Aporreó la puerta con renovado vigor, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
—No dará refultado —le dijo una voz al oído—. Ef muy tozudo.
Se volvió despacio para encontrarse con la mirada impertinente del llamador. Meneaba las cejas metálicas y le hablaba de un modo no demasiado claro, por culpa del aro de hierro forjado.
—Soy la princesa Keli, heredera del trono de Sto Lat —dijo con arrogancia y tratando de contener el miedo—. Y no hablo con adornos de puertas.
—Eftupendo, como no foy máf que un llamador, yo hablo con quien me place —dijo la gárgola toda amabilidad—. Y te diré que mi amo ha tenido un día agotador y no quiere que fe lo molefte. Pero fi utilizaraf la palabra mágica —añadió—, quizá facaríaf algo. Fiempre que la utilice una mujer atractiva, funciona nueve de cada ocho vecef.
—¿La palabra mágica? ¿Qué palabra mágica?
El llamador lanzó una sonrisa burlona y respondió:
—¿Ef que no le han enfeñado nada a la feñorita?
Keli se irguió cuan alta era, aunque podría haberse ahorrado el esfuerzo, dado que el resultado no valía la pena. Sentía que también había tenido un día agotador. Su padre había ejecutado personalmente a cien enemigos en el campo de batalla. Por lo tanto, ella debería ser capaz de vérselas con un llamador.
—Me han educado algunas de las personas más eruditas de la comarca —le informó con gélida precisión.
El llamador no pareció impresionarse.
—Fi no te han enfeñado la palabra mágica —le dijo con toda calma—, no me parece a mí que hayan fido tan eruditof.
Keli tendió la mano, aferró el pesado aro y lo golpeó con fuerza contra la puerta. El llamador soltó una risita burlona.
—Trátame con dureza —le soltó—, ¡ef jufto lo que a mí me gufta!
—¡Eres asqueroso!
—Ffí. ¡Cómo me ha guftaado, hazlo otra vez…!
La puerta se entreabrió dejando ver una mata de pelo ondulado envuelta en sombras.
—Señora, he dicho que hemos ce…
Keli se vino abajo.
—Por favor, ayúdame —suplicó—. ¡Por favor!
—¿Lo vef? —dijo el llamador con aire triunfante—. ¡Tarde o temprano todo el mundo fe acuerda de la palabra mágica!
* * *
Keli había asistido a actos oficiales en Ankh-Morpork y había conocido a hechiceros ancianos de la Universidad Invisible, la más prestigiosa institución académica dedicada a la magia. Algunos de ellos habían sido altos, la mayoría, gorditos, y casi todos iban ricamente vestidos, o al menos creían que iban ricamente vestidos.
De hecho, en la hechicería existen modas, así como ocurre en artes más mundanas, y la tendencia a vestirse como concejales ancianos fue temporal. Las generaciones anteriores se habían inclinado por exhibir un aspecto pálido e interesante, o misterioso y saturnino, o de druida mugriento. Pero Keli estaba acostumbrada a los hechiceros que eran una especie de montaña pequeña, revestida de pieles, con una voz asmática, e Ígneo Buencorte no encajaba en la imagen del mago.
Era joven. En fin, ese detalle no podía evitarse; presumiblemente, incluso los hechiceros debían comenzar de jóvenes. No llevaba barba, y de la única cosa que iba revestida su capa mugrienta era de ribetes desgastados.
—¿Te apetecería una copa o algo? —le preguntó y disimuladamente escondió debajo de la mesa una camiseta que había en el suelo.
Keli miró a su alrededor para ver si veía algo en qué sentarse que no estuviese ocupado con ropa sucia o vajilla usada, y sacudió la cabeza. Buencorte notó su expresión.
—Me temo que esto está un poco desordenado —añadió rápidamente, mientras con el codo tiraba al suelo unos restos de salchicha con ajo—. La señora Nugent viene dos veces por semana a hacerme la limpieza, pero ha tenido que marcharse a ver a su hermana porque le ha dado otro de sus ataques. ¿Estás segura? No es ningún problema. Ayer mismo vi una taza limpia por alguna parte.
—Tengo un problema, señor Buencorte —dijo Keli.
—Espera un momento. —Fue hasta un gancho que había encima de la chimenea y sacó un sombrero de punta que había tenido épocas mejores, aunque por su aspecto no habían sido mucho mejores, y luego añadió—: Listo. Dispara.
—¿Por qué es tan importante el sombrero?
—Importante no, esencial. Para ejercer de hechicero hay que llevar el sombrero adecuado. Nosotros, los hechiceros, lo sabemos bien.
—Si tú lo dices. Oye, ¿puedes verme?
La observó entrecerrando los ojos y repuso:
—Sí. Sí, diría con toda certeza que te veo.
—¿Y me oyes? Puedes oírme, ¿verdad?
—Perfectamente. Sí. Cada sílaba resuena como es debido. Sin problemas.
—¿Te sorprendería si te dijera que en esta ciudad nadie más puede hacerlo?
—¿Salvo yo?
—Y tu llamador —añadió Keli con un bufido.
Buencorte sacó una silla y se sentó. Se revolvió un poco en el asiento. Una expresión preocupada le surcó el rostro. Se puso en pie, buscó a su espalda y sacó una masa plana y rojiza que en algún momento pudo haber sido media pizza. [2] Se la quedó mirando con pena.
—¿Me creerías si te dijera que me he pasado la mañana buscándola? Era una completa con doble de pimientos.
Escarbaba entristecido el trozo aplastado cuando de repente se acordó de Keli.
—Cielos, perdóname. ¿Dónde he dejado mis modales? ¿Qué vas a pensar de mí? Anda, toma una anchoa. Por favor.
—¿Has escuchado lo que te he dicho? —le espetó Keli.
—¿Te sientes invisible? En tu interior, me refiero —inquirió Buencorte con voz poco clara.
—Claro que no. Lo que siento es rabia. Por eso quiero que me leas la suerte.
—Pues yo de eso no sé nada, a mí me suena a cosa médica y…
—Te pagaré.
—Es ilegal —le dijo Buencorte con tono apesadumbrado—. El antiguo rey prohibió expresamente que se leyera la suerte en Sto Lat. Los hechiceros no le caíamos muy bien.
—Te pagaré mucho.
—La señora Nugent me ha comentado que parece ser que la nueva niña será peor. Me dijo que es una altanera de mucho cuidado. Me temo que no es de las que ven con buenos ojos a los practicantes de las artes sutiles.
Keli sonrió. Los cortesanos que ya conocían esa sonrisa se habrían apresurado a sacar de allí a Buencorte aunque fuera a rastras, para ponerlo en un lugar seguro, como por ejemplo el continente de al lado, pero el pobre se quedó ahí sentado, tratando de quitarse trocitos de champiñón de la túnica.
—Se rumorea que tiene un carácter espantoso —dijo Keli—. No me sorprendería nada que de todos modos te echara de la ciudad.
—Cielos, ¿de veras lo crees? —inquirió Buencorte.
—Te propongo un trato —le dijo Keli—, no tienes que hablarme de mi futuro, sólo de mi presente. Ni siquiera ella podría oponerse a eso. Si lo deseas, puedo hablarle —añadió, magnánima.
—¿La conoces? —preguntó Buencorte más animado.
—Sí. Pero a veces creo que no demasiado bien.
Buencorte lanzó un suspiro y luego hurgó en los restos que había sobre la mesa; apartó cascadas de platos sucios y los restos largo tiempo momificados de varias comidas. Finalmente, desenterró una voluminosa cartera de cuero, pegada a una loncha de queso.
—Bueno, aquí tenemos las cartas del Caroc —dijo no muy seguro—. La sabiduría destilada de los Antiguos y cosas por el estilo. También tengo el Ching Aling del Eje. Está haciendo furor entre la gente bien. Pero no leo las hojas de té.
—Probaré con el Ching no sé cuántos.
—Entonces lanza al aire estos tallos de milenrama.
Ella obedeció y luego los dos se quedaron mirando el efecto.
—Mmm —murmuró Buencorte al cabo de unos instantes—. Pues bien, uno ha caído en la chimenea, otro en el tazón del chocolate, otro ha ido a parar a la calle, lo que más siento es la ventana, otro sobre la mesa y uno, no, dos detrás de la cómoda. Espero que la señora Nugent logre encontrar los demás.
—No me dijiste con cuánta fuerza había que lanzarlos. ¿Pruebo otra vez?
—Nooo, mejor no. —Buencorte hojeó un libro amarillento que momentos antes había aguantado la pata de la mesa y dijo—: Al parecer, el dibujo tiene sentido. Sí, aquí está, Octograma ocho mil ochocientos ochenta y siete: La Ilegalidad, la Oca de la No Expiación. Esto nos remite a… un momento… un momento… sí. Ya lo tengo.
—¿Y bien?
—«Sin verticalidad, el emperador escarlata avanza sabiamente a la hora del té; por la noche, el molusco permanece silencioso entre la flor del almendro».
—¿Sí? —dijo Keli, respetuosa—. ¿Y qué significa?
—Probablemente muy poco, a menos que seas un molusco —respondió Buencorte—. Creo que con la traducción puede haber perdido algo.
—¿Estás seguro de que sabes cómo se hace esto?
—Probemos con las cartas —se apresuró a sugerir Buencorte, al tiempo que las abría en abanico—. Elige una cualquiera.
—Es la Muerte —dijo Keli.
—Ah, bueno. Pero ten en cuenta que la carta de la Muerte no siempre significa la muerte en todas las circunstancias —aclaró velozmente Buencorte.
—¿Quieres decir que no significa la muerte en esas circunstancias en las que el sujeto se pone muy nervioso y tú estás demasiado incómodo como para decirle la verdad?
—Oye, elige otra carta, anda.
—Ésta también es la Muerte —dijo Keli.
—¿Has puesto la otra en su sitio?
—No. ¿Elijo otra?
—Será mejor que sí.
—¡Vaya coincidencia!
—¿La Muerte número tres?
—Sí. ¿Se trata de una baraja especial para hacer trucos? —Keli trató de no perder la compostura, pero hasta ella misma detectó un leve tono histérico en su voz.
Buencorte la miró con el ceño fruncido y cuidadosamente fue colocando las cartas en la baraja, mezcló y las dispuso otra vez sobre la mesa. Sólo había una Muerte.
—Cielos —dijo—. Creo que esto será serio. ¿Me dejas que te examine la palma de la mano, por favor?
La estudió durante un largo rato. Finalmente, se dirigió a la cómoda, sacó de un cajón una lupa de joyero, le quitó los restos de gachas que tenía pegados con la manga de la túnica y se pasó unos cuantos minutos más estudiándole la mano hasta el más mínimo detalle. Cuando hubo terminado, se reclinó en el asiento, se quitó la lupa, se la quedó mirando fijamente y luego le dijo:
—Estás muerta.
Keli esperó. No se le ocurría una respuesta adecuada. «No estoy muerta» carecía de estilo, pero «¿Es muy grave?» le parecía un tanto frívola.
—¿He dicho que me parecía que esto iba a ser serio? —inquirió Buencorte.
—Me parece que sí —respondió Keli con sumo cuidado, tratando de que el tono de su voz no se alterara.
—Pues no me he equivocado.
—Ah.
—Podría ser grave.
—¿Hay algo más grave que estar muerta? —inquirió Keli.
—No me refería a ti.
—Ah.
—Aquí ha fallado algo sumamente fundamental. Estás muerta en todos los sentidos menos… menos en el verdadero. Quiero decir, las cartas creen que estás muerta. La línea de la vida cree que estás muerta. Todo y todos creen que estás muerta.
—Yo no —dijo Keli, pero su voz sonó menos confiada.
—Me temo que tu opinión no cuenta.
—¡Pero la gente me ve y me oye!
—Lamento informarte que lo primero que aprendes cuando te matriculas en la Universidad Invisible es que la gente no le presta demasiada atención a esas cosas. Lo importante es lo que les dicen sus mentes.
—¿Quieres decir que la gente no me ve porque sus mentes les dicen que no lo hagan?
—Me temo que sí. Se llama predestinación o algo por el estilo. —Buencorte le lanzó una mirada llena de pena—. Soy hechicero. Y los hechiceros sabemos de estas cosas.
»Por cierto, no es lo primero que aprendes cuando te matriculas —aclaró—. Lo primero, lo primero, es dónde están los lavabos y todo ese tipo de cosas. Pero quitando eso, sí es lo primero.
—Pero tú sí que me ves.
—Bueno, pero a los hechiceros nos adiestran para que veamos cosas que están allí y para que no veamos las que no están. Nos dan unos ejercicios especiales que…
Keli tamborileó con los dedos sobre la mesa, o al menos lo intento. Le resultó difícil. Se miró la mano horrorizada.
Buencorte se apresuró a repasar la mesa con la manga.
—Lo siento —masculló—. Anoche cené bocadillos de melaza.
—¿Qué puedo hacer?
—Nada.
—¿Nada?
—Pues verás, te podrías convertir en una ladrona de éxito… Perdona. Ha sido una falta absoluta de buen gusto.
—Eso me ha parecido.
Buencorte le dio unas palmaditas en la mano que estaban totalmente fuera de lugar, pero Keli estaba demasiado preocupada como para reparar en tan flagrante lèse majesté.
—Verás, todo ha sido fijado. La historia ya está escrita desde el principio hasta el final. La realidad de los hechos está fuera de toda discusión; la historia sigue adelante y arrasa con ellos. No se puede cambiar nada porque los cambios ya forman parte de todo ello. Estás muerta. Es el destino. No te queda más remedio que aceptarlo, te guste o no.