Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Y deja de pisotearme los dedos, que me doy toda la prisa que puedo.

—Perdona.

—Y no te comportes como un tonto. ¿Tienes idea de lo aburrido que es vivir aquí?

—Probablemente no —repuso Mort, y con sentida añoranza, agregó—: He oído hablar del aburrimiento, pero nunca he tenido ocasión de probarlo.

—Es horrible.

—Si es por eso, la diversión no es tal y como la pintan.

—Cualquier cosa es mejor que esto.

Desde abajo les llegó un quejido, y luego un torrente de maldiciones.

Ysabell miró atentamente en la oscuridad.

—Está claro que no le he dañado los músculos de blasfemar —observó—. No creo que debiera escuchar palabras como ésas. Podrían ser negativas para mi fibra moral.

Encontraron a Albert encogido, al pie de la estantería, mascullando y sosteniéndose el brazo.

—No hace falta que montes tanto escándalo —dijo Ysabell, enérgica—. No estás herido; mi madre no permite que ocurran ese tipo de cosas.

—¿Por qué tuviste que hacer una barbaridad así? —gimió—. No pensaba haceros daño.

—Ibas a empujarnos para que nos cayésemos de la escalera —dijo Mort al tiempo que intentaba ayudarlo a incorporarse—. Lo he leído. Me sorprende que no usaras magia.

Albert le lanzó una mirada colérica.

—De modo que te has enterado, ¿eh? —dijo en voz baja—. Para lo que te va a servir… No tienes derecho a espiarme.

Se incorporó con esfuerzo, se quitó de encima la mano de Mort y se alejó tambaleante por entre las estanterías silenciosas.

—¡No, espera! —gritó Mort—. ¡Necesito tu ayuda!

—Por supuesto —dijo Albert por encima del hombro—. Tiene lógica, ¿no? Pensaste, ahora voy a ponerme a fisgonear en su vida privada y después voy y le pido que me ayude.

—Yo sólo pretendía averiguar si eras realmente tú —se disculpó Mort corriendo tras él.

—Soy yo. Todo el mundo es quien realmente es.

—¡Si no me ayudas ocurrirá algo terrible! Se trata de una princesa y se…

—Todo el tiempo ocurren cosas terribles, muchacho…

—… Mort…

—… y no por eso se espera que yo haga algo por evitarlas.

—¡Pero tú fuiste el más grande!

Albert se detuvo un momento, pero no miró a su alrededor.

—Fui el más grande, fui el más grande. Y no trates de hacerme la pelota. Eso no va conmigo.

—Pero si hasta te han erigido monumentos —dijo Mort tratando de contener un bostezo.

—Peor para ellos.

Albert había alcanzado el pie de la escalera que conducía a la biblioteca propiamente dicha, la subió ruidosamente y quedó perfilado por la luz de las velas que provenía de la biblioteca.

—¿O sea que no me vas a ayudar? ¿Ni siquiera si pudieras?

—Premio para el chico —gruñó Albert—. Y de nada te valdrá apelar al lado bueno que oculto debajo de esta dura apariencia exterior. —Hizo una pausa y añadió—: Porque mi interior también es bastante duro.

Lo oyeron cruzar el suelo de la biblioteca como si le tuviera manía y salir dando un portazo.

—Vaya —dijo Mort vacilante.

—¿Qué esperabas? —le espetó Ysabell—. No le importa nada, salvo mi madre.

—Es que pensé que alguien como él me ayudaría si le explicaba bien el motivo —comentó Mort. Se hundió. El torrente de energía que lo había mantenido en pie durante toda la noche se evaporó, y la mente se le llenó de plomo—. ¿Sabías que fue un famoso hechicero?

—Eso no significa nada, los hechiceros no tienen por qué ser agradables. No te metas en los asuntos de un hechicero, porque una negativa ofende, como leí en alguna parte. —Ysabell se acercó a Mort, lo miró con una cierta preocupación y le dijo—: Tienes el mismo aspecto que las sobras dejadas en un plato.

—… estoy bien —repuso subiendo pesadamente los escalones e internándose en las sombras listadas de la biblioteca.

—No estás bien. Te vendría bien dormir a pierna suelta, muchacho.

—M’t —murmuró Mort.

Notó que Ysabell le sujetaba el brazo y lo colocaba encima del hombro de ella. Las paredes comenzaron a moverse suavemente, hasta el sonido de su propia voz le llegaba desde muy lejos, y pensó entonces lo maravilloso que sería tenderse sobre una bonita losa de piedra y dormir para siempre.

La Muerte no tardaría en regresar, se dijo, al tiempo que notaba que su cuerpo aceptaba sin protestas que lo ayudasen a recorrer los pasillos. No le quedaba otra salida, debería contárselo a la Muerte. Al fin y al cabo, no era tan mala persona. Ella lo ayudaría; lo único que debía hacer era explicárselo todo. Entonces, se acabarían todas sus preocupaciones y podría dor…

* * *

—¿Y qué puesto ocupaba antes?

—¿CÓMO HA DICHO?

—¿Cómo se ganaba la vida? —inquirió el joven delgado que estaba detrás del escritorio.

La figura que tenía delante se movió, incómoda.

—CONDUCÍA ALMAS HASTA EL OTRO MUNDO. ERA LA TUMBA DE TODA ESPERANZA. ERA LA REALIDAD DEFINITIVA. ERA LA ASESINA A LA QUE NINGUNA CERRADURA SE LE RESISTÍA.

—Ya, ya, capto la idea, pero ¿tiene alguna habilidad especial?

La Muerte reflexionó.

—SUPONGO QUE UNA CIERTA EXPERIENCIA CON IMPLEMENTOS AGRÍCOLAS —aventuró al cabo de un rato.

El joven sacudió la cabeza con firmeza.

—¿NO?

—ESTAMOS EN LA CIUDAD, SEÑORA… —Bajó la mirada y volvió a sentir una ligera incomodidad que no logró precisar—. SEÑORA…, SEÑORA, Y ANDAMOS ESCASOS DE CAMPOS.

Dejó la pluma y lanzó una sonrisa que sugería que la había aprendido en un libro.

Ankh-Morpork no estaba lo bastante avanzada como para contar con una oficina de empleo. Las personas iban teniendo trabajo porque sus padres les dejaban sitio, o porque su talento natural encontraba una salida, o por el sistema de recomendación verbal. Pero había una cierta demanda de sirvientes y criados, y como las zonas comerciales de la ciudad comenzaban a prosperar, el joven delgado —un tal señor Liona Keeble— había inventado la profesión de agente de colocaciones. En ese preciso momento, se le hacía muy cuesta arriba.

—Mi querida señora… —bajó la vista—, señora, a esta ciudad llega mucha gente de fuera porque, vaya, se piensa que aquí hay más recursos. Perdone que se lo diga, pero me parece usted una dama venida a menos. Tengo la impresión de que habría preferido usted algo más refinado que… —volvió a bajar la mirada y frunció el ceño—, algo que tuviera que ver con gatos y flores.

—LO SIENTO, PERO ME PARECIÓ QUE HABÍA LLEGADO LA HORA DE CAMBIAR.

—¿Sabe tocar algún instrumento musical?

—NO.

—¿Qué tal se le da la carpintería?

—NO LO SÉ. NUNCA LO HE INTENTADO.

La Muerte se miró los pies. Comenzaba a sentirse terriblemente incómoda.

Keeble movió el papel que tenía sobre la mesa y suspiró.

—SÉ ATRAVESAR PAREDES —comentó la Muerte con ánimo de ayudar, consciente de que la conversación había llegado a un callejón sin salida.

Keeble levantó la cabeza y la miró con los ojos iluminados.

—Me gustaría verlo. Podría tratarse de toda una aptitud.

—BIEN.

La Muerte echó hacia atrás la silla y avanzó, majestuosa y confiada, hacia la pared más cercana.

—AAY.

Keeble la observaba, expectante.

—Adelante, pues —le dijo.

—HUM. SE TRATA DE UNA PARED CORRIENTE, ¿NO?

—Supongo que sí. No soy un experto.

—AL PARECER, ME PLANTEA CIERTAS DIFICULTADES.

—Eso parece.

—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN DE SENTIRSE MUY PEQUEÑA Y ACALORADA?

Keeble jugueteó con su lápiz.

—¿Enanismo?

—EMPIEZA CON EME.

—¿Molesto?

—SÍ —respondió la Muerte—. QUIERO DECIR, SÍ.

—Al parecer, no posee usted ninguna habilidad o talento que nos sean útiles. ¿Ha pensado en dedicarse a la enseñanza?

El rostro de la Muerte se convirtió en una máscara de terror. Bueno, en realidad siempre era una máscara de terror, pero en esta ocasión, la cosa fue intencionada.

—Verá —dijo Keeble amablemente dejando la pluma y juntando las puntas de los dedos—, son raras las veces en que se me presenta la ocasión de encontrarle un nuevo oficio a una… ¿cómo me dijo usted que se llamaba?

—PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA.

—Ah, sí. ¿Y qué es eso exactamente?

La Muerte ya se había hartado.

—ESTO —repuso.

Por un momento, sólo por un momento, el señor Keeble la vio claramente. Su cara palideció casi tanto como la de la Muerte. Sus manos temblaban convulsivamente. Su corazón farfulló.

La Muerte lo contempló con leve interés, después, de las profundidades de su túnica extrajo un reloj de arena y lo sostuvo en la luz para examinarlo con ojo crítico.

—TRANQUILÍCESE —le sugirió—, TODAVÍA LE QUEDAN UNOS CUANTOS AÑOS.

—Pepepe…

—PODRÍA DECIRLE CUÁNTOS, SI LO DESEA.

Luchando por respirar, Keeble logró sacudir la cabeza.

—¿QUIERE QUE LE TRAIGA UN VASO DE AGUA, ENTONCES?

—Nnnn… nnno.

Y la campanilla de la tienda repiqueteó. Keeble puso los ojos en blanco. La Muerte decidió que le debía algo al hombre. No era justo que perdiera clientela, que obviamente era algo que los humanos valoraban mucho.

Apartó la cortina de abalorios y salió de la trastienda con paso majestuoso; en la tienda se encontró con una mujer pequeña y gordita, con aspecto de pan casero iracundo, que martilleaba el mostrador con un abadejo.

—Es por ese trabajo de cocinera en la Universidad —anunció—. Usted me dijo que era un buen puesto, pero aquello es una desgracia, si viera usted las bromas que gastan los estudiantes… y exijo que… quiero que usted me… no voy a…

Su voz se fue apagando.

—Oiga —dijo al cabo de un rato, pero se la notaba poco convencida de lo que decía—. Usted no es Keeble, ¿verdad?

La Muerte se la quedó mirando. Nunca antes había tenido que aguantar a un cliente insatisfecho. Estaba perdida. Finalmente, se dio por vencida.

—MÁRCHATE, ARPÍA INFECTA, ENGENDRO DE LA MEDIANOCHE —le ordenó.

Los ojillos de la cocinera se entrecerraron.

—¿Me llama usted espía infecta? —inquirió, acusadora, y volvió a golpear el mostrador con el pescado—. Mire usted esto. Anoche era mi calentador de cama y esta mañana era un pescado. Y le pregunto…

—QUE TODOS LOS DEMONIOS DEL INFIERNO TE ARRANQUEN EL ALMA SI NO SALES DE LA TIENDA AHORA MISMO —ensayó la Muerte.

—Yo de eso no sé nada, ¿pero qué me dice de mi calentador de cama? Ése no es lugar para una mujer respetable, intentaron…

—SI ME HICIERAS EL FAVOR DE MARCHARTE —dijo la Muerte, desesperada—, TE DARÉ DINERO.

—¿Cuánto? —inquirió la cocinera con una velocidad que habría sacado varios cuerpos a una cascabel enfurecida y dado un buen susto a un relámpago.

La Muerte sacó su bolsa y echó un montoncito de monedas oscurecidas y verdosas sobre el mostrador. La mujer las examinó con profunda suspicacia.

—Y AHORA VETE YA —le ordenó la Muerte y luego añadió—: ANTES DE QUE LOS ARDIENTES VIENTOS DEL INFINITO CHAMUSQUEN TU CUERPO.

—De esto se va a enterar mi marido —amenazó la cocinera y se marchó de la tienda.

A la Muerte le pareció que ninguna de sus amenazas había sido tan horrenda.

Cruzó otra vez las cortinas con paso majestuoso. Keeble, que seguía encorvado en su silla, soltó una especie de gorjeo estrangulado.

—¡Era verdad! —exclamó—. ¡Creí que era usted una pesadilla!

—PODRÍA OFENDERME POR ESO —declaró la Muerte.

—¿De verdad es usted la Muerte? —inquirió Keeble.

—SÍ.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—LA GENTE PREFIERE QUE NO LO HAGA.

Keeble rebuscó entre sus papeles riéndose como un histérico.

—¿Quiere dedicarse a otra cosa? —preguntó—. ¿Ratoncito Pérez? ¿Hombre del saco? ¿Coco?

—NO SEA TONTO. YO SÓLO SIENTO NECESIDAD DE UN CAMBIO.

Finalmente, después de rebuscar frenéticamente, Keeble logró dar con el papel que necesitaba. Lanzó una risotada enajenada y se lo entregó a la Muerte.

La Muerte lo leyó.

—¿Y ESTO ES UN TRABAJO? ¿A LA GENTE LE PAGAN POR ESTO?

—Sí, sí, vaya a verlo, responde usted perfectamente al perfil. Pero no le diga usted que la envío yo.

* * *

Binky surcaba la noche a galope tendido, mientras bajo sus cascos se extendía el Disco. Mort comprendió entonces que la espada tenía un alcance superior al que había creído, llegaba a las estrellas mismas; la hizo girar por las profundidades del espacio y la enterró en el corazón de una enana amarilla que estalló satisfactoriamente como una nova. Se irguió sobre la silla, la hizo girar por encima de su cabeza y rió al comprobar que la llama azulada se abría en abanico en el cielo dejando un rastro de oscuridad y ascuas.

Y no se detuvo. Mort luchó cuando la espada cortó el horizonte, demoliendo las montañas, secando los mares, convirtiendo los verdes bosques en cenizas y yesca. Oyó voces a sus espaldas, y los gritos breves de amigos y parientes cuando se volvió, desesperado. De la tierra muerta surgían los remolinos de las tormentas de polvo mientras él luchaba por soltar el arma, pero la espada le quemaba como hielo en la mano y lo arrastraba a una danza que no acabaría mientras quedase algo vivo.

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