—Pues… —Mort vaciló.
—La princesa me contó una historia muy rara —dijo Buencorte.
—Ya me imagino —dijo Mort—. Si era increíble, era cierta.
—Eres tú, ¿no? ¿El ayudante de la Muerte?
—Sí. Aunque, ahora mismo, no estoy de servicio.
—Me alegra saberlo.
Buencorte cerró la puerta tras ellos y tanteó en busca de una vela. Se oyó un pop, un resplandor de luz azulada y un gemido.
—Lo siento —se disculpó chupándose los dedos—. El hechizo del fuego. Nunca he llegado a cogerle el truquillo.
—Esperabas que llegara el domo ése, ¿verdad? —inquirió Mort precipitadamente—. ¿Qué ocurrirá cuando acabe de rodearnos?
El hechicero se sentó pesadamente sobre los restos de un bocadillo de beicon.
—No estoy muy seguro —repuso—. Será interesante observarlo. Pero me temo que no desde dentro. Lo que creo que ocurrirá es que esta semana pasada no habrá existido nunca.
—¿Y ella morirá de repente?
—No lo has entendido bien. La princesa habrá llevado muerta una semana. Todo esto… —hizo un vago ademán en el aire— no habrá ocurrido. El asesino habrá cumplido con su encargo. Tú con el tuyo. La historia se habrá curado, se habrá cicatrizado. Todo volverá a la normalidad. Es decir, desde el punto de vista de la historia. En realidad, no hay otro.
Mort se asomó por la estrecha ventana. Ante él, más allá del patio, en las calles iluminadas, vio un retrato de la princesa que sonreía al cielo.
—Cuéntame lo de los retratos —le pidió a Buencorte—. Parecen obra de la hechicería.
—No estoy seguro de que funcionen. Verás, la gente empezaba a sentirse turbada y no sabía por qué, y eso empeoraba las cosas. Sus mentes se encontraban en una realidad, y su cuerpo, en otra. Algo muy desagradable. No lograban acostumbrarse a la idea de que la princesa seguía viva. Creía que los retratos serían una buena idea, pero, ¿sabes?, la gente no ve las cosas cuando sus mentes les dicen que no están allí.
—Eso te lo podría haber dicho yo —comentó Mort con amargura.
—Mandé a los pregoneros públicos salir durante el día —continuó Buencorte—. Creía que si la gente lograba llegar a creer en ella, esta nueva realidad se convertiría en verdadera.
—¿Mmmf? —dijo Mort alejándose de la ventana—. ¿A qué te refieres?
—Verás… imaginé que si un número suficiente de personas llegaban a creer en ella, podrían cambiar la realidad. En el caso de los dioses funciona. Si la gente deja de creer en un dios, éste muere. Si son muchos los que creen en él, se hace más fuerte.
—No lo sabía. Tenía la impresión de que los dioses son sólo dioses.
—No les gusta que se hable del tema —dijo Buencorte revolviendo entre la montaña de libros y pergaminos que había sobre su mesa de trabajo.
—Tal vez funcione en el caso de los dioses porque son especiales —sugirió Mort—. La gente es… es más sólida. Con la gente no funcionaría.
—No es verdad. Supongamos que salieras de aquí y anduvieras merodeando por el palacio. Probablemente, algún guardia te vería, pensaría que eras un ladrón y te dispararía con su ballesta. En la realidad del guardia tú serías un ladrón. No sería cierto, pero estarías tan muerto como si lo fuera. La fe es algo poderoso. Yo soy hechicero. Y los hechiceros sabemos de estas cosas. Mira esto.
Sacó un libro de entre el caos que tenía ante sí y lo abrió por la loncha de beicon que utilizaba como señal. Mort miró por encima de su hombro y frunció el ceño al ver la rizada escritura mágica. Se movía por la página, retorciéndose y contorsionándose para que no la leyese alguien que no fuera mago, y el efecto general era desagradable.
—¿Qué es esto?
—Es el Libro de la Magia de Alberto Malich, el Mago —repuso el hechicero—, una especie de texto teórico sobre magia. Es mejor que no mires con demasiada fijeza a las palabras, no les gusta. Fíjate, aquí dice…
Sus labios se movieron sin emitir sonido alguno. La frente se le perló de gotitas de sudor que decidieron unirse y bajar todas juntas para comprobar qué hacía la nariz. Se le humedecieron los ojos.
A muchos les gusta sentarse cómodamente con un buen libro. Pero a nadie que estuviera en su sano juicio le gustaría sentarse cómodamente con un libro de magia, porque incluso las palabras aisladas tienen una vida propia, privada y vengativa, y leerlas es una especie de lucha libre mental. Más de un joven hechicero ha intentado leer un grimorio demasiado fuerte para él, y la gente que ha oído los chillidos ha hallado únicamente sus zapatos puntiagudos con la clásica voluta de humo saliendo del interior y un libro que, a simple vista, parece un poco más voluminoso. A quienes fisgonean en las bibliotecas de magia pueden llegar a ocurrirles unas cosas que harían que, en comparación, la tortura infligida por unos monstruos de las Dimensiones Mazmorra al arrancarte la cara fuera algo así como un ligero masaje.
Afortunadamente, Buencorte poseía una edición expurgada, en la que algunas de las páginas más inquietantes se encontraban selladas a cal y canto (aunque en noches tranquilas, se podía oír como las palabras aprisionadas rascaban, irritadas, en el interior de su cárcel, como una araña atrapada en una caja de cerillas; cualquiera que se haya sentado junto a alguien que lleva un walkman podrá imaginarse exactamente el ruido que hacían).
—Aquí está la parte que nos interesa —anunció Buencorte—. Dice aquí que incluso los dioses…
—¡Ya lo he visto antes!
—¿Qué?
Mort señaló el libro con un dedo tembloroso.
—¡A él!
Buencorte le lanzó una mirada rara y examinó la página de la izquierda. Había un retrato de un anciano hechicero con un libro y una palmatoria en la mano, con una dignidad casi perentoria.
—No forma parte de la magia —dijo, mosqueado—, es sólo el autor.
—¿Qué dice debajo del retrato?
—Pues… dice: «Si ha disfrutado de este Libro, tal vez le interesen otros Títulos del mismo…».
—¡Eso no, lee justo debajo del retrato!
—Está hecho. Es el viejo Malich. Todos los hechiceros lo conocen. Al fin y al cabo, fundó la Universidad. —Buencorte lanzó una risita ahogada—. Hay una estatua famosa de él en el vestíbulo principal, y en cierta ocasión, durante la Semana de las Bromas, me subí a ella y colgué un…
Mort se quedó mirando fijamente el retrato.
—Dime una cosa —pidió con voz queda—, ¿tenía la estatua una gotita en la punta de la nariz?
—Creo que no —respondió Buencorte—. Era de mármol. Pero no sé por qué motivo te alborotas tanto. Hay infinidad de personas que saben qué aspecto tenía. Es famoso.
—Vivió hace muchos años, ¿verdad?
—Creo que unos dos mil. Oye, no sé por qué…
—Pero apuesto a que no se murió —aventuró Mort—. Apuesto a que un buen día desapareció y ya está. ¿No es así?
Buencorte esperó un momento antes de contestar despacio:
—Es extraño que lo digas. Me han referido una leyenda según la cual el hombre se había metido en cosas muy raras. Dicen que se transportó a las Dimensiones Mazmorra mientras practicaba el Rito de CuesthiEnte de atrás para adelante. Lo único que encontraron fue su sombrero. Algo realmente trágico. Toda la ciudad de duelo un día entero sólo por un sombrero. Para colmo, ni siquiera era un sombrero especialmente atractivo; tenía algunas quemaduras.
—Alberto Malich —dijo Mort para sí—. ¡Qué cosas! —Tamborileó con los dedos sobre la mesa, aunque el sonido resultó sorprendentemente amortiguado.
—Lo siento —se disculpó Buencorte—, no logro pillarle el tranquillo a los bocadillos de melaza.
—Calculo que la zona de contacto avanza más o menos a paso de hombre —dijo Mort chupándose los dedos distraídamente—. ¿Puedes detenerla con magia?
—Yo no —repuso Buencorte sacudiendo la cabeza—. Me aplastaría y me dejaría plano como una sartén —dijo alegremente.
—¿Qué te pasará entonces cuando llegue?
—Pues volveré a vivir en la calle del Muro. Es decir, no me habré ido jamás de allí. Y todo esto no habrá ocurrido. Aunque es una pena. Aquí cocinan bastante bien, y me lavan la ropa gratis. Por cierto, ¿a qué distancia me has dicho que estaba?
—Calculo que a unos treinta kilómetros.
Buencorte se arremangó y movió los labios. Finalmente dijo:
—Eso quiere decir que llegará mañana alrededor de medianoche, justo a tiempo para la coronación.
—¿De quién?
—De ella.
—Pero ya es reina, ¿no?
—En cierto modo, pero oficialmente no es reina hasta que no la coronen —sonrió Buencorte.
Sobre su rostro se proyectaban las sombras que hacía la luz de la vela. Luego añadió:
—Si quieres que te explique una forma de entenderlo, es como la diferencia que existe entre dejar de vivir y estar muerto.
Veinte minutos antes, Mort se había sentido tan cansado que hubiera echado raíces. En ese momento, sentía una especie de hervor en la sangre. Era algo así como la energía febril que te asalta de madrugada y que sabes que acabarás pagando al día siguiente, alrededor del mediodía, pero que por el momento, te impulsa a la acción, de lo contrario, los músculos corren el riesgo de partirse de pura vitalidad.
—Quiero verla —dijo—. Si tú no puedes hacer nada, tal vez yo sí.
—Ante su puerta hay guardias —le advirtió Buencorte—. Lo digo como mera observación. Porque ni por un minuto puedo llegar a imaginar que su presencia vaya a cambiar nada.
* * *
Era medianoche en Ankh-Morpork, pero en la gran ciudad doble la única diferencia entre la noche y el día era… bueno, la falta de luz natural. Los mercados estaban atestados, los espectadores continuaban apelotonados alrededor de los fosos de rameras, los subcampeones de la eterna y bizantina guerra de bandas de la ciudad flotaban silenciosamente, corriente abajo, en las aguas heladas del río, con pesas de plomo atadas a los pies; los traficantes de diversas delicias ilegales, e incluso ilógicas, ejercían su comercio lateral; los ladrones robaban; en los callejones, los cuchillos reflejaban la luz de las estrellas; los astrólogos iniciaban su jornada laboral; y en Las Tinieblas, un sereno, que se había extraviado, tocó su campana y gritó:
—¡Las doce han daaado y sereeeaagh…!
Sin embargo, la Cámara de Comercio de Ankh-Morpork no se sentiría nada feliz si se le sugiriese que la única diferencia entre su ciudad y un pantano es el número de patas de sus caimanes, y en realidad, en las zonas más selectas de Ankh, que suelen encontrarse en los distritos de colinas donde existe la posibilidad de que sople un poco de brisa, las noches son suaves y huelen a flores de habiscinia y cecillia.
Aquella noche, en especial, olían también a salitre, porque era el décimo aniversario de la subida al poder del Patricio, [7] y había invitado a unos cuantos amigos a tomar una copa; en este caso eran unos quinientos, y estaban lanzando fuegos artificiales. En los jardines del palacio se oían risas y el gorjeo ocasional de la pasión; la velada acababa de llegar a esa fase interesante en la que todo el mundo había bebido demasiado para su propio bien pero no lo suficiente como para caer redondos. Es ese estado en el que uno hace cosas que más tarde, en la vida, recordará con sonrojada vergüenza, como hacer sonar un silbato de papel y reírse hasta ponerse enfermo.
De hecho, en ese momento, unos doscientos invitados del Patricio avanzaban a trompicones ejecutando la Danza de la Serpiente, una rara costumbre folclórica de los morporkianos que consistía en emborracharse bastante, agarrarse a la cintura de la persona que se tenía delante y, luego, bambolearse y reírse a mandíbula batiente, mientras se formaba un cocodrilo que iba serpenteando a través de todas las habitaciones posibles, preferentemente aquellas con objetos frágiles, al tiempo que se lanzaba una patada leve marcando el ritmo de la música, o al menos a tiempo de esquivar la del vecino. Esta danza había empezado media hora antes, había pasado por todas las estancias del palacio y a ella se habían unido dos gnomos, el cocinero, el torturador jefe del Patricio, tres camareros, un ladrón que pasaba por ahí y un dragoncito de los pantanos.
Más o menos en mitad de la danza se encontraba el gordo lord Rodley de Quirm, heredero de las fabulosas fincas Quirm, cuya preocupación principal en aquellos momentos se la producían los finos dedos que le aferraban la cintura. Bajo el baño de alcohol, el cerebro intentaba llamarle la atención.
—Oye —dijo por encima del hombro, mientras oscilaban por décima e hilarante vez por la enorme cocina—, no me aprietes tanto, por favor.