Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—¿Suficiente? —preguntó ella.

—Casi casi.

—Bien. Está claro que no nos vamos a casar, aunque no sea más que por el bien de los niños.

Mort asintió.

Se sentaron en un asiento de piedra, entre dos setos de boj prolijamente podados. En aquel rincón del jardín, la Muerte había construido un estanque alimentado por un manantial helado que parecía vomitado al estanque por un león de piedra. Unas carpas blancas y gordas merodeaban en las profundidades o bien hocicaban en la superficie entre aterciopelados nenúfares negros.

—Deberíamos haber traído migas de pan —dijo Mort, galante, inclinándose por un tema nada polémico.

—¿Sabes? Ella nunca viene aquí —le dijo Ysabell mirando los peces—. Lo construyó para distraerme.

—¿Y no funcionó?

—No es real. Aquí nada es real. No es realmente real. A ella le gusta comportarse como un ser humano. No sé si habrás notado que ahora se esfuerza muchísimo. Creo que tú influyes mucho en ella. ¿Sabías que cierta vez intentó aprender a tocar el banjo?

—Tiene más bien tipo de aprender a tocar el órgano.

—No logró cogerle el truco —dijo Ysabell sin prestarle atención—. No puede crear.

—Dijiste que había creado este estanque.

—Es una copia de uno que vio en alguna parte. Todo es una copia.

Mort se movió, incómodo. Un insecto pequeño le había trepado por la pierna.

—Es un poco triste —dijo con la esperanza de que el suyo fuese aproximadamente el tono correcto que debía adoptar.

—Sí.

Ysabell tomó un puñado de grava del sendero y empezó a lanzarla distraídamente al estanque.

—¿Tan mal tengo las cejas? —preguntó.

—Ajá —dijo Mort—, me temo que sí.

—Ah.

Clop clop. Las carpas la observaban con desdén.

—¿Y mis piernas? —inquirió él.

—Sí, lo siento.

Mort repasó ansiosamente su limitado repertorio de temas de conversación y se dio por vencido.

—Pues da igual —dijo, galante—. Al menos a ti te queda el recurso de las pinzas.

—Mi madre es muy amable, de un modo un tanto distraído —dijo Ysabell sin prestarle atención.

—¿No es exactamente tu madre, verdad?

—Mis padres murieron hace años al cruzar el Gran Nef. Creo que hubo una tormenta. Ella me encontró y me trajo aquí. No sé por qué lo haría.

—¿Porque sentiría lástima?

—Nunca siente nada. Y no lo digo con maldad, entiéndeme. Es que la pobre no tiene nada con qué sentir, no tiene… ¿cómo se llaman? Glándulas, no tiene glándulas. Probablemente pensó que me tenía lástima.

Volvió su pálido rostro hacia Mort y añadió:

—No quiero que nadie hable mal de ella. Hace lo que puede. El problema es que siempre tiene mucho en qué pensar.

—Mi padre también era un poco así. Quiero decir, es así.

—Ya, pero él seguramente tendrá glándulas.

—Me imagino que sí —dijo Mort moviéndose incómodo—. La verdad es que nunca había pensado. En las glándulas, quiero decir.

Juntos se quedaron mirando a la trucha. La trucha les devolvió la mirada.

—Acabo de trastornar toda la historia del futuro —confesó Mort.

—¿Ah, sí?

—Cuando él quiso matarla, yo lo maté a él, pero la cuestión es que, según la historia, ella debía haber muerto para que el duque fuera rey, pero la peor parte, la peor parte es que aunque él esté absolutamente corrupto hasta la médula, iba a unir las ciudades y, con el tiempo, formarían una federación, y los libros dicen que habría cien años de paz y prosperidad. No sé, cualquiera hubiera pensado que iba a haber un reinado de terror o algo por el estilo, pero según parece, a veces la historia necesita de este tipo de personas, porque lo que es la princesa habría sido una reina más. Vamos a ver, no quiero decir mala, bastante buena en realidad, pero no adecuada, y ahora todo eso no ocurrirá y la historia anda por ahí agitándose en el aire, y todo por culpa mía.

Se apaciguó y esperó ansiosamente a que ella le contestase.

—Tenías razón, ¿sabes?

—¿De veras?

—Deberíamos haber traído migas de pan —dijo Ysabell—. Imagino que encontrarán comida en el agua. Escarabajos y cosas así.

—¿Has oído lo que te he dicho?

—¿Sobre qué?

—Nada. No era nada importante. Perdona.

Ysabell lanzó un suspiro y se puso en pie.

—Supongo que querrás marcharte —dijo—. Me alegra que hayamos aclarado lo del matrimonio. Ha sido agradable charlar contigo.

—Podríamos tener una especie de relación odio-odio —sugirió Mort.

—Normalmente, no logro hablar con la gente que trabaja para mi madre.

Daba la impresión de que Ysabell no lograba alejarse, como si estuviese esperando que Mort dijera algo más.

—Es natural —fue todo lo que se le ocurrió comentar a Mort.

—Supongo que tendrás que irte a trabajar.

—Más o menos.

Mort titubeó, consciente de que en cierto modo indefinible, la conversación había logrado salir de las aguas poco profundas para quedar flotando sobre ciertos tópicos profundos que no lograba comprender del todo.

Se oyó un ruido como de…

Con una punzada de añoranza, a Mort le recordó el viejo patio de su casa. Durante los crudos inviernos en las Montañas del Carnero, la familia guardaba en el patio unos robustos thargas, unas bestias de montaña, y echaba toda la paja que hiciera falta. Después del deshielo primaveral, el patio tenía una profundidad de varios palmos y una costra sólida en la superficie. Con un poco de precaución se podía caminar encima. Si se carecía de ella, y uno se hundía hasta la rodilla en la grasa concentrada, el sonido que soltaba la bota al salir, verde y humeante, era tan indicador del cambio de estación como el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas.

Era ese ruido. Instintivamente, Mort se examinó los zapatos.

Ysabell lloraba, pero no con los sollozos medidos de una dama, sino abriendo grande la boca y tragando aire ruidosamente, como las burbujas de un volcán submarino, que pugnan por ser las primeras en salir a la superficie. Eran los sollozos que escapaban bajo presión, madurados en la monotonía de la pena.

—¿Eh? —dijo Mort.

El cuerpo de Ysabell se sacudía como una cama de agua en una zona sísmica. Se tanteó desmañadamente las mangas en busca del pañuelo, pero en esas circunstancias le resultó tan útil como un gorro de papel en una tormenta. Trató de decir algo, y le salió un torrente de consonantes interrumpidas por sollozos.

—¿Eh? —repitió Mort.

—He preguntado que cuántos años crees que tengo.

—¿Quince? —aventuró él.

—Dieciséis —gimió—. ¿Y sabes cuánto hace que tengo dieciséis?

—Lo siento, pero no te entien…

—No, claro que no. Nadie lo entendería.

Volvió a sonarse la nariz, y a pesar de que le temblaban mucho las manos, logró volver a meterse el pañuelo empapado en la manga.

—A ti te permiten salir —dijo—. No llevas aquí lo suficiente como para haberlo notado. ¿No te has dado cuenta de que aquí el tiempo está fijo? Ya, hay algo que pasa, pero no es tiempo de verdad. Ella no puede crear tiempo de verdad.

—Ah.

Cuando Ysabell volvió a hablar, lo hizo con la voz fina, cuidadosa y, sobre todo, valiente de quien ha logrado dominarse a pesar de circunstancias abrumadoras, pero que podría volver a venirse abajo en cualquier momento.

—Hace treinta y cinco años que tengo dieciséis.

—¿Qué?

—El primer año ya me costó lo suyo.

Mort pasó revista a sus últimas semanas y asintió, solidario.

—¿Y por eso leías todos esos libros?

Ysabell bajó la mirada y con el pie enfundado en una sandalia, jugueteó con la grava embargada por la vergüenza.

—Son muy románticos —dijo—. Hay unas historias realmente preciosas. Como la de aquella chica que tomó veneno al morir su amado, y aquella otra que se arrojó a un precipicio porque su padre insistía en que se casase con un viejo, y aquella otra que prefirió ahogarse que someterse a…

Mort la escuchaba pasmado. A juzgar por la cuidadosa selección del material de lectura que había hecho Ysabell, para cualquier muchacha del Disco resultaba una cuestión de renombre sobrevivir a la adolescencia lo suficiente como para gastar un par de medias.

—… y entonces ella creyó que él había muerto, y se quitó la vida, y resulta que él se despertó y acabó suicidándose, y aquella otra muchacha que…

El sentido común sugería que al menos unas cuantas mujeres lograrían alcanzar la tercera década sin matarse por amor, pero el sentido común no parecía conseguir en esos dramas siquiera un papel secundario. [5] Mort ya se percataba de que el amor lo hacía sentir a uno acalorado, frío, cruel, débil, pero no se había dado cuenta de que podía convertirlo en un estúpido.

—… nadaba cada noche en el río, pero una noche hubo una tormenta y al ver que no llegaba, ella…

Instintivamente, Mort tuvo la convicción de que algunas jóvenes parejas se conocían, digamos que en el baile de la aldea, se caían bien, salían un año o dos, tenían unas cuantas peleas, se reconciliaban, se casaban y no se suicidaban para nada.

Notó entonces que la letanía de amores desdichados había perdido ímpetu.

—Vaya —dijo débilmente—. ¿Es que ya no queda nadie que se lleve bien?

—Amar es sufrir —sentenció Ysabell—. Tiene que haber muchas pasiones desgraciadas.

—¿Es preciso?

—Absolutamente imprescindible. Y angustias.

En ese momento, Ysabell recordó algo.

—¿Has comentado tú que había algo que andaba por ahí agitándose en el aire? —inquirió con la voz tensa de quien procura dominarse.

Mort reflexionó unos instantes y contestó:

—No.

—Me temo que no te estaba prestando demasiada atención.

—No tiene ninguna importancia.

Volvieron a la casa sin decirse nada más.

Cuando Mort regresó al estudio, se encontró con que la Muerte se había marchado y le había dejado sobre el escritorio cuatro relojes de arena. El enorme libro de cuero estaba sobre el atril, cerrado con llave.

Debajo de los relojes había una notita.

Mort se había imaginado que la Muerte tendría una letra estilo gótico, o angular como las piedras sepulcrales, pero en realidad, la Muerte había estudiado un tratado clásico de grafología antes de elegir un estilo y había adoptado uno que indicaba una personalidad equilibrada y bien adaptada.

La nota decía así:

«Me he ido a pescar. Hay una ejecución en Pseudópolis, una muerte natural en Krull, una caída mortal en los Montes Carrick y una fiebre intermitente en Ell-Kinte. Tómate el resto del día libre».

* * *

Mort creyó que la historia iba por ahí revolviéndose como una guindaleza de acero destensada, que entre tañidos recorría la realidad en grandes movimientos destructivos.

La historia no es así. La historia se va deshaciendo despacio, como un jersey viejo. Le han puesto parches y la han zurcido muchas veces, la han vuelto a tejer al gusto de diferentes personas, la han metido en una caja, debajo del fregadero de la censura para acabar cortada a trozos para hacer de trapo de la propaganda, y sin embargo, al final, siempre logra recobrar su antigua forma. La historia tiene la costumbre de cambiar a las personas que se creen que la están cambiando a ella. La historia siempre se guarda unos cuantos ases en la manga gastada. Hace mucho tiempo que anda dando vueltas.

He aquí lo que ocurría:

El guadañazo mal aplicado de Mort había partido a la historia en dos realidades separadas. En la ciudad de Sto Lat, la princesa Keli seguía gobernando, con un cierto grado de dificultad y con la ayuda a jornada completa del Reconocedor Real, al que incluyó en la nómina cortesana con el deber de recordar que ella existía. Sin embargo, en las tierras exteriores, más allá de la llanura, en las Montañas del Carnero, alrededor del Mar Circular y todo el trecho hasta la Periferia, seguía dominando la realidad tradicional, para la cual, la princesa estaba definitivamente muerta, el duque era el rey y el mundo discurría sosegadamente de acuerdo con el plan, cualquiera que éste fuese.

La cuestión es que ambas realidades eran ciertas.

El horizonte de acontecimientos históricos se encontraba en aquel momento a unos treinta kilómetros de la ciudad, y todavía no era demasiado visible. Ello se debía a que… bueno… digamos que la diferencia de presiones históricas no era todavía muy grande. Pero iba en aumento. Sobre los húmedos campos de coles había en el aire una especie de tenue resplandor y un ligero chisporroteo como de langostas friéndose.

Las personas no alteran la historia, del mismo modo que los pájaros no alteran el cielo y sólo se limitan a describir en él breves diseños. Centímetro a centímetro, implacable como un glaciar y mucho más fría, la realidad verdadera regresaba, aplastante, hacia Sto Lat.

* * *

Mort fue el primero en darse cuenta.

Autore(a)s: