Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Era un espectáculo presenciado por muy pocos, y Mort no fue uno de ellos, porque iba inclinado sobre el cogote de Binky y se aferraba como si en ello le fuera la vida, mientras surcaban el cielo nocturno delante de la estela de vapor de un cometa.

Alrededor de Cori se agrupaban otras montañas. En comparación no eran más que nidos de termitas, aunque en realidad cada una de ellas era un surtido majestuoso de cumbres, laderas, precipicios, desfiladeros y glaciares a los que cualquier montaña se habría sentido feliz de verse asociada.

Entre las más altas, al final de un valle en forma de embudo, moraban los Oyentes.

Constituían una de las más antiguas sectas religiosas del Disco, aunque los dioses mismos no se ponían de acuerdo sobre si Oír era una religión propiamente dicha, y lo único que impidió que unas cuantas avalanchas con buena puntería arrasaran su templo fue el hecho de que incluso los dioses sentían curiosidad por saber qué era lo que los Oyentes podían llegar a Oír. Si hay algo que puede fastidiar de verdad a un dios, es ignorar una cosa.

Mort tardará varios minutos en llegar. Una serie de puntos suspensivos llenaría perfectamente ese tiempo, pero el lector ya estará viendo la extraña forma del templo —enroscado como una amonita blanca al final del valle— y probablemente querrá una explicación.

La cuestión es que los Oyentes intentan descifrar exactamente qué fue lo que el Creador dijo cuando hizo el universo.

La teoría es bastante simple.

Está claro que nada de lo que el Creador hace pudo ser destruido, lo cual significa que los ecos de aquellas primeras sílabas deben de estar dando vueltas en alguna parte, reverberando por toda la materia del cosmos pero todavía audibles si el oyente es realmente bueno.

Hace eones, los Oyentes descubrieron que el hielo y la casualidad habían tallado ese valle haciendo de él el perfecto opuesto acústico de un valle de resonancia, por lo que construyeron su templo de múltiples cámaras en la posición exacta que ocupa siempre una silla cómoda en la casa de un fanático de la alta fidelidad. Unos complejos altavoces captaban y amplificaban los sonidos que entraban por el embudo del frío valle y los guiaban hacia adentro, hasta la cámara central, donde a todas horas del día y de la noche, había siempre tres monjes sentados.

Oyendo.

El hecho de que no sólo oyeran los ecos sutiles de las primeras palabras, sino además todos los demás sonidos del Disco, les causaba ciertos problemas. Para poder reconocer el sonido de las Palabras, debían aprender a reconocer todos los demás ruidos. Esto exigía un cierto talento, y los aspirantes sólo eran aceptados en el noviciado si lograban distinguir sólo por el sonido, a una distancia de mil metros, de qué lado aterrizaba una moneda lanzada al aire. En realidad, la orden no los aceptaba hasta que lograban decir de qué color era.

Aunque los Santos Oyentes se encontraban en un sitio tan remoto, muchos eran quienes se arriesgaban a recorrer el largo y peligroso sendero que conducía a su templo, y atravesaban tierras heladas plagadas de gnomos, vadeaban ríos congelados, escalaban montañas imponentes, caminaban penosamente por la tundra inhóspita, para poder subir la estrecha escalinata que conducía al valle oculto a buscar con el corazón abierto los secretos del ser.

Y los monjes les gritaban: «¡Bajad el jodido volumen!».

Binky pasó por las cimas como una especie de vaho blanco, y se posó sobre la nevada soledad de un patio transformado en algo espectral por la luz del disco proveniente del cielo. Mort saltó de la silla y corrió por los silenciosos claustros hasta la sala donde el 88° abad se estaba muriendo, rodeado de sus devotos seguidores.

Los pasos de Mort retumbaron con estrépito mientras corría por el intrincado suelo de mosaico. Los monjes llevaban siempre chanclos de lana.

Llegó a la cama y esperó un momento, apoyado en la guadaña hasta que recuperó el aliento.

El abad, que era pequeño y completamente calvo, y que tenía más arrugas que un saco entero de ciruelas pasas, abrió los ojos.

—Llegas tarde —susurró, y expiró.

Mort tragó saliva, inspiró con esfuerzo y sacó la guadaña haciéndola describir un arco lento. A pesar de ello, tuvo la exactitud suficiente; el abad se incorporó y dejó atrás su cadáver.

—Justo en el momento oportuno —dijo en un tono que sólo Mort alcanzó a oír—. Me tenías preocupado.

—¿Todo en orden? —inquirió Mort—. El problema es que he de darme prisa…

El abad saltó de la cama y se dirigió hacia Mort atravesando las filas de sus atribulados seguidores.

—No te precipites —le dijo—. Siempre espero con ansia estas charlas. ¿Qué le ha pasado a la señora de siempre?

—¿La señora de siempre? —inquirió Mort asombrado.

—Una mujer alta. Con capa negra. No le dan bien de comer, por el aspecto que tiene —le informó el abad.

—¿La señora de siempre? ¿Se refiere a la Muerte? —preguntó Mort.

—La misma —repuso el abad alegremente.

Mort se quedó boquiabierto.

—Se muere usted a menudo, ¿eh? —logró decir Mort.

—Pues sí, bastante. Pero claro —dijo el abad—, cuando le coges el truco, sólo es cuestión de práctica.

—¿De veras?

—Hemos de irnos —le recordó el abad.

Mort cerró la boca de golpe.

—Eso mismo intentaba decirle.

—A mí me dejas en el valle —continuó el monjecito plácidamente.

Pasó delante de Mort y se dirigió al patio. Mort se quedó mirando el suelo un instante, y luego corrió tras él de un modo que le constaba que era poco profesional y digno.

—Oiga… —comenzó a decir.

—Recuerdo que la señora tenía un caballo llamado Binky —dijo el abad amablemente—. ¿Le has comprado la ruta?

—¿La ruta? —repitió Mort completamente perdido.

—O como se llame. Perdóname —le pidió el abad—. Lo cierto es que no tengo idea de cómo están organizadas estas cosas, muchacho.

—Mort —aclaró Mort, distraído—. Creo que usted debe regresar conmigo, señor. Si no le importa —añadió con un tono que esperaba que sonase firme y autoritario.

El monje se volvió y le lanzó una plácida sonrisa.

—Ojalá pudiera —le dijo—. Quizá algún día. Y ahora, si me pudieras acercar a la aldea más cercana, me imagino que en estos momentos se disponen a concebirme.

—¿Concebirlo? ¡Pero si acaba de morirse!

—Sí, pero es que tengo lo que podría denominarse un abono —le explicó el abad.

Mort comenzó a captar la idea, pero muy despacio.

—Ah —dijo finalmente—. Ya he leído algo sobre eso. Se llama reencarnación, ¿no?

—Exactamente. Ya voy por la cincuenta y tres. O la cincuenta y cuatro.

Al acercarse, Binky levantó la cabeza y lanzó un breve relincho de reconocimiento cuando el abad le dio una palmadita en la nariz. Mort montó y ayudó al abad a colocarse en la grupa.

—Ha de ser interesante —dijo mientras Binky se elevaba en el aire por encima del templo.

En la escala absoluta de la charla, este comentario debía de estar muy por debajo del cero, pero a Mort no se le ocurrió nada mejor.

—Pues no lo es —dijo el abad—. A ti te lo parece porque seguro que crees que me acuerdo de todas mis vidas, pero por supuesto que no me acuerdo. Al menos no mientras estoy vivo.

—No se me había ocurrido pensarlo —admitió Mort.

—Imagínate aprender a controlar esfínteres cincuenta veces.

—Nada que añorar, supongo —dijo Mort.

—Nada. Si volviera a nacer, no me reencarnaría. Cuando ya empiezo a tomarle el gustito a las cosas, salen los jóvenes del templo a buscar un niño concebido la misma hora en que murió el abad. Una falta total de imaginación. Para aquí un momento, por favor.

Mort miró hacia abajo.

—Estamos en el aire —dijo con tono incierto.

—No tardaré nada.

El abad se deslizó del lomo de Binky, dio unos cuantos pasos en el aire y gritó.

Fue como si el grito continuara durante un largo rato. Después, el abad volvió a montar.

—No sabes cuánto hace que quería hacerlo.

En uno de los valles inferiores, a unos kilómetros del templo, había una aldea, que era una especie de industria de servicios. Desde el aire, sólo se veían unas cuantas chozas desparramadas, pequeñas pero completamente insonorizadas.

—En cualquier parte ya va bien —dijo el abad.

Mort lo dejó a unos palmos de la nieve, en un punto donde las chozas parecían más abundantes.

—Espero que su próxima vida sea mejor —le dijo. El abad se encogió de hombros.

—La esperanza es lo último que se pierde —le replicó—. Al menos ahora me conceden una pausa de nueve meses. El panorama no es gran cosa, pero se está abrigado.

—Adiós, entonces —se despidió Mort—. He de darme prisa.

Au revoir —dijo el abad tristemente, y se volvió.

Los fuegos de las Luces del Eje seguían lanzando su luz fluctuante sobre el paisaje. Mort suspiró y sacó el tercer reloj de arena.

El recipiente era de plata, decorado con pequeñas coronas. Prácticamente ya no le quedaba arena.

Sintiendo que la noche había sido un desastre, pero que no podía empeorar, Mort lo giró con cuidado para echarle un vistazo al nombre…

* * *

La princesa Keli se despertó.

Se había producido un sonido como de alguien que no hace ningún ruido. Dejando de lado los guisantes y los colchones, a través de los años la pura selección natural había establecido que las familias reales que sobrevivían más eran aquellas cuyos miembros lograban distinguir un asesino en la oscuridad por el ruido que no hacía, porque, en los círculos cortesanos, siempre había alguien dispuesto a trocear al heredero con un cuchillo.

Se quedó tendida en la cama, pensando qué hacer. Debajo de la almohada tenía una daga. Comenzó a deslizar una mano por las sábanas, al tiempo que miraba alrededor de la habitación con los ojos entrecerrados, en busca de sombras extrañas. Era consciente de que, si llegaba a dar señales de que dormía, jamás volvería a despertar.

Por la enorme ventana del extremo opuesto se filtraba un poco de luz, pero tanto armaduras, tapizados, como los mil trastos varios que inundaban la habitación, podrían haber servido de escondite a un ejército.

La daga se había escurrido por el cabezal de la cama. De todos modos, lo más probable era que no la hubiera sabido usar correctamente.

Decidió que no sería buena idea llamar a gritos a los guardias. Si en su habitación había alguien, seguramente los guardias habrían sido reducidos, o al menos noqueados por una cuantiosa suma de dinero.

En el suelo, junto al fuego, había un calentador de cama. ¿Serviría como arma?

Se oyó un leve ruido metálico.

Después de todo, quizá no sería tan mala idea eso de gritar…

La ventana se abrió hacia adentro. Por un instante, Keli vio, enmarcada contra un infierno de llamas azules y purpúreas, una figura encapuchada, agazapada sobre el lomo de un caballo inmenso.

Había alguien de pie, junto a la cama, con un cuchillo medio levantado.

En cámara lenta, contempló fascinada mientras el arma se elevaba y el caballo cruzaba la habitación al galope a velocidad de glaciar. El cuchillo estaba ya sobre ella, comenzaba a descender, el caballo retrocedía y el jinete se erguía sobre los estribos para blandir una especie de arma; la hoja atravesó el aire con un ruido parecido al que se oye al pasar el dedo por el borde de una copa mojada…

La luz desapareció. Se oyó que algo caía al suelo con un ruido sordo, seguido de un estrépito metálico.

Keli inspiró profundamente.

Alguien le tapó la boca con la mano y una voz preocupada le dijo:

—Si gritas, lo lamentaré. Por favor. Tal y como están las cosas ya estoy metido en un buen lío.

Cualquiera capaz de darle a su voz esa modulación tan suplicante, o era sincero, o bien un actor tan excelente que no le hacía falta dedicarse al asesinato para ganarse la vida.

—¿Quién eres? —preguntó.

—No sé si estoy autorizado a decírtelo —respondió la voz—. Sigues viva, ¿verdad?

La muchacha logró tragarse a tiempo la respuesta sarcástica. Había algo en el tono de la pregunta que la preocupó.

—¿Es que no lo notas?

—No es fácil… —Se produjo una pausa. La princesa se esforzó por ver en la oscuridad, para dotar de cara a esa voz—. Tal vez te haya causado un daño irreparable —añadió la voz.

—¿No acabas de salvarme la vida?

—La verdad es que no sé qué es lo que he salvado. ¿Hay luz por aquí?

—A veces, la doncella deja cerillas sobre la repisa de la chimenea —replicó Keli.

Notó que la presencia que tenía a su lado se alejaba. Se oyeron unos cuantos pasos titubeantes, un par de golpes secos, y finalmente un estrépito, aunque el término no es suficiente para describir la cacofonía de metales que llenó el aposento. Le siguió incluso el tintineo tradicional, ése de segundos después de que uno había dado todo por concluido.

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