Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—CUÁNTO LO SIENTO.

—No pasa nada, chica. ¿Te conozco de algo? —inquirió lord Rodley pateando vigorosamente al ritmo de la música.

—NO LO CREO PROBABLE. DIME, POR FAVOR, ¿QUÉ SIGNIFICADO TIENE ESTA ACTIVIDAD?

—¿Cómo? —gritó lord Rodley por encima del ruido hecho por alguien que pateaba la puerta de una vitrina en medio de gritos de alegría.

—¿CÓMO SE LLAMA LO QUE HACEMOS? —inquirió la voz con paciencia glacial.

—¿Es que nunca has estado en una fiesta? Por cierto, cuidado con la copa.

—ME TEMO QUE DE TODO ESTO NO ESTOY SACANDO CUANTO ME GUSTARÍA. POR FAVOR, EXPLÍCAME UNA COSA. ¿TIENE QUE VER CON EL SEXO?

—No, a menos que nos paremos en seco, chica, no sé si me explico —dijo su señoría y le pegó un codazo a su invisible compañera.

—¡AY! —exclamó.

Un estrépito marcó la defunción del buffet frío.

—NO.

—¿No qué?

—NO TE EXPLICAS.

—Cuidado con la crema, podrías resbalar… es un baile, nada más. Y se hace por pura diversión.

—POR DIVERSIÓN.

—Así es. ¡Dada, dada, da… patada! —Se produjo una pausa audible.

—¿QUIÉN ES EL TAL DIVERSIÓN?

—No es ninguna persona, diversión es lo que uno saca de todo esto.

—¿Y AHORA TENEMOS DIVERSIÓN?

—Yo creía que sí —dijo su señoría con tono incierto.

La voz que le hablaba al oído comenzaba a preocuparle vagamente; era como si le llegara directamente al cerebro.

—¿Y DÓNDE ESTA LA DIVERSIÓN?

—¡Pues en el baile!

—¿DAR PATADAS ES DIVERTIDO?

—Bueno, es parte de la diversión. ¡Patada!

—¿ESCUCHAR MÚSICA EN UNA ESTANCIA CALUROSA ES DIVERTIDO?

—Puede ser.

—¿Y CÓMO SE MANIFIESTA LA DIVERSIÓN?

—Bueno, es… oye, o te diviertes o no te diviertes, no hace falta que me preguntes a mí, has de saberlo y punto. Por cierto, ¿cómo has entrado aquí? ¿Eres amiga del Patricio?

—DIGAMOS QUE ÉL ME PASA TRABAJOS. ME PARECIÓ QUE DEBÍA APRENDER ALGO ACERCA DE LOS PLACERES HUMANOS.

—Pues parece que te falta un largo trecho por recorrer.

—YA LO SÉ. TE RUEGO QUE DISCULPES MI LAMENTABLE IGNORANCIA. SÓLO DESEO APRENDER. OYE, POR FAVOR… ¿Y TODA ESTA GENTE SE ESTÁ DIVIRTIENDO?

—¡Claro!

—ENTONCES ESTO ES DIVERSIÓN.

—Me alegra que lo hayamos aclarado. Cuidado con la silla —le espetó lord Rodley, que a esas alturas se estaba divirtiendo bien poco y se sentía desagradablemente sobrio.

Tras él, una voz dijo bajito:

—ESTO ES DIVERSIÓN. BEBER EN EXCESO ES DIVERSIÓN. NOSOTROS NOS DIVERTIMOS. ÉL SE DIVIERTE. VAYA DIVERSIÓN.

Qué divertido.

Detrás de la Muerte, el dragoncito de los pantanos, mascota del Patricio, se sujetaba, inflexible, a las caderas huesudas y pensaba: con guardias o sin ellos, la próxima vez que pasemos delante de una ventana abierta, saldré por piernas.

* * *

Keli se incorporó de sopetón en la cama.

—No des un paso más —ordenó—. ¡Guardias!

—No pudimos detenerlo —dijo el primer guardia, avergonzado, asomando la cabeza por la puerta.

—Es que ha entrado por la fuerza… —dijo el otro guardia desde el otro lado del umbral.

—Y el hechicero dijo que no había problemas y nos dijeron que todo el mundo debía escucharlo porque…

—Está bien, está bien. Aquí podrían asesinar a cualquiera —concluyó Keli de mal humor.

Volvió a poner la ballesta sobre la mesita de noche, desgraciadamente, sin correr el seguro.

Se oyó un clic, el golpe de la cuerda contra el metal, una exhalación y un gemido. El gemido provenía de Buencorte. Mort se volvió hacia él.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. ¿Te ha dado?

—No —respondió débilmente el hechicero—. No me ha dado. ¿Cómo te sientes?

—Un poco cansado. ¿Por qué?

—No, por nada, por nada. ¿No notas corrientes de aire? ¿Ni una ligera sensación de tener un escape?

—No, ¿por qué?

—No, por nada, por nada.

Buencorte se volvió y examinó a fondo la pared que había detrás de Mort.

—¿Es que a los muertos no se les permite un poco de paz? —preguntó Keli con amargura—. Yo tenía entendido que cuando uno estaba muerto tenía asegurada una buena noche de descanso.

La princesa tenía aspecto de haber llorado. Con una intuición que le sorprendió, Mort advirtió que ella se había dado cuenta y que eso la enfurecía más aún.

—No es justo —dijo Mort—. He venido a ayudar. ¿No es así, Buencorte?

—¿Mmm? —dijo Buencorte, que había encontrado la flecha de la ballesta sepultada en el yeso y la miraba con gran suspicacia—. Ah, sí, sí, ha venido a ayudar. Aunque no funcionará. Disculpadme, ¿alguien tiene un poco de cuerda?

—¿A ayudar? —le espetó Keli—. ¿A ayudar? Si no fuera por ti…

—Seguirías muerta —dijo Mort. Ella lo miró con la boca abierta.

—Pero no estaría enterada. Y ésa es la peor parte.

—Creo que será mejor que os marchéis —sugirió Buencorte a los guardias, que intentaban pasar inadvertidos—. Pero me quedaré con la lanza, por favor. Gracias.

—Verás —dijo Mort—. Afuera tengo un caballo. Te asombrará. Puedo llevarte a donde sea. No tienes por qué esperar aquí.

—Se ve que no sabes mucho sobre la monarquía —comentó Keli.

—Hum. ¿NO?

—Te quiere decir que es mejor ser una reina muerta en tu propio castillo que vivir como plebeya en alguna parte —le explicó Buencorte, que había clavado la lanza en la pared, junto a la flecha, e intentaba apuntar con ellas—. De todos modos, no funcionaría. El domo no está centrado sobre el palacio, está centrado sobre ella.

—¿Sobre quién? —inquirió Keli.

Con su voz se podría haber conservado la leche fresca durante un mes entero.

—Sobre su majestad —se corrigió automáticamente Buencorte mirando de reojo a lo largo de la lanza.

—Y que no se te olvide.

—No se me olvidará, pero ésa no es la cuestión —dijo el hechicero.

Arrancó la flecha del yeso y comprobó la punta con el dedo.

—¡Pero, si te quedas, morirás! —exclamó Mort.

—Entonces, tendré que enseñarle al Disco cómo muere una reina —dijo Keli, tratando de parecer todo lo orgullosa que puede permitir un pijama de punto rosa.

Mort se sentó en el extremo de la cama y se agarró la cabeza con las manos.

—Yo sé cómo muere una reina —masculló—. Las reinas mueren igual que las demás personas. Y algunos preferiríamos no estar presentes cuando ocurriera.

—Disculpadme, quiero echar un vistazo a esta ballesta —dijo Buencorte afablemente, y tendió la mano delante de ellos—. No os preocupéis por mí.

—Me enfrentaré orgullosamente a mi destino —dijo Keli, pero en su voz se notó un leve asomo de incertidumbre.

—No lo harás. Quiero decir que sé de qué hablo. Créeme. En la muerte no hay nada de orgullo. Te mueres y nada más.

—Sí, pero la cuestión está en cómo lo haces. Yo moriré noblemente, como la reina Ezeriel.

Mort frunció la frente. La historia era para él un libro cerrado.

—¿Quién es?

—Vivió en Klatch, tuvo muchos amantes y se sentó encima de una serpiente —le explicó Buencorte, que estaba montando la ballesta.

—¡Y con razón! ¡Un amor la traicionó!

—Lo único que recuerdo es que se bañaba en leche de burra. Cosa curiosa, la historia —dijo Buencorte con tono reflexivo—. Te conviertes en reina, reinas durante treinta años, haces leyes, declaras la guerra a otros pueblos y después, sólo te recuerdan porque olías a yogur y porque te mordieron en el…

—Es una de mis antepasadas lejanas —le espetó Keli—. No permitiré que digas esas cosas.

—¡Callaos los dos y escuchadme! —gritó Mort.

El silencio descendió como una mortaja.

Entonces, con mucho cuidado, Buencorte tomó puntería y le disparó a Mort en la espalda.

* * *

La noche se deshizo de sus víctimas tempranas y continuó su camino. Incluso las fiestas más alocadas habían concluido y, a bandazos, los invitados regresaban a casa, para meterse en sus camas, o en todo caso, en la cama de alguien. Privados de estos compañeros de viaje, meras personas que hacían vida diurna y que se habían extraviado de su terreno temporal, los verdaderos supervivientes de la noche se entregaban al serio comercio de la oscuridad.

No difería demasiado del intercambio mercantil diurno de Ankh-Morpork, salvo por el hecho de que los cuchillos eran más visibles y las personas no sonreían tanto.

Las Tinieblas estaban en silencio, excepción hecha del código de silbidos con que los ladrones se comunicaban y la calma aterciopelada con que decenas de personas se ocupaban de sus asuntos, sumidas en un cuidadoso mutismo.

Y en el Callejón del Jamón, las famosas partidas itinerantes de dados de Wa el Tullido comenzaban a animarse. Varias decenas de siluetas encapuchadas aparecían arrodilladas o en cuclillas alrededor del círculo de tierra batida donde los dados de ocho lados de Wa, rebotando y girando, impartían su engañosa lección sobre la probabilidad estadística.

—¡Tres!

—¡Los Ojos de Tuphal, por Io!

—¡Te ha pillado, Hummok! ¡Ésta sabe cómo lanzar los dados!

—ESTÁ CHUPADO.

Hummok M’guk, un hombre bajito, con cara plana, originario de una de las tribus del Eje, cuya habilidad con los dados era famosa dondequiera que se reunieran dos hombres para desplumar a un tercero, recogió los dados y les lanzó una mirada furibunda. Maldijo por lo bajo a Wa, cuya habilidad para cambiar los dados era igualmente notoria entre los conocedores pero que, aparentemente, le había fallado, le deseó una muerte dolorosa y prematura a la jugadora sombría que tenía sentada enfrente y tiró los dados al barro.

—¡Veintiuno por las malas!

Wa recogió los dados y se los entregó a la extraña. Al volverse hacia Hummok, uno de sus ojos hizo un levísimo guiño. Hummok estaba impresionado: apenas había notado la mancha negra en los dedos engañosamente agarrotados de Wa, y eso que lo estaba observando.

Resultó desconcertante el modo en que los dados tamborilearon en la mano de la desconocida para salir volando de ella con un arco lento que acabó en veinticuatro puntitos vueltos hacia las estrellas.

Algunos de los que poseían una mayor experiencia callejera se alejaron de ella arrastrando los pies, porque una suerte como aquélla podía llegar a ser algo bastante desafortunado en las partidas itinerantes de dados de Wa el Tullido.

La mano de Wa aferró los dados y se oyó un ruido parecido al clic de un gatillo.

—Todos los ochos —dijo entre dientes—. Tanta suerte resulta misteriosa.

El resto de la multitud se evaporó como el rocío y sólo quedaron aquellos hombres corpulentos y de aspecto poco compasivo que, si Wa hubiera pagado alguna vez impuestos, en su declaración habrían aparecido declarados bajo el rubro Bienes y Equipos Esenciales.

—Tal vez no sea suerte —añadió—. Tal vez sea hechicería.

—ESO ME OFENDE EN GRADO SUMO.

—Una vez vino por aquí un hechicero que quería hacerse rico —le explicó Wa—. Pero no recuerdo bien qué fue de él. ¿Muchachos?

—Hablamos con él a fondo…

—… y lo dejamos en el Pasaje del Cerdo…

—… y en la Avenida de la Miel…

—… y en un par más de sitios que no recuerdo.

La desconocida se puso de pie. Los muchachos la rodearon.

—ESTO ES INNECESARIO. SÓLO PRETENDO APRENDER. ¿QUÉ PLACER LE ENCUENTRAN LOS HUMANOS A UNA SIMPLE REPETICIÓN DE LAS LEYES DEL AZAR?

—El azar no pinta nada en esto. Muchachos, echémosle un vistazo.

Los hechos que siguieron no fueron recordados por alma viviente alguna, salvo la de un gato feroz, uno de los miles de la ciudad, que en esos momentos cruzaba el callejón para dirigirse a una cita. Se detuvo y observó con interés.

Los muchachos quedaron clavados con el cuchillo en el aire. A su alrededor, fluctuaba una dolorosa luz purpúrea. La desconocida se quitó la capucha, recogió los dados y los colocó en la mano abierta de Wa. El hombre abría y cerraba la boca; sus ojos intentaban sin éxito no ver lo que tenía delante. Sonriendo.

—TIRA.

Wa logró bajar la vista y mirarse la mano.

—¿Qué apostamos? —susurró.

—SI GANAS, TE ABSTENDRÁS DE HACER ESTOS RIDÍCULOS INTENTOS POR SUGERIR QUE EL AZAR GOBIERNA LOS ASUNTOS DE LOS HOMBRES.

—Sí, sí. ¿Y si… si pierdo?

—DESEARÁS HABER GANADO.

Wa trató de tragar saliva, pero la garganta se le había resecado.

—Ya sé que he mandado matar a muchas personas…

—VEINTITRÉS PARA SER EXACTOS.

—¿Es demasiado tarde para decir que lo lamento?

—SON COSAS QUE NO ME CONCIERNEN. Y AHORA, LANZA LOS DADOS.

Wa cerró los ojos y dejó caer los dados en el suelo, demasiado nervioso para intentar siquiera el lanzamiento especial con efecto. Mantuvo los ojos cerrados.

—TODOS LOS OCHOS. MUY BIEN, NO HA SIDO DEMASIADO DIFÍCIL, ¿VERDAD?

Wa se desmayó.

La Muerte se encogió de hombros, se alejó y sólo se detuvo a hacerle cosquillas en las orejas a un gato callejero que pasaba por ahí. Tarareaba en voz baja. No sabía exactamente qué le había pasado, pero se estaba divirtiendo.

* * *

—¡No podías estar seguro de que funcionaría!

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