Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Buencorte tendió las manos con gesto conciliador.

—Es verdad —admitió—, pero pensé ¿qué tengo que perder? —Se apartó.

—¿Qué tienes que perder? —gritó Mort.

Avanzó como una tromba y sacó la flecha de uno de los postes de la cama de la princesa.

—¿No irás a decirme que esto me traspasó? —le espetó.

—Pues te observaba expresamente para comprobarlo —dijo Buencorte.

—Yo también lo he visto —dijo Keli—. Fue horrible. Te salió justo por donde está el corazón.

—Y te vi traspasar una columna de piedra —dijo Buencorte.

—Y yo te vi atravesar a caballo una ventana.

—Sí, pero eso fue cuando estaba de servicio —declaró Mort agitando las manos en el aire—. No era un día cualquiera, es diferente. Y…

Se interrumpió un momento y luego añadió:

—La forma en que me miráis… Esta noche, los de la posada me miraron igual. ¿Qué ocurre?

—Ahora mismo, cuando has agitado las manos, atravesaste el poste de la cama con el brazo —le explicó Keli con un hilo de voz.

Mort se miró la mano y luego dio unos golpecitos en la madera.

—¿Lo veis? Es sólido. Un brazo sólido, madera sólida.

—¿Has dicho que la gente de una posada te miraba? —inquirió Buencorte—. ¿Y qué hiciste entonces? ¿Atravesar la pared?

—¡No! No, yo sólo me tomé una bebida, me parece que se llamaba esfumado…

—¿Esfumino?

—Sí. Sabe a manzanas podridas. Por la forma en que me miraban, cualquiera habría dicho que se trataba de veneno.

—¿Cuánto bebiste? —preguntó Buencorte.

—Una pinta quizá, la verdad es que no estaba pendiente de ello…

—¿Sabías que el esfumino es la bebida alcohólica más potente de aquí a las Montañas del Carnero? —preguntó Buencorte.

—No. Nadie me lo dijo —replicó Mort—. Pero ¿eso qué tiene que ver con…?

—No —dijo Buencorte despacio—, no lo sabías. Hum. Es una pista, ¿no?

—¿Tiene algo que ver con lo de salvar a la princesa?

—Probablemente no. Aunque me gustaría echar un vistazo a mis libros.

—En ese caso, no es importante —dijo Mort con firmeza.

Se volvió hacia Keli, que lo miraba con un leve asomo de admiración.

—Creo que puedo ayudarte —le dijo Mort—. Creo que puedo tener acceso a una magia muy poderosa. La magia impedirá el avance del domo, ¿no es así, Buencorte?

—La mía no. Tendría que ser algo muy, pero muy fuerte, y ni siquiera entonces sé si funcionaría. La realidad es más dura que…

—He de marchar —dijo Mort—. ¡Hasta mañana, adiós!

—Ya es mañana —le recordó Keli.

Mort se mostró ligeramente desanimado.

—Está bien, hasta esta noche, pues —dijo ligeramente contrariado y añadió—: ¡Márchome!

—¿Márchome?

—Así hablaban los héroes —le explicó amablemente Buencorte a la princesa—. El pobre no puede evitarlo.

Mort miró ceñudo al hechicero, sonrió valientemente a Keli y salió de la alcoba.

—Podría haber abierto la puerta —dijo Keli cuando Mort se hubo ido.

—Creo que estaba un poco avergonzado —comentó Buencorte—. Todos pasamos por esa fase.

—¿Cuál, la de atravesar paredes?

—Sí, por decirlo así. En cualquier caso, de tragárselas.

—Me voy a dormir —anunció Keli—. Incluso los muertos necesitan descansar. Buencorte, deja de toquetear esa ballesta, por favor. Estoy segura de que no es propio de un hechicero estar a solas en la alcoba de una dama.

—¿Mmm? Pero no estoy a solas, ¿verdad? Su majestad está conmigo.

—Ésa es precisamente la cuestión, ¿no?

—Ah, sí. Lo siento. Hum. Nos veremos por la mañana, pues.

—Buenas noches, Buencorte. Cierra la puerta al marcharte.

* * *

El sol se asomó por el horizonte, decidió escaparse y comenzó a salir.

Pero todavía pasaría algún tiempo antes de que su luz lenta recorriera el Disco dormido y echara a la noche, y por lo tanto las sombras nocturnas siguieron dominando la ciudad.

Se agolparon entonces alrededor de El Tambor Emparchado, en la calle de la Filigrana, una de las principales tabernas de la ciudad. No era famosa por su cerveza, que más bien parecía orina de doncella y sabía a ácido de batería, sino por su clientela. Se decía que si uno pasaba el tiempo suficiente en El Tambor, tarde o temprano todos y cada uno de los héroes principales del Disco te robaban el caballo.

En el interior, todavía se oían conversaciones animadas, y el aire estaba cargado de humo, a pesar de que el propietario hacía todo aquello que hacen los propietarios cuando creen llegada la hora de cerrar, como por ejemplo apagar algunas luces, darle cuerda al reloj, cubrir con un trapo los grifos de la cerveza y, por si acaso, comprobar dónde está la porra con clavos. Aunque los parroquianos, claro está, no se daban en absoluto por aludidos. Para la mayoría de los clientes de El Tambor incluso la porra con clavos habría sido una mera indirecta.

No obstante, eran lo bastante observadores como para sentirse levemente preocupados por la alta y negra silueta que, acodada en la barra, iba avanzando por ella y bebiéndose cuanto ésta contenía.

Los bebedores solitarios y aplicados siempre generan un campo mental que les asegura una completa intimidad, pero aquella bebedora en particular, despedía una especie de tristeza fatalista que fue vaciando la barra lentamente.

El detalle no preocupaba al tabernero, porque la figura solitaria llevaba a cabo un experimento carísimo.

Todos los bares del multiverso los tienen: esos estantes de botellas pegajosas, de formas raras, que no sólo contienen líquidos de exótica denominación, que normalmente son azules o verdes, sino también ingredientes que las botellas de bebidas verdaderas jamás se dignarían contener, como frutas enteras, trozos de ramitas y, en casos extremados, pequeñas lagartijas ahogadas. Nadie sabe por qué los propietarios de bares almacenan tantas, puesto que todas saben a melaza disuelta en aguarrás. Se ha comentado que sueñan con el día en que alguien entre espontáneamente desde la calle y pida una copa de Corniche de Melocotón Perfumado a la Menta y que, de la noche a la mañana, su establecimiento se convierta en el Local De Moda.

La desconocida iba repasando la estantería.

—¿QUÉ ES ESO VERDE?

El tabernero entrecerró los ojos y leyó la etiqueta.

—Pone que es Coñac de Melón —repuso, dubitativo, y añadió—: Pone que lo embotellaron unos monjes según una antigua receta.

—LO PROBARÉ.

De reojo, el hombre miró las copas vacías que había sobre la barra, algunas de las cuales conservaban restos de macedonia, cerezas en un palito y sombrillitas de papel.

—¿Seguro que no ha tomado ya suficiente? —preguntó.

Le tenía ligeramente preocupado el hecho de no poder distinguir la cara de la desconocida.

La copa, con la bebida cristalizada en los bordes, desapareció en el interior de la capucha para salir vacía.

—NO. ¿Y ESE AMARILLO CON LAS AVISPAS DENTRO?

—Cordial de Primavera, pone aquí. ¿Sí?

—SÍ. Y LUEGO PÓNGAME DEL AZUL CON LAS MOTITAS DORADAS.

—Esto… ¿Abrigo Viejo?

—SÍ. Y LUEGO PASEMOS A LA SEGUNDA FILA.

—¿Cuál le pongo de aquí?

—TODOS.

La desconocida se mantenía bien erguida mientras las copas con sus cargas de jarabe y vegetales varios iban desapareciendo en el interior de la capucha a la velocidad de una cadena de producción.

Ésta es la mía, pensó el tabernero, qué estilo, de ésta me compro una chaqueta roja y quizá ponga en la barra unos cuantos cacahuetes y pepinillos, colocaré unos cuantos espejos en el local y cambiaré el serrín del suelo.

Tomó un trapo embebido en cerveza y le dio unas repasadas entusiastas a la barra, que esparcieron las gotas dejadas por las copas de cordial hasta formar una mancha irisada que se comió el barniz. El último de los parroquianos habituales se puso el sombrero y salió tambaleándose, mascullando entre dientes.

—NO LE VEO LA GRACIA —dijo la extraña.

—¿Cómo dice?

—¿QUÉ SE SUPONE QUE DEBE OCURRIR?

—¿Cuántas copas ha tomado?

—CUARENTA Y SIETE.

—Casi de todo, pues —replicó el tabernero y como conocía su oficio, y sabía qué se esperaba de él cuando un parroquiano bebía a solas a altas horas de la madrugada, empezó a limpiar una copa con el trapo empapado de lavazas y dijo—: Un desengaño amoroso, ¿no?

—¿CÓMO DICE?

—Ahogando las penas, ¿eh?

—YO NO TENGO PENAS.

—No, claro que no. Olvídelo, como si no lo hubiera dicho. —Repasó la copa unas cuantas veces más y luego añadió—: Pensé que le ayudaría tener a alguien con quien hablar.

La desconocida permaneció callada un momento, pensando. Luego preguntó:

—¿QUIERE HABLAR CONMIGO?

—Sí, claro. Se me da bien escuchar.

—NUNCA NADIE HABÍA QUERIDO HABLAR CONMIGO.

—Mira por dónde, es una lástima.

—¿SABE? NUNCA ME INVITAN A IR A FIESTAS.

—Psá.

—TODOS ME ODIAN. TODO EL MUNDO ME ODIA. NO TENGO UN SOLO AMIGO.

—Todos deberíamos tener un amigo —sentenció el tabernero sabiamente.

—CREO QUE…

—¿Sí?

—CREO QUE… CREO QUE PODRÍA HACER AMISTAD CON LA BOTELLA VERDE.

El propietario hizo deslizar la botella octagonal por la barra. La Muerte la agarró y la inclinó sobre la copa. El líquido tintineó en el borde.

—ESTOY QUE CREE BORRACHA, ¿NO?

—Yo le sirvo a todo aquel que logre mantenerse erguido —dijo el propietario.

—TIIENE UFFTED TODA LA RAFFÓN. PERO YO…

La desconocida se interrumpió con un dedo declamatorio en el aire.

—¿QUÉ LE ESTABA DICIENDO?

—Que si creo que está usted borracha.

—AH, SÍ, PERO PUEDO ESHTAR SHOBRIA CUANDO YO QUIERA. ESHTO ES UN ESHPERIMENTO. Y AHORA ME GUSSHTARÍA ESHPERIMENTAR OTRA VESH CON EL COÑAC ANARANJADO.

El propietario lanzó un suspiro y echó un vistazo al reloj. No cabía duda de que estaba ganando un montón de dinero, sobre todo porque la desconocida no parecía inclinada a preocuparse porque le cobraran de más o no tuviera cambio. Pero se estaba haciendo tarde; en realidad, se estaba haciendo tan tarde que podía decirse que era ya muy temprano. Además, la cliente solitaria tenía algo que lo incomodaba. Con frecuencia, los parroquianos de El Tambor Emparchado bebían como si el mañana no existiera, pero ésa era la primera vez que tenía la sensación de que podría ser cierto.

—NO SÉ, ¿QUÉ ES LO QUE DEBO ESPERAR DE LA VIDA? ¿QUÉ SENTIDO TIENE TODO ESTO? ¿CUÁL ES EL FONDO DE TODO ESTO?

—No sabría decirle, señora. Cuando haya dormido una noche entera, se sentirá mejor.

—¿DORMIR? ¿DORMIR? NUNCA DUERMO. SOY… COMO SE DICE… PROVERBIAL POR ELLO.

—Todo el mundo necesita dormir. Incluso yo —insinuó.

—¿SABE? TODOS ME ODIAN.

—Sí, ya me lo ha dicho. Pero son las tres menos cuarto de la madrugada.

La desconocida se volvió con ademán inseguro y paseó la mirada por la habitación silenciosa.

—SÓLO ESTAMOS USTED Y YO —dijo.

El propietario levantó la trampa y salió de detrás de la barra para ayudar a la mujer a bajarse del taburete.

—NO TENGO UN SOLO AMIGO. HASTA LOS GATOS ME ENCUENTRAN GRACIOSA.

Una mano surgió veloz y agarró una botella de Licor de Amanita antes de que el hombre lograra conducir a su dueña hacia la puerta, preguntándose cómo alguien tan delgado podía pesar tanto.

—HE DICHO QUE NO TENGO POR QUÉ ESTAR BORRACHA. ¿POR QUÉ A LA GENTE LE GUSTA ESTAR BEBIDA? ¿ES DIVERTIDO?

—Les ayuda a olvidarse de la vida. Y ahora, apóyese ahí mientras abro la puerta…

—OLVIDARSE DE LA VIDA, JA, JA, JA.

El propietario se volvió a mirar el montoncito de monedas que había en la barra. Por eso bien valía la pena aguantar unas cuantas rarezas. Al menos ésta era tranquila y parecía inofensiva.

—Sí, señora —dijo, empujando a la extraña hacia la calle y retirándole la botella con un diestro movimiento—. Venga usted cuando quiera.

—ES LA COSA MÁS AGRADABLE QUE…

El portazo ahogó el resto de la frase.

* * *

Ysabell se incorporó en la cama.

Volvían a llamar a su puerta, suave pero insistentemente. Se subió las mantas hasta la barbilla.

—¿Quién es? —susurró.

—Soy yo, Mort. —El siseo de la respuesta le llegó por debajo de la puerta—. ¡Déjame entrar, por favor!

—¡Espera!

Ysabell tanteó desesperada en la mesilla de noche en busca de las cerillas, volcó una botella de agua de colonia y tiró al suelo una caja de chocolatinas llena, en su mayor parte, de envolturas vacías. Cuando por fin logró encender la vela, la colocó en un lugar desde el cual pudiera iluminar al máximo, se bajó el escote del camisón para dejar algo más al descubierto y dijo:

—Puedes pasar, no está cerrada con llave.

Mort entró tambaleándose en la habitación; olía a caballos, a escarcha y a esfumino.

—Espero —dijo Ysabell maliciosamente— que no hayas entrado aquí a la fuerza para aprovecharte del puesto que ocupas en esta casa.

Mort paseó la mirada por el cuarto. Ysabell era una fanática de los volantitos. Hasta la mesita de noche parecía llevar enaguas. En lugar de estar amueblada, la habitación entera parecía lucir una combinación.

Autore(a)s: