Binky aminoró el paso. Mort miró hacia abajo, al tejado del bosque, cubierto de nieve que era o muy temprana o muy, pero que muy tardía; podía haber sido cualquiera de las dos cosas, porque las Montañas del Carnero atesoraban su clima y lo prodigaban sin limitarse a seguir una época precisa del año.
Debajo de ellos se abrió una brecha. Binky volvió a aminorar el paso, giró y descendió hacia un claro, blanco de nieve. Era circular, y, justo en su centro, se alzaba una cabaña. Si el suelo que la rodeaba no hubiera estado cubierto de nieve, Mort habría notado que no había tocones de árboles; en el círculo los árboles no habían sido talados, sencillamente habían sido disuadidos para que no crecieran allí. O se habían marchado.
De una de las ventanas del piso de abajo salía la luz de una vela que formaba un charco anaranjado en el suelo.
Binky tocó el suelo suavemente y trotó por la costra helada sin hundirse. No dejó huella alguna, por supuesto.
Mort desmontó y se dirigió a la puerta, mascullando para sí y ensayando movimientos varios con la guadaña.
El tejado de la cabaña tenía amplios aleros, para protegerla de la nieve y resguardar la leña. Ningún morador de las Montañas del Carnero soñaría jamás con empezar el invierno sin una pila de leña en tres costados de la casa. Pero allí no había una pila de leña, a pesar de que todavía faltaba mucho para la primavera.
Sin embargo, en una red, junto a la puerta, había un manojo de paja. Del manojo colgaba una notita, escrita en mayúsculas grandes, ligeramente temblorosas: «PARA EL CABALLO».
Mort se habría preocupado si se lo hubiera permitido. Alguien lo estaba esperando. Sin embargo, en los últimos días había aprendido que en lugar de ahogarse en la incertidumbre, era mucho mejor sobrenadar en su rompiente. De todos modos, a Binky no le perturbaba ningún escrúpulo moral, y tomó un buen bocado.
Se le planteaba entonces el problema de si debía o no llamar a la puerta. En cierto modo, no parecía adecuado. ¿Y si nadie contestaba o si le pedían que se marchara?
Levantó el pestillo y empujó la puerta. Se abrió hacia adentro con bastante facilidad y sin crujir.
Había una cocina de techo bajo, cuyas vigas se encontraban a la altura exacta como para trepanarle la cabeza. La luz de la única vela se reflejaba en los cacharros que había sobre una cómoda larga y en las losas, lavadas y pulidas hasta la iridiscencia. El fuego de la chimenea con forma de cueva no ayudaba a iluminar gran cosa, porque apenas era un montón de ceniza blanca debajo de los restos de un tronco. Mort supo, sin que nadie se lo dijera, que aquél era el último tronco.
Una anciana estaba sentada a la mesa de la cocina; escribía con ahínco manteniendo la nariz ganchuda a pocos centímetros del papel. Un gato gris, acurrucado sobre la mesa, junto a su ama, le guiñó tranquilamente el ojo a Mort.
La guadaña chocó contra una viga. La mujer levantó la mirada.
—En seguida estoy contigo —dijo. Frunció el ceño al mirar el papel—. Todavía no he puesto que estoy en pleno uso de mis facultades mentales, aunque considero que son puras tonterías, porque nadie en pleno uso de sus facultades mentales estaría muerto. ¿Te apetecería tomar algo?
—¿Cómo? —replicó Mort. Cuando recordó qué estaba haciendo, repitió—: ¿CÓMO?
—Es decir, si bebes. Es oporto de frambuesas. Está en la cómoda. Ya que estás, podrías acabarte la botella.
Mort observó la cómoda con suspicacia. Tenía la impresión de haber perdido la iniciativa. Sacó el reloj de arena y le lanzó una mirada colérica. Quedaba un montoncito de arena.
—Aún me quedan unos cuantos minutos —le dijo la bruja sin levantar la vista.
—¿Cómo, quiero decir, CÓMO LO SABE?
Ella no le contestó, secó la tinta delante de la vela, selló la carta con una gota de cera y la metió debajo de la palmatoria. Después, cogió el gato en brazos.
—Mañana vendrá la abuela Beedle a limpiar y tú te irás con ella, ¿entendido? Y procura que le deje a Gammer Nutley llevarse el lavabo de mármol rosa, hace años que le echó el ojo.
El gato lanzó un maullido sagaz.
—No dispongo de… quiero decir, NO DISPONGO DE TODA LA NOCHE —dijo Mort con tono de reproche.
—Tú sí, pero yo no, y no hace falta que grites —le dijo la bruja.
Bajó de su banqueta y entonces Mort notó lo doblada que estaba, como un arco. Con cierta dificultad desenganchó un sombrero puntiagudo de un clavo de la pared, se lo colocó torcido sobre la blanca cabeza con una batería de alfileres, y aferró dos bastones.
Tambaleante, cruzó la habitación hacia donde Mort se encontraba, y lo miró con unos ojos pequeños y brillantes como grosellas negras.
—¿Me hará falta el chal? ¿Crees que necesitaré un chal? No, supongo que no. Imagino que el sitio adonde voy es bastante cálido. —Miró a Mort entrecerrando los ojos y frunció el ceño—. Eres más joven de lo que me había imaginado —dijo. Mort no contestó. Después, Goodie Hamstring añadió en voz baja—: ¿Sabes? No creo que tú seas a quien estaba esperando.
Mort se aclaró la garganta.
—¿Y a quién esperaba exactamente? —le preguntó.
—A la Muerte —repuso la bruja simplemente—. Verás, forma parte del trato. Conocemos de antemano el momento de nuestra muerte, y se nos garantiza… pues atención personal.
—Ésa soy yo —dijo Mort.
—¿Ésa?
—La atención personal. Ella me ha enviado. Trabajo para ella. Fue la única que quiso contratarme.
Mort hizo una pausa. Aquello le estaba saliendo fatal. Iba a volver otra vez a casa sumido en la desgracia. El primer trabajo de responsabilidad que le daban y él iba y lo echaba todo a perder. Si hasta podía oír como se reían de él.
El lamento se inició en las profundidades de su desconcierto y sonó como una sirena de niebla.
—¡Es mi primer trabajo serio y todo me ha salido mal!
La guadaña cayó al suelo con estrépito, rebanó un trocito de la pata de la mesa y cortó por la mitad una baldosa.
Goodie se quedó observándolo durante un rato, con la cabeza ladeada. Luego le dijo:
—Entiendo. ¿Cómo te llamas, jovencito?
—Mort —repuso él inspirando con fuerza—. Es el diminutivo de Mortimer.
—Muy bien, Mort, supongo que en alguna parte llevarás un reloj de arena.
Mort asintió con vaguedad. Se llevó la mano al cinturón y sacó el reloj. La bruja lo inspeccionó con aire crítico.
—Me quedará un minuto, o poco más —dijo—. No hay tiempo que perder. Espérate a que cierre todo.
—¡Pero no lo entiende! —gimió Mort—. ¡Lo echaré todo a perder! ¡Es la primera vez que hago esto!
Ella le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:
—Yo también. Aprenderemos juntos. Anda, recoge la guadaña y trata de comportarte como un muchacho de tu edad, así me gusta.
A pesar de sus protestas, la bruja lo mandó afuera, en medio de la nieve, luego lo siguió y cerró la puerta con una pesada llave de hierro que colgó de un clavo, junto a la puerta.
La escarcha había cerrado su puño sobre el bosque y apretaba hasta hacer crujir las raíces. La luna se ponía, pero el cielo estaba tachonado de estrellas duras y blancas que hacían que el invierno pareciera aún más frío. Goodie Hamstring se estremeció.
—Allá hay un viejo tronco, desde el que se aprecia una buena vista del valle —le dijo, locuaz—. En verano, claro está. Me gustaría sentarme.
Mort la ayudó a cruzar los ventisqueros y quitó toda la nieve que pudo del asiento de madera. Se sentaron con el reloj de arena entre los dos. Fuera cual fuese la vista en verano, en aquel momento constaba de roca negra contra un cielo del que caían pequeños copos de nieve.
—Es increíble —dijo Mort—. No sé, da usted la impresión de querer morirse.
—Echaré de menos algunas cosas —dijo—. Pero empieza a escasear, sabes. Me refiero a la vida. Ya no se puede confiar en el propio cuerpo, y es hora de marcharse. Supongo que me ha llegado la hora de probar otra cosa. ¿Te ha dicho que los magos podemos verla siempre?
—No —respondió Mort.
—Pues sí, la vemos.
—No le gustan mucho los hechiceros y las brujas —le informó Mort.
—A nadie le caen bien los sabelotodos —dijo ella no sin cierta satisfacción—. Le causamos problemas, ¿sabes? Los sacerdotes no, por eso le gustan los sacerdotes.
—Nunca me lo ha dicho —comentó Mort.
—Ah. Se pasan la vida diciéndole a la gente lo bien que van a estar cuando se mueran. Y nosotros lo que hacemos es decirles que aquí también se lo pueden pasar muy bien si se lo proponen.
Mort titubeó. Quería decirle: se equivoca, ella no es así, no es así en absoluto, no le importa si la gente es buena o mala con tal de que sea puntual. Y además, es amable con los gatos, hubiera querido añadir.
Pero se lo pensó mejor y se le ocurrió que la gente necesitaba tener cosas en las que creer.
El lobo volvió a aullar, tan cerca esta vez que Mort miró a su alrededor lleno de aprensión. Al otro lado del valle, otro le contestó. Desde las profundidades del bosque, otros dos continuaron el coro. Mort nunca había oído nada tan fúnebre.
Echó una mirada de reojo a la silueta inmóvil de Goodie, y luego, con pavor creciente, al reloj de arena. Se puso en pie de un salto, levantó bruscamente la guadaña y la empuñó en ambas manos y le dio la vuelta.
La bruja se puso en pie, dejando atrás su cuerpo.
—Muy bien hecho —dijo—. Por un momento, pensé que fallarías.
Mort se inclinó contra un árbol, jadeando pesadamente, y observó a Goodie que caminaba alrededor del tronco para mirarse.
—Mmm —dijo con tono crítico—. El tiempo tiene mucho que explicar. —Levantó la mano y se echó a reír cuando advirtió que veía las estrellas a través de ella.
Luego se transformó. Mort ya lo había presenciado en otras ocasiones, cuando el alma se daba cuenta de que ya no se encontraba sujeta al campo mórfico del cuerpo, pero nunca con semejante dominio. El moño se le deshizo, y el pelo le cambió de color y se le alargó. Su cuerpo se enderezó. Las arrugas se estremecieron hasta desaparecer. Su vestido gris de lana se movió como la superficie del mar y acabó esbozando unas formas completamente distintas y perturbadoras.
Se miró, rió por lo bajo y cambió el vestido por una prenda ceñida, color verde hoja.
—¿Qué te parece, Mort? —le preguntó.
La voz que momentos antes había sonado temblorosa y cascada, recordaba entonces el almizcle, el jarabe de arce y otras cosas que hicieron que la nuez de Adán de Mort se bamboleara como una pelota de goma sujeta por un elástico.
— …
Fue todo lo que logró pronunciar, y aferró la guadaña con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Ella se le acercó como si fuera una serpiente que se arrastrara sobre cuatro ruedas.
—No te he oído —ronroneó.
—Mu… muy gu… guapa —dijo—. ¿Era así antes?
—Siempre he sido así.
—Ah. —Mort se miró los pies—. Se supone que debo llevármela —le dijo.
—Ya lo sé, pero me voy a quedar.
—¡No puede hacerlo! Quiero decir… —Balbuceó en busca de las palabras adecuadas—. Es que si se queda, empezará a desvanecerse, a adelgazarse cada vez más hasta que…
—Procuraré disfrutarlo —dijo con firmeza.
Se inclinó hacia adelante y le dio un beso tan etéreo como el suspiro de una efímera, y al hacerlo se fue desvaneciendo hasta que sólo quedó el beso, igual que un gato de Cheshire pero mucho más erótico.
—Ten cuidado, Mort —le dijo la voz de Goodie en la cabeza—. Puede que quieras conservar tu trabajo, pero ¿acaso serás capaz de dejarlo?
Mort se quedó allí como un tonto, sujetándose la mejilla. Los árboles del borde del claro temblaron un momento, se oyó una carcajada en la brisa y luego el silencio helado volvió a cernirse sobre todo.
El deber lo llamaba a través de las brumas rosadas de su mente. Aferró el segundo reloj de arena y se lo quedó mirando. Casi no quedaba arena.
El cristal tenía dibujados pétalos de loto. Cuando Mort le pasó el dedo sonó: «Ommm».
Corrió por la nieve crujiente hasta donde estaba Binky y se abalanzó sobre la silla de montar. El caballo echó hacia atrás la cabeza, retrocedió y se lanzó hacia las estrellas.
Del techo del mundo pendían inmensos estandartes silenciosos de llamas azules y verdes. Lentamente, unos cortinajes de fulgor octarino bailaron con majestuosidad sobre el Disco mientras el fuego de la Aurora Coriolis, la gran descarga de magia del campo vertical del Disco, fue a parar a las verdes montañas de hielo del Eje.
La espiral central de Cori Celesti, morada de los dioses, era una columna de quince kilómetros de altura de fuego abrasador.