones son pequeñas pero servidas en vajilla de plata, a lo reservado, donde se rumorea que algunos de los habitantes más exóticos del Disco comen cualquier cosa que pase por sus gaznates.
Probablemente, el Asador de Harga, que se encuentra en la zona portuaria, no se cuente entre los principales establecimientos de restauración de la ciudad, porque fomenta el tipo de clientela musculosa más inclinada hacia la cantidad y a romper las mesas si no se la sirven. Lo exótico y lo curioso no va con ellos, sino que se ciñen a las comidas convencionales como embriones de pájaros incapaces de volar, órganos picados metidos en piel de intestinos, lonchas de cerdo y semillas vegetales molidas y requemadas, regadas con grasas animales.
Era de esa clase de restaurantes que no necesitan un menú. Los clientes se limitaban a echarle un vistazo a la camiseta de Harga.
Con todo, tenía que reconocer que la nueva cocinera conocía a fondo el oficio. Harga, amplio anuncio de su propia mercancía rica en hidratos de carbono, sonreía al frente del restaurante lleno de clientes satisfechos. ¡Y además, qué veloz era! En realidad, tan veloz que desconcertaba.
Golpeó en la trampilla.
—Dos de huevo, patatas fritas, judías y una trollburger, sin cebolla —gritó con voz ronca.
—BIEN.
La trampilla se abrió segundos más tarde y aparecieron dos platos. Harga sacudió la cabeza, presa de agradecido asombro.
Y llevaba así toda la noche. Los huevos salían brillantes y relucientes, las judías centelleaban cual rubíes, y las patatas fritas tenían ese tostadito dorado de los cuerpos bronceados en playas caras. El anterior cocinero de Harga hacía unas patatas fritas que parecían bolsitas de papel llenas de pus.
Harga paseó la mirada por el local envuelto en humo. Nadie lo observaba. Iba a llegar al fondo del asunto. Volvió a golpear en la trampilla.
—Un bocadillo de caimán —dijo—. Que salga enseg…
La trampilla salió disparada hacia arriba. Después de hacer una pausa para reunir valor, Harga espió debajo de la loncha superior del bocata kilométrico que tenía ante sí. No quería decir que era caimán, tampoco quería decir que no lo fuera. Volvió a llamar en la trampilla.
—Muy bien —dijo—, no me quejo, pero quiero saber cómo lo has hecho tan deprisa.
—EL TIEMPO NO ES IMPORTANTE.
—¿Te parece?
—SÍ.
Harga decidió no discutir.
—De acuerdo. Lo estás haciendo estupendamente bien, chica.
—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN QUE SIENTES CUANDO POR DENTRO TIENES UN CALORCILLO Y UNA ALEGRÍA Y DESEAS QUE LAS COSAS SIGUIERAN ASÍ?
—Supongo que se llama felicidad —respondió Harga.
En el interior de la diminuta y atestada cocina, recubierta con capas de grasa de varias décadas, la Muerte iba y venía cortando, picando y volando. Su cacerola centelleaba a través del fétido vapor.
Había abierto la puerta para que entrara el aire de la fría noche, y una docena de gatos del vecindario se habían colado, atraídos por los cuencos de leche y carne —a su juicio, lo mejor de Harga—, estratégicamente dispuestos en el suelo. De vez en cuando, la Muerte hacía un alto en su trabajo y rascaba a uno de ellos detrás de las orejas.
—Felicidad —dijo, y le sorprendió el sonido de su propia voz.
* * *
Buencorte, el hechicero y Reconocedor Real por designio de su majestad, subió con esfuerzo los últimos escalones de la torre, y se apoyó en el muro, a esperar a que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza.
En realidad, la torre no era particularmente alta, sino que era alta para Sto Lat. En cuanto al diseño y distribución generales, se parecía a las torres corrientes en las que se encarcelaba a las princesas; se la utilizaba principalmente para guardar muebles viejos.