Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—No tengo tiempo que perder —dijo Mort—. Trae esa vela a la biblioteca. Y por favor, ponte algo más sensato, estás desbordante.

Ysabell bajó la cabeza para mirarse y luego la levantó de golpe.

—¡Vaya!

Mort volvió a asomarse por la puerta y agregó:

—Es una cuestión de vida y muerte.

Ysabell contempló como la puerta se cerraba con un chirrido, dejando al descubierto una bata azul con borlas que la Muerte se había inventado para ella como regalo para la Noche de la Vigilia de los Cerdos, y que ella no se atrevía a tirar, a pesar de que le quedaba pequeña y tenía un conejito bordado en el bolsillo.

Finalmente, sacó las piernas de la cama, se puso aquella vergonzosa bata y con paso silencioso salió al pasillo. Mort la esperaba.

—¿No nos oirá mi madre?

—No ha regresado aún. Vamos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando ella está, la casa tiene un aire diferente. Es…, es como la diferencia que existe entre una chaqueta cuando la llevas puesta y cuando la cuelgas de un gancho. ¿No lo habías notado?

—¿Qué es eso tan importante que estás haciendo?

Mort abrió de un empellón la puerta de la biblioteca. Le llegó una ráfaga de aire cálido y seco, y las bisagras lanzaron un chirrido de protesta.

—Vamos a salvarle la vida a una persona —repuso—. Una princesa, para ser exactos.

Ysabell quedó inmediatamente fascinada.

—¿Una princesa de verdad? ¿Y es capaz de sentir un guisante a través de doce colchones?

—¿Capaz de…? —Mort supo que desaparecía una preocupación menor—. Ah, sí. Ya me parecía a mí que Albert lo había entendido mal.

—¿Estás enamorado de ella?

Mort se paró en seco entre los estantes, consciente de los atareados sonidos que provenían del interior de los libros.

—Es difícil saberlo —respondió—. ¿Lo parezco?

—Pareces un poco agitado. ¿Qué siente ella por ti?

—No lo sé.

—Ah —dijo Ysabell con aire de experta—. El amor no correspondido es el peor. —Y pensativa, añadió—: Aunque quizá no sea buena idea ir y tomar veneno o quitarse la vida. ¿Qué hacemos aquí? ¿Buscas su libro para ver si se casa contigo?

—Ya lo he leído, y está muerta —repuso Mort—. Pero sólo técnicamente. Quiero decir, no está realmente muerta.

—Bien, de lo contrario sería nigromancia. ¿Qué buscamos?

—La biografía de Albert.

—¿Y para qué? No creo que tenga.

—Todo el mundo tiene biografía.

—Bueno, a él no le gusta que le pregunten cosas personales. En cierta ocasión la busqué y no la encontré. Resulta difícil si sólo se sabe que se llama Albert. ¿Por qué es tan interesante?

Con la vela que llevaba en la mano Ysabell encendió un par más y la biblioteca se llenó de sombras danzantes.

—Necesito un mago poderoso y creo que podría ser él.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Pero hemos de buscar por Alberto Malich. Creo que tiene más de dos mil años.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Albert.

—Nunca lleva sombrero de mago —dijo Ysabell, dubitativa.

—Lo perdió. De todos modos, lo del sombrero no es obligatorio. ¿Por dónde empezamos a buscar?

—Bueno, si estás seguro… por la Pila, supongo. Es donde mi madre pone todas la biografías que tienen más de quinientos años de antigüedad. Es por aquí.

Lo condujo entre los estantes susurrantes hasta una puerta encajada en un callejón sin salida. Se abrió con dificultad y el crujido de las bisagras reverberó por toda la biblioteca; Mort se imaginó por un momento que todos los libros hacían una pausa momentánea en su tarea sólo para escuchar.

Unos escalones llevaban hacia la penumbra aterciopelada. Había telarañas y polvo, y el aire olía como si llevara mil años encerrado en una pirámide.

—Por aquí nunca viene casi nadie —comentó Ysabell—. Yo iré delante.

Mort se sentía en deuda.

—Debo reconocer —dijo— que eres toda una tronca.

—¿Marrón, dura y con corteza? Tú sí que sabes cómo hablarle a una muchacha, chico.

—Mort —aclaró Mort automáticamente.

La Pila estaba tan oscura y silenciosa como una cueva subterránea. Los estantes se encontraban separados por una distancia que apenas permitía el paso de una persona, y se elevaban más allá del domo proyectado por la luz de la vela. Resultaban particularmente horripilantes porque estaban en silencio. Ya no había vidas que escribir; los libros dormían. Pero Mort presentía que dormían como los gatos, con un ojo abierto. Estaban alertas.

—Vine aquí una vez —le confió Ysabell, entre susurros—. Si vas hasta el final de la estantería, se acaban los libros y hay tablas de arcilla, trozos de piedra, pieles de animales y todo el mundo se llama Ug y Zog.

El silencio era casi tangible. Mort notaba que los libros los observaban mientras avanzaban pesadamente por los pasillos cálidos y silenciosos. Todo aquel que había existido se encontraba allí, en alguna parte, hasta llegar a los primeros seres que los dioses habían creado del barro o como fuera. En realidad, su presencia no los ofendía, simplemente se preguntaban por qué estaría allí.

—¿Lograste llegar más allá de Ug y Zog? —siseó—. A mucha gente le interesaría saber qué hay.

—Me dio miedo. Queda bastante lejos de aquí y no llevaba velas suficientes.

—Lástima.

Ysabell se detuvo tan de sopetón que Mort quedó clavado a su espalda.

—Creo que es más o menos por aquí. Y ahora ¿qué hacemos?

Mort entrecerró los ojos y leyó los nombres de los lomos.

—¡No siguen ningún orden lógico! —gimió.

Miraron hacia arriba. Recorrieron un par de pasillos laterales. Sacaron al azar unos cuantos libros de los estantes inferiores y levantaron colchones de polvo.

—Es ridículo —se lamentó Mort finalmente—. Aquí hay millones de vidas. Las posibilidades de que encontremos la de él son peores que…

Ysabell le tapó la boca con la mano.

—¡Escucha!

Mort murmuró unas palabras a través de los dedos de la muchacha y luego captó el mensaje. Aguzó el oído, pugnando por escuchar algo por encima del pesado siseo del silencio.

Y entonces lo encontró. Un rascar leve, irritado. Allá arriba, muy, pero muy alto, en alguna parte de la impenetrable oscuridad en la que estaba envuelto el precipicio de estantes, se seguía escribiendo una vida.

Se miraron con los ojos como platos. Y finalmente, Ysabell dijo:

—Hemos pasado delante de una escalera. Está allá atrás. Tiene ruedas.

Las ruedecillas chirriaron cuando Mort empujó la escalera. El extremo superior también se movía, como fijado a otro par de ruedas, allá arriba, en la oscuridad.

—Muy bien —dijo Mort—, dame la vela que…

—Si la vela tiene que subir, pues yo subiré con ella —anunció Ysabell con firmeza—. Tú te quedas aquí abajo y mueves la escalera cuando yo te diga. Y no me discutas.

—Allá arriba podría haber algún peligro —dijo Mort, galante.

—Y aquí abajo también —señaló Ysabell—. Así que me subiré a la escalera y me llevaré la vela, gracias.

Puso el pie en el primer peldaño y, al cabo de poco, se convirtió en una sombra con volantitos perfilada por un halo de luz de vela que no tardó en reducirse.

Mort aguantó la escalera y trató de no pensar en todas las vidas que se cernían sobre él. De vez en cuando, un meteoro de cera caliente caía con un ruido sordo en el suelo, junto a él, levantando un cráter en el polvo. Ysabell era ya un leve fulgor allá en lo alto y notó las vibraciones de cada pisada que bajaban por la escalera.

La muchacha se detuvo. Le pareció que durante un largo rato.

Después, su voz bajó flotando, amortiguada por el peso del silencio que los rodeaba.

—Mort, lo he encontrado.

—Bien. Bájalo.

—Mort, tenías razón.

—De acuerdo, gracias. Bájalo de una vez.

—Sí, Mort, pero ¿cuál?

—No pierdas el tiempo, la vela no te durará mucho más.

—¡Mort!

—¿Qué?

—¡Mort, hay un estante entero!

* * *

El amanecer ya estaba ahí, esa cúspide del día que no pertenecía a nadie salvo a las gaviotas del puerto de Morpork, la marea que subía hacia el río, y un cálido viento de dentro que añadía un perfume a primavera al complejo olor de la ciudad.

La Muerte estaba sentada en un noray, mirando el mar. Había decidido dejar de estar borracha. Le daba dolor de cabeza.

Había intentado pescar, bailar, apostar y beber, supuestamente cuatro de los grandes placeres de la vida, y no estaba segura de entender el fondo de la cuestión. Con la comida se sentía feliz… a la Muerte le gustaba una buena cena como a cualquier hijo de vecino. No se le ocurría ningún otro placer de la carne, o mejor dicho, sí, pero eran demasiado…, bueno, eran demasiado carnales y no sabía cómo le sería posible experimentarlos sin pasar por una restructuración corporal de primera, cosa que no iba a plantearse. Además, los humanos los abandonaban a medida que se hacían mayores, por lo que, presumiblemente, no debían de ser tan atractivos.

La Muerte empezó a pensar que no entendería a la gente mientras viviera.

El sol calentó los adoquines que comenzaron a despedir vapor y la Muerte sintió el leve cosquilleo de esa urgencia primaveral, capaz de bombear mil toneladas de savia por un tronco de quince metros.

Las gaviotas pasaban en vuelo rasante y se zambullían en el agua. Un gato tuerto, que iba ya por su octava vida y su última oreja, salió de su guarida, en un montón de cajas abandonadas de pescado, se estiró, bostezó y fue a restregarse contra sus piernas. Traspasando el famoso olor de Ankh, la brisa le trajo un leve perfume de especias y pan fresco.

La Muerte estaba desconcertada. No pudo luchar contra lo que sentía. Porque en aquel momento, se sentía contenta de estar viva, y muy renuente a ser la Muerte.

DEBO ESTAR INCUBANDO ALGO —pensó.

* * *

Mort subió por la escalera y se colocó junto a Ysabell. Se sacudió un poco, pero parecía firme. Al menos no tenía vértigo; allá abajo, todo era negrura.

Algunos de los primeros volúmenes de Albert se estaban cayendo a pedazos. Tendió la mano, eligió uno al azar y notó que la escalera temblaba bajo sus pies, lo sacó y lo abrió por la mitad.

—Acércame la vela.

—¿Puedes leerlo?

—Más o menos…

—«… y su mano volviendo, cuál no sería su aflicción al descubrir que los hombres todos llegan a la nada, a saber, la Muerte, y en su orgullo, juróse entonces buscar la Inmortalidad. «Así —dijo a los jóvenes hechiceros— vestir podremos sobre nuestros hombros el manto de los dioses.» El día siguiente, que fue lluvioso, Alberto…»

—Está escrito en Antiguo —dijo—. Antes de que se inventara la ortografía. Echemos un vistazo al último.

Se trataba de Albert, no había duda. Mort leyó de reojo varias referencias al pan frito.

—Veamos qué hace ahora —sugirió Ysabell.

—¿Te parece que deberíamos? Es como si lo espiásemos.

—¿Y qué más da? ¿Tienes miedo?

—Está bien.

Pasó las páginas hasta llegar a las no escritas, y luego retrocedió hasta que encontró a la historia de la vida de Albert que iba avanzando por la página a una velocidad sorprendente, considerando que estaban en plena noche; la mayor parte de las biografías decían muy poco sobre el reposo, a menos que los sueños fuesen especialmente vividos.

—Hazme el favor de sostener bien la vela. No quisiera engrasarle la vida.

—¿Por qué no? A él le gusta la grasa.

—Deja de reírte, o nos caeremos los dos. Fíjate en esta parte…

«Recorrió, sigiloso, la polvorienta oscuridad de la Pila… —leyó Ysabell—, sus ojos fijos en el pequeño fulgor de la luz de la vela, allá en lo alto. Fisgoneando, pensó, metiéndose en cosas que no les conciernen, los muy diablos…»

—¡Mort! Está…

—¡Cállate! ¡Déjame leer!

«… ya le pondré yo fin a esto. Albert se acercó, silencioso, hasta el pie de la escalera, se escupió las manos y se dispuso a empujar. Mi ama jamás se enterará; últimamente se ha comportado de un modo extraño, y todo por culpa de ese muchacho, le…»

Mort apartó la vista del libro y vio los ojos horrorizados de Ysabell.

Entonces, la muchacha le quitó el libro de la mano, tendió el brazo y, mientras su mirada permanecía fija en la de él, lo soltó.

Mort contempló cómo se movían los labios de Ysabell y, al cabo, notó que él también contaba en voz baja.

Tres, cuatro…

Se oyó un ruido sordo, un grito apagado y, después, se hizo el silencio.

—¿Lo habrás matado? —inquirió Mort al cabo de un rato.

—¿Cómo, aquí? De todos modos, no te noté dispuesto a aportar mejores ideas.

—No, pero… al fin y al cabo, es un anciano.

—No lo es —dijo Ysabell, enfática, y empezó a bajar la escalera.

—¿Dos mil años?

—Sesenta y siete y ni un día más.

—El libro decía…

—Ya te he dicho que aquí el tiempo no cuenta. No el tiempo real. ¿Es que no me escuchas, muchacho?

—Mort —aclaró Mort.

Autore(a)s: