—Vas y te pones allí de pie, y alguien viene y te ofrece trabajo de aprendiz —dijo Lezek con la voz mermada por la incertidumbre—. Siempre y cuando les guste tu aspecto.
—¿Cómo lo hacen? —inquirió Mort.
—Pues verás… —comenzó a decir Lezek y se interrumpió. Hamesh no le había explicado ese punto. Recurrió a su limitado conocimiento del mercado, que se restringía a las ventas de ganado, y aventuró—: Supongo que te cuentan los dientes o algo por el estilo. Ah, procura no resollar, y tener los pies bien puestos. Yo que tú no diría que sé leer, es algo que desconcierta a la gente.
—¿Y después, qué? —preguntó Mort.
—Después vas y aprendes un oficio —respondió Lezek.
—¿Qué oficio?
—Bueno… pues… carpintería, por ejemplo, es un buen oficio —aventuró Lezek—. O a robar. Alguien ha de hacerlo.
Mort se miró los pies. Era un hijo obediente, cuando se acordaba, y si se esperaba de él que fuera aprendiz, entonces, estaba decidido a ser un buen aprendiz. Lo de la carpintería no parecía demasiado prometedor, por cierto…, la madera poseía una tozuda vida propia y una tendencia a partirse. Por otra parte, los ladrones oficiales eran una rareza en las Montañas del Carnero, pues las gentes que allí vivían no eran lo bastante ricas como para permitirse semejante lujo.
—Está bien —dijo finalmente—, lo intentaré. Pero ¿qué pasa si nadie me quiere como aprendiz?
Lezek se rascó la cabeza.
—No lo sé —repuso—. Supongo que habrás de esperar hasta el final de la feria. Hasta medianoche, supongo.
* * *
Y la medianoche estaba cerca.
Una fina capa de escarcha comenzó a recubrir los adoquines. En la ornamentada torre del reloj que daba a la plaza, dos autómatas delicadamente tallados emergieron con zumbido metálico de las trampillas que había en la cara del reloj y marcaron los cuartos.
Faltaban quince minutos para la medianoche. Mort se estremeció, pero las rojas hogueras de la vergüenza y la obstinación ardieron en su interior, más calientes que las laderas del Infierno. Se sopló los dedos por hacer algo y observó el cielo helado, tratando de evitar las miradas de los pocos rezagados que quedaban en la feria.
La mayoría de los dueños de los puestos habían hecho sus petates y se habían marchado. Incluso el vendedor de pasteles de carne calientes había dejado de pregonar su mercancía y, sin pensar ni un momento en su seguridad personal, se estaba comiendo uno.
El último de los compañeros de Mort había desaparecido hacía horas. Era un joven encorvado, con leucoma en los ojos y la nariz goteante, y el único mendigo autorizado del Cerro de las Ovejas lo había considerado material ideal. El muchacho que estaba al otro lado de Mort se había marchado para convertirse en fabricante de juguetes. Uno a uno se habían alejado, los albañiles, los herreros, los asesinos, los merceros, los toneleros, los embaucadores y labradores. Unos minutos más y llegaría el año nuevo, y cientos de muchachos comenzarían esperanzados sus nuevas carreras, ante ellos se extendía una vida nueva y meritoria de útil servicio.
Mort se preguntó apenado por qué no lo habían elegido. Había tratado de parecer respetable y, para impresionar a sus posibles amos con su excelente naturaleza y sus cualidades sumamente agradables, los había mirado fijamente a los ojos. Al parecer, aquello no había ejercido el efecto adecuado.
—¿Te apetecería un pastel de carne caliente? —le preguntó su padre.
—No.
—Los vende baratos.
—No, gracias.
Lezek vaciló.
—Podría preguntarle al hombre si quiere un aprendiz —dijo con ánimo colaborador—. Un oficio de fiar, el de la venta ambulante de comida.
—No creo que quiera —dijo Mort.
—No, probablemente no —admitió Lezek—. Supongo que se trata de un negocio en el que uno solo se basta. De todas maneras, ya se ha ido. Te diré lo que haremos, te guardaré un pedazo del mío.
—La verdad es que no tengo hambre, papá.
—La carne apenas tiene nervios.
—No, gracias de todos modos.
—Ah —dijo Lezek un tanto desanimado.
Se puso a bailotear para devolver un poco de vida a sus pies y silbó entre dientes unas cuantas notas desafinadas. Se sentía en la obligación de decirle algo a su hijo, de ofrecerle algún consejo, de decirle que la vida tenía sus altibajos, de pasarle el brazo por los hombros y de hablarle largo y tendido sobre los problemas que representa el hacerse mayor, de indicarle, en definitiva, que el mundo es un sitio antiguo y extraño en el cual no se debería nunca, hablando metafóricamente, permitir que un exceso de orgullo le hiciera a uno rechazar un pastel de carne caliente perfectamente comestible.
Y finalmente se quedaron solos. La helada, la última del año, se aferró con más firmeza a las piedras.
En lo alto de la torre, una rueda dentada hizo clonk, movió una palanca, que a su vez soltó un trinquete, que a su vez permitió que cayera una pesa de plomo. Se produjo un terrible sonido metálico y jadeante y las trampillas de la cara del reloj se abrieron para soltar a unos hombrecitos mecánicos. Hicieron revolotear sus martillos de forma espasmódica, como presas de una artritis robótica, y comenzaron a anunciar el nuevo día.
—Bueno, ya está —dijo Lezek, esperanzado.
Tendrían que buscar un sitio donde dormir; la Noche de la Vigilia de los Cerdos no era momento para andar por las montañas. Tal vez, en alguna parte, habría un establo…
—No será medianoche hasta que no suene el último toque —dijo Mort, distante.
Lezek se encogió de hombros. Se sintió derrotado por la fuerza de la obstinación de Mort.
—Está bien —dijo—. Esperaremos, pues.
Entonces oyeron el patatín patatín de unos cascos que resonaron en la plaza helada con más fuerza de la permitida por la acústica normal. En realidad, patatín patatín resultaba una expresión asombrosamente inexacta para el tipo de ruido que reverberó en la cabeza de Mort; porque patatín patatín sugería más bien el trotar de un pequeñísimo pony, tocado quizá con un sombrero de paja con agujeros por donde le salían las orejas. Pero este sonido poseía una tonalidad que dejaba bien claro que lo del sombrero de paja no era una opción posible.
El caballo entró en la plaza por el camino del Eje, mientras sus enormes flancos blancos y húmedos soltaban nubecillas rizadas de vapor y sus cascos arrancaban chispas de los adoquines. Trotó orgulloso, como un corcel de guerra. Desde luego, no llevaba un sombrero de paja.
La alta figura montada en sus lomos iba bien abrigada para protegerse del frío. Cuando el caballo llegó al centro de la plaza, el jinete desmontó despacio, y toqueteó torpemente algo que llevaba detrás de la silla. Finalmente, sacó un morral, lo ajustó a las orejas del caballo y le dio a éste una palmadita amistosa en el cuello.
El aire se tornó espeso y grasiento, y las profundas sombras que envolvían a Mort quedaron ribeteadas por arcoíris azulados y purpúreos. El jinete avanzó hacia él a grandes zancadas, la capa negra al viento, mientras sus pies arrancaban pequeños sonidos metálicos a los adoquines. Eran los únicos ruidos; el silencio se cernió sobre la plaza como un gran manto de algodones.
Una mancha de hielo hizo que se perdiera parte del impresionante efecto.
—EH, TÍO.
No era exactamente una voz. Las palabras estaban ahí, pero llegaron a la cabeza de Mort sin molestarse en pasar antes por sus oídos.
Se precipitó a ayudar a la silueta caída y al hacerlo, notó que sujetaba una mano formada apenas por unos huesos lustrados, suaves y más bien amarillentos, como una vieja bola de billar. La capucha de la silueta cayó hacia atrás y una calavera desnuda volvió hacia él las vacías cuencas de los ojos.
Aunque no del todo vacías, la verdad. En lo más profundo, como si fueran ventanas ubicadas al otro lado del espacio infinito, se veían dos estrellitas azules.
Mort pensó que debía sentirse horrorizado, y al descubrir que no lo estaba, se asombró ligeramente. Sentado ante él tenía un esqueleto que se frotaba las rodillas y mascullaba, pero se trataba de un esqueleto vivo, que llamaba la atención y despertaba la curiosidad, pero por algún extraño motivo no resultaba demasiado aterrador.
—GRACIAS, MUCHACHO —dijo la calavera—. ¿CÓMO TE LLAMAS?
—Pues… —titubeó Mort—, Mortimer… Pero me llaman Mort.
—QUÉ COINCIDENCIA —dijo la calavera—. ÉCHAME UNA MANO, POR FAVOR.
La silueta se incorporó, vacilante, al tiempo que se sacudía la ropa. Mort advirtió entonces que llevaba un pesado cinturón del que colgaba una espada de blanca empuñadura.
—Espero que no se haya hecho daño —dijo, amable. La calavera sonrió. Claro que no tenía muchas alternativas, pensó Mort.
—NO ME HE HECHO DAÑO, DALO POR SEGURO.
La calavera miró a su alrededor y vio a Lezek, quien, por primera vez, parecía haberse quedado congelado en su sitio. Mort se vio en la obligación de dar una explicación.
—Mi padre —dijo al tiempo que trataba de colocarse delante de la Prueba A para protegerla, pero sin provocar ofensa alguna—. Discúlpeme, señora, pero… ¿es usted la Muerte?
—ASÍ ES. EN OBSERVACIÓN, MERECES LA MÁXIMA CALIFICACIÓN, MUCHACHO.
Mort tragó saliva.
—Mi padre es un buen hombre —dijo. Reflexionó brevemente y añadió—: Un hombre muy bueno. Le agradecería que lo dejara en paz, si no le importa. No sé qué le ha hecho, pero me gustaría que lo remediase. No lo tome usted a mal.
La Muerte retrocedió e inclinó el cráneo hacia un lado.
—NO HE HECHO MÁS QUE COLOCARNOS FUERA DEL TIEMPO MOMENTÁNEAMENTE —dijo—. NO VERÁ NI OIRÁ NADA QUE LO PERTURBE. NO, MUCHACHO, ES A TI A QUIEN BUSCO.
—¿A mí?
—¿ACASO NO QUIERES UN EMPLEO?
Mort cayó entonces en la cuenta y preguntó:
—¿Busca usted un aprendiz?
Las cuencas de los ojos se volvieron hacia él con sus destellantes y aclínicas puntas de alfiler.
—POR SUPUESTO.
La Muerte agitó una mano huesuda. Surgió una luz purpúrea, una especie de «paff» visible y Lezek se descongeló. En lo alto, los autómatas del reloj prosiguieron con su tarea de proclamar la medianoche cuando se permitió al Tiempo que regresara.
Lezek parpadeó.
—Por un momento dejé de verte —comentó—. Lo siento… es como si la cabeza se me hubiera ido.
—LE HE OFRECIDO UN PUESTO A SU HIJO —dijo la Muerte—. ESPERO QUE DÉ USTED SU APROBACIÓN.
—¿Cuál dijo que era el trabajo? —inquirió Lezek dirigiéndose al esqueleto de negra túnica sin mostrar la más mínima sorpresa.
—ME DEDICO A ACOMPAÑAR A LAS ALMAS AL OTRO MUNDO —respondió la Muerte.
—Ah —dijo Lezek—, claro, claro, perdone usted, por la ropa debí haberlo adivinado. Un trabajo muy necesario, y muy estable. ¿Hace mucho que se dedica al oficio?
—DIGAMOS QUE LLEVO BASTANTE TIEMPO EN ESTO —respondió la Muerte.
—Bien, bien. La verdad es que no se me había ocurrido pensar en que pudiera ser un oficio para Mort, pero se trata de un buen trabajo, muy bueno de verdad, no falta nunca. ¿Cómo se llama?
—MUERTE.
—Papá… —dijo Mort con premura.
—La verdad, no reconozco la empresa —admitió Lezek—. ¿Dónde ejerce usted exactamente?
—DESDE LAS INSONDABLES PROFUNDIDADES DEL MAR HASTA LAS ALTURAS DONDE NI SIQUIERA LAS ÁGUILAS LLEGAN —respondió la Muerte.
—Un campo bastante amplio —asintió Lezek—. Bien, yo…
—Papá… —interrumpió Mort, tirando de la chaqueta de su padre.
La Muerte posó una de sus manos sobre el hombro de Mort.
—TU PADRE NO VE NI OYE LO MISMO QUE TÚ —le advirtió—. NO TE PREOCUPES POR ÉL. ¿ACASO CREES QUE LE GUSTARÍA VERME EN CARNE Y HUESO, POR DECIRLO ASÍ?
—Pero usted es la Muerte —dijo Mort—. ¡Va por ahí matando a la gente!
—¿YO MATANDO A LA GENTE? —repitió la Muerte visiblemente ofendida—. DE ESO NADA. LA GENTE SE HACE MATAR SOLA, ES UN ASUNTO DE ELLOS. YO ME LIMITO A TOMAR LAS RIENDAS A PARTIR DE ESE MOMENTO. AL FIN Y AL CABO, ESTE MUNDO SERÍA UNA SOBERANA ESTUPIDEZ SI LA GENTE SE HICIERA MATAR SIN MORIRSE, ¿NO TE PARECE?
—Bueno, sí… —dijo Mort, dubitativo.
Mort jamás había oído la palabra «intrigado». No era de uso frecuente en el vocabulario de la familia. Pero una chispa en su alma le dijo que había allí algo extraño y fascinante y no del todo horrendo, y que si dejaba escapar ese momento, lo lamentaría por el resto de sus días. Recordó entonces las humillaciones del día, y la larga caminata para regresar a casa…
—Esto… —comenzó a decir—. No tendré que morirme para conseguir el puesto, ¿verdad?
—NO ES OBLIGATORIO ESTAR MUERTO.
—¿Y… y los huesos…?
—SI NO QUIERES, NO.
Mort volvió a respirar con alivio. Era algo que había empezado a preocuparle.