Le sonrió a manera de disculpa y agregó:
—Si lo consideras objetivamente, eres mucho más afortunada que la mayoría de los muertos, porque estás viva para disfrutarlo.
—No quiero aceptarlo. ¿Por qué debo hacerlo? ¡Yo no tengo la culpa!
—No lo has entendido. La historia sigue su curso. Ya no puedes participar en ella. No hay un papel para ti, ¿es que no lo entiendes? Será mejor que dejes que las cosas sigan su curso.
Volvió a darle unas cuantas palmaditas en la mano. Ella lo miró. Él apartó la mano.
—¿Qué se supone que he de hacer, pues? ¿No comer porque no está escrito que coma? ¿Irme a vivir a alguna cripta?
—Un problema de difícil solución, ¿eh? —convino Buencorte—. Me temo que ése es tu destino. Si el mundo no logra verte, no existes. Soy hechicero, y nosotros, los hechiceros, sabemos que…
—No lo digas.
Keli se puso en pie.
Cinco generaciones antes, uno de sus antepasados había hecho detener a su banda de degolladores nómadas, a unos cuantos kilómetros del montículo de Sto Lat, y había contemplado la ciudad dormida con una expresión peculiarmente decidida que decía: Hasta aquí hemos llegado. El hecho de que hayamos nacido en una silla de montar, no significa que tengamos que morir en el mismo sitio.
Por extraño que resulte, por un truco de las leyes de la herencia, muchas de sus características distintivas habían pasado a su descendiente, [3] y explicaban su atractivo más bien idiosincrático. Nunca se apreciaron con tanta claridad como en aquel momento. Incluso Buencorte quedó impresionado. Cuando se trataba de determinación, en la mandíbula de Keli se podría haber cascado nueces.
Exactamente con el mismo tono de voz empleado por su antepasado cuando se dirigió a sus cansados y sudorosos seguidores antes del ataque[4], dijo:
—No. No pienso aceptarlo. No pienso quedarme reducida a una especie de fantasma. Y tú vas a ayudarme, hechicero.
El subconsciente de Buencorte reconocía el tono. Transmitía una armonía que hacía que incluso la carcoma de las tablas del suelo abandonaran lo que estaban haciendo para ponerse en posición de firmes. Aquel tono no expresaba una opinión, sino que decía: las cosas serán así.
—¿Yo, señora? —balbuceó—. No sé en qué podría yo…
Fue sacado de su silla, llevado a la calle con la túnica volándole al viento. Keli marchó hacia el palacio con los hombros bien erguidos; arrastraba tras ella al hechicero como si fuera un cachorrito renuente. Con ese mismo paso decidido, las madres se dirigían a la escuela local cuando su hijito regresaba a casa con un ojo morado; era imparable; era como la Marcha del Tiempo.
—¿Qué intenciones tienes? —tartamudeó Buencorte, horriblemente consciente de que no podría hacer nada para resistirse.
—Hoy es tu día de suerte, hechicero.
—Qué bien —dijo con un hilo de voz.
—Acabas de ser nombrado Reconocedor Real.
—Ah. ¿Y a qué obliga exactamente ese cargo?
—Le recordarás a todo el mundo que estoy viva. Es un trabajo fácil. Tres comidas diarias y te hacen la colada. Aviva el paso, hombre.
—¿Reconocedor Real?
—Eres hechicero. Creo que hay algo que deberías saber —dijo la princesa.
* * *
—¿DE VERAS? —dijo la Muerte.
(Ése es un truco cinematográfico adaptado para las artes gráficas. La Muerte no le hablaba a la princesa. En realidad, se encontraba en su estudio, conversando con Mort. Pero a que es efectivo, ¿eh? Probablemente se denomine fundido a negro o zoom/corte transversal. O algo por el estilo. Una industria que se permite llamar Best Boy a un técnico experimentado, puede ponerle cualquier nombre.)
—¿Y DE QUÉ SE TRATA? —añadió, enrollando un trozo de seda negra alrededor de un anzuelo colocado en un torno de mesa que había fijado a su escritorio.
Mort vaciló. Más que nada como una reacción de miedo e incomodidad, pero también porque el espectáculo ofrecido por un espectro encapuchado que ataba tranquilamente moscas desecadas bastaba para hacer vacilar a cualquiera.
Además, Ysabell estaba sentada en el extremo opuesto de la habitación; aparentemente bordaba, pero al mismo tiempo lo observaba a través de una nube de hosca desaprobación. Notaba como sus ojos enrojecidos le agujereaban la nuca.
La Muerte insertó unas cuantas plumas de cuervo y silbó una melodía entre dientes, porque no tenía otra cosa con qué silbar. Levantó la vista.
—¿MMM?
—Las cosas no…, esto…, no han salido tan bien como pensaba —dijo Mort, de pie en la alfombra, delante del escritorio, carcomido por los nervios.
—¿HAS TENIDO PROBLEMAS? —preguntó la Muerte cortando de un tijeretazo unos cuantos restos de pluma.
—Pues verá, la bruja no quiso venirse, y el monje…, bueno, que ha vuelto a empezar.
—EN TODO ELLO NO HAY NADA DE PREOCUPANTE, MUCHACHO…
—… Mort…
—… A ESTAS ALTURAS YA DEBERÍAS HABER DEDUCIDO QUE CADA CUAL RECIBE LO QUE CREE QUE LE ESPERA. DE ESE MODO, TODO RESULTA MUCHO MÁS LIMPIO.
—Ya lo sé, señora. Pero entonces, eso significa que las personas que creen que irán a una especie de paraíso, van realmente a parar allí. Y que las personas buenas que temen ir a una especie de sitio horrible, sufren de verdad. No hay justicia.
—¿QUÉ TE HE DICHO QUE DEBES RECORDAR CUANDO ESTÁS DE GUARDIA?
—Pues…
—¿MMM?
Mort permaneció callado.
—LA JUSTICIA NO EXISTE. SÓLO EXISTES TÚ.
—Pues yo…
—NO LO OLVIDES.
—Sí, pero…
—ESPERO QUE AL FINAL TODO SALGA BIEN. NUNCA HE CONOCIDO AL CREADOR, PERO ME HAN DICHO QUE CON LAS PERSONAS ES BASTANTE AMABLE.
La Muerte cortó el hilo y comenzó a desenroscar el torno de mesa.
—QUÍTATE ESAS IDEAS DE LA CABEZA —añadió—. AL MENOS LA TERCERA NO TE HABRÁ CAUSADO PROBLEMAS.
Había llegado el momento. Mort lo había meditado largo tiempo. No tenía sentido que lo ocultase. Desviaría el curso futuro de la historia. Las cosas como aquélla tendían a llamar la atención de la gente. Más le valía desahogarse. Confesar como un hombre. Aceptar el mal trago. Poner las cartas sobre la mesa. Nada de irse por las ramas. Abandonarse a la merced de uno.
Los penetrantes ojos azules lo miraron soltando destellos.
Él devolvió la mirada como un conejo nocturno que intenta hacer bajar la vista a los faros de un camión con remolque de dieciséis ruedas cuyo conductor es un prodigio que se mantiene doce horas al volante gracias a la cafeína, e intenta ganarles a los cuentakilómetros del infierno.
No lo logró.
—No, señora —respondió.
—BIEN. ASÍ ME GUSTA. Y AHORA DIME, ¿QUÉ OPINAS DE ESTO?
Los pescadores consideran que una buena mosca desecada debería ser capaz de imitar ingeniosamente a las de verdad. Existen las moscas adecuadas para la mañana. Existen diferentes moscas para el anochecer. Y así.
Pero la cosa que se encontraba entre los dedos triunfantes de la Muerte era una mosca de los albores de los tiempos. Era la mosca del caldo primordial. Se había criado en los excrementos del mamut. No era una mosca que choca contra los cristales de las ventanas, era una mosca que perfora paredes. Era un insecto que se arrastraba entre las tablillas de la palmeta más pesada destilando veneno y buscando venganza. De todo él sobresalían extrañas alas y trozos colgantes. Daba la impresión de tener muchos dientes.
—¿Cómo se llama? —inquirió Mort.
—LA LLAMARÉ… GLORIA DE LA MUERTE. —La Muerte le echó una última mirada de admiración y la metió en la capucha de su túnica—. ESTA NOCHE ME SIENTO CON GANAS DE VER UN POCO DE VIDA —dijo—. PUEDES ENCARGARTE DE LA RONDA, AHORA QUE LE TIENES COGIDO EL TRANQUILLO.
—Sí, señora —dijo Mort con tono fúnebre.
Ante sí veía que su vida se prolongaba como un feo túnel negro sin luces al final.
La Muerte tamborileó con los dedos sobre el escritorio mientras mascullaba entre dientes.
—AH, SÍ —dijo—. ALBERT ME HA DICHO QUE ALGUIEN HA ESTADO HURGANDO EN LA BIBLIOTECA.
—¿Cómo dice, señora?
—SACANDO LIBROS, DEJÁNDOLOS POR AHÍ TIRADOS. LIBROS SOBRE JOVENCITAS. AL PARECER LO DEBE DE ENCONTRAR DIVERTIDO.
Tal como se ha revelado ya, los Santos Oyentes tienen el oído tan desarrollado que un buen crepúsculo puede dejarlos sordos. Por unos segundos, Mort tuvo la impresión de que la piel de su cuello había desarrollado unos poderes parecidos, porque logró ver a Ysabell quedarse inmóvil en mitad de una puntada. Oyó también la leve inspiración que había oído antes, entre los estantes. Recordó el pañuelo de encaje.
—Sí, señora. No volverá a suceder, señora —dijo. La piel del cuello comenzó a escocerle con furia.
—ESPLÉNDIDO. Y AHORA, PODÉIS IROS LOS DOS. PEDIDLE A ALBERT QUE OS PREPARE UN ALMUERZO CAMPESTRE O ALGO ASÍ. SALID A TOMAR AIRE FRESCO. YA HE NOTADO CÓMO PROCURÁIS EVITAROS. —Le dio a Mort un codazo cargado de picardía (era como si te dieran con la punta de un palo) y añadió—: ALBERT ME HA EXPLICADO LO QUE SIGNIFICA.
—¿Ah, sí? —dijo Mort, deprimido.
Se había equivocado; había una luz al final del túnel, y era un lanzallamas.
La Muerte le lanzó otro de sus guiños supernova.
Mort no se lo devolvió. Se limitó a volverse y a dirigirse con paso pesado hacia la puerta, a una velocidad media y con unos andares que hacían que Gran A’Tuin pareciese un corderillo retozón.
Se encontraba en mitad del pasillo cuando oyó a sus espaldas el roce suave de unas pisadas y una mano lo agarró del brazo.
—¿Mort?
Se volvió y miró a Ysabell a través de la bruma de la depresión.
—¿Por qué dejaste que creyese que fuiste tú quien hurga en la biblioteca?
—No lo sé.
—Has… has sido muy amable —le dijo, cautelosa.
—¿Te parece? No sé qué me dio. —Se tanteó el bolsillo y sacó el pañuelo—. Creo que esto es tuyo.
—Gracias.
Se sonó la nariz ruidosamente.
Mort ya se encontraba casi al final del pasillo, con los hombros encogidos como las alas de un buitre. Ella corrió tras él.
—Oye.
—¿Qué?
—Quería darte las gracias.
—No tiene importancia —masculló—. Será mejor que no vuelvas a sacar libros. No les sienta bien. —Lanzó una risa que a él le pareció falta de alegría—. ¡Ja!
—¿Ja qué?
—¡Pues ja!
Había llegado al final del pasillo. Había una puerta que daba a la cocina, donde Albert estaría mirando maliciosamente, y Mort decidió que sería incapaz de enfrentarse a él. Se detuvo.
—Yo sólo saqué los libros porque buscaba un poco de compañía —dijo ella, a su espalda.
Mort cedió.
—Podríamos dar un paseo por el jardín —dijo, desesperado, y cuando hubo logrado endurecerse un poco, añadió—: Sin ningún tipo de obligaciones, claro.
—¿Quieres decir que no te casarás conmigo? —le preguntó ella.
—¿Casarme contigo? —inquirió Mort, horrorizado.
—¿Acaso mi madre no te ha traído aquí para eso? Al fin y al cabo, no necesita un aprendiz.
—¿Te refieres a todos esos codazos y guiños y comentarios como algún día, hijo mío, todo esto será tuyo? —preguntó Mort—. Traté de no prestarles atención. Todavía no quiero casarme con nadie —añadió borrando una fugaz imagen mental de la princesa—. Y mucho menos contigo, y lo digo sin ánimo de ofender.
—No me casaría contigo aunque fueses el último hombre del Disco —le informó ella dulcemente.
Mort se sintió herido. Una cosa era no querer casarse con alguien, pero otra muy distinta era que te dijesen que no se querían casar contigo.
—Al menos no tengo cara de haberme pasado siglos en un armario comiendo rosquillas —le dijo cuando ya pisaban el negro césped de la Muerte.
—Al menos yo camino como si mis piernas tuvieran sólo una rodilla cada una —dijo Ysabell.
—Mis ojos no son dos huevos escalfados.
Ysabell asintió y repuso:
—Por otra parte, mis orejas no dan la impresión de parecerse a algo que crece en un árbol muerto. ¿Qué quiere decir escalfados?
—Como Albert hace los huevos.
—¿Con la clara toda pegajosa y líquida y llena de trozos babosos?
—Sí.
—Buena palabra —admitió ella, pensativa—. Pero mi pelo, para que sepas, no parece un estropajo con el que se limpia el retrete.
—Claro que no, pero el mío tampoco se parece a un puercoespín mojado.
—Te ruego que tomes nota de que mi pecho no parece una rejilla para tostadas en una bolsa de papel húmeda.
Mort miró de reojo el escote de Ysabell y al ver una delantera digna del mejor equipo de fútbol, se abstuvo de hacer comentarios.
—Mis cejas no parecen un par de orugas acopladas —aventuró.
—Es cierto. Pero sugiero que con mis piernas al menos sería capaz de detener un cerdo en un pasillo.
—¿Cómo…?
—No soy patizamba —le explicó.
—Ah.
Se pasearon entre los parterres de lirios, momentáneamente sin argumentos. Al final, Ysabell se plantó ante Mort y le tendió la mano. Él se la estrechó, sumido en un silencio agradecido.