—Por otra parte —dijo tranquilamente—, ¿qué te parecería si te regalara este hermoso caballo?
No resultó difícil encontrar la entrada al castillo. Allí también había guardias; llevaban ballestas, tenían una visión de la vida bastante menos comprensiva y, en cualquier caso, a Mort se le habían acabado los caballos. Deambuló por allí hasta que comenzaron a prestarle un grado de atención generoso, con lo cual se alejó desconsolado y se internó en las calles de la pequeña ciudad, sintiéndose tonto.
Después de todo aquello, de kilómetros de brássicas y de que el trasero le quedara como un bloque de madera, ni siquiera sabía por qué se encontraba allí. ¿De modo que ella lo había visto a pesar de ser invisible? ¿Acaso significaba algo? Por supuesto que no. Pero no lograba dejar de ver su rostro y el brillo de esperanza en sus ojos. Quería decirle que todo saldría bien. Quería contarle cosas de él, de lo que quería ser. Quería averiguar cuál era su habitación en el castillo para vigilarla toda la noche hasta que se apagaran las luces. Y así sucesivamente.
Poco después, un herrero, cuyo taller se encontraba en una de las callejuelas que iban a parar a los muros del castillo, levantó la vista de su trabajo y descubrió a un joven alto y larguirucho, con la cara más bien arrebolada, que intentaba atravesar las paredes.
Un poco después que eso, un joven con unas cuantas magulladuras superficiales en la cabeza, entró en una de las tabernas de la ciudad y pidió que le indicasen cómo llegar al hechicero más cercano.
Un poco después de todo eso, Mort apareció delante de una casa destartalada que se anunciaba en una placa de bronce ennegrecido como la morada de Ígneo Buencorte, Doctor en Magia (Oculta), Maestro del Infinito, Iluminado, Hechicero de Príncipes, Guardián de las Puertas Sagradas, en caso de ausencia dejar el correo a la señora Nugent, en la casa de al lado.
Convenientemente impresionado a pesar del corazón galopante, Mort levantó el pesado llamador, que tenía la forma de una repulsiva gárgola con un pesado aro de hierro en la boca, y llamó dos veces.
En el interior se produjo una breve agitación, la serie de apresurados sonidos domésticos que, en una casa menos exaltada, podría haber hecho alguien que metía apresuradamente los platos en el fregadero y quitaba la colada de la vista.
Al cabo de un rato, la puerta se abrió lenta y misteriosamente.
—Ferá mejor que finjaf eftar imprefionado —dijo la aldaba con locuacidad, no sin cierta dificultad debido al aro—. Lo hace con poleaf y un pedazo de cuerda. No fe le dan bien lof hechizof para abrir puertaf, ¿fabef?
Mort observó la sonriente cara de metal. Trabajo para un esqueleto parlante capaz de atravesar paredes, se dijo. ¿Cómo me voy a sorprender de nada?
—Gracias —dijo.
—De nada. Límpiate lof zapatof en el fuelo, que hoy el felpudo tiene el día libre.
La enorme habitación de techo bajo estaba a oscuras, sumida en las sombras, y olía principalmente a incienso, pero también a col hervida, a coladas añejas y al tipo de persona que tira todos sus calcetines contra las paredes y se pone los que no se quedan pegados. Había una gran bola de cristal con una grieta, un astrolabio al que le faltaban varias piezas, un octograma desgastado en el suelo, y un caimán disecado colgado del techo. El caimán disecado constituye parte indispensable del equipo de todo establecimiento de magia correctamente dirigido. Éste en particular no parecía haber disfrutado mucho del proceso.
En la pared del extremo opuesto, se abrió una cortina de abalorios con ademán espectacular y apareció una silueta encapuchada.
—¡Que en la hora de nuestro encuentro brillen constelaciones benéficas! —rugió.
—¿Cuáles? —inquirió Mort.
Se produjo un silencio repentino y preocupado.
—¿Qué has dicho?
—¿Cuáles constelaciones serían benéficas? —preguntó Mort.
—Pues las benéficas —respondió la silueta con tono incierto, y recuperando fuerzas, añadió—: ¿Por qué hostigas a Ígneo Buencorte, Poseedor de las Ocho Llaves, Viajero de las Dimensiones de la Mazmorra, Mago Supremo de…?
—Perdona —lo interrumpió Mort—, ¿de verdad lo eres?
—¿Soy qué?
—¿Maestro del Nosequé, Señor Supremo Nosecuántos de las Mazmorras Sagradas?
Buencorte se quitó la capucha con un ademán cargado de fastidio. En lugar del místico de grises barbas que Mort había imaginado encontrarse, vio una cara redonda, más bien regordeta, blanca y rosada como una empanada de carne de cerdo, a lo que se parecía un tanto en otros aspectos. Por ejemplo, al igual que la mayoría de las empanadas de carne de cerdo, carecía de barba y, al igual que la mayoría de las empanadas de carne de cerdo, parecía básicamente jovial.
—En sentido figurado, sí —repuso.
—¿Qué significa eso?
—Pues que no.
—Pero dijiste que…
—Eso era publicidad —aclaró el hechicero—. Es un tipo de magia que estuve practicando. En fin, ¿qué querías? —Le echó una sugestiva mirada de reojo y añadió—: ¿Un filtro de amor, quizá? ¿Algo para animar a las jóvenes damitas?
—¿Es posible atravesar paredes? —preguntó Mort, desesperado.
Buencorte se paró en seco con la mano a medio camino hacia una botella grande llena de un líquido pegajoso.
—¿Usando magia?
—No —respondió Mort—, creo que no.
—Entonces elige paredes muy delgadas —le sugirió Buencorte—. Mejor aún, usa la puerta. La que tienes allá sería candidata favorita, si has venido sólo para hacerme perder el tiempo.
Mort titubeó, y luego depositó la bolsa con las monedas de oro sobre la mesa. El hechicero les echó una mirada, ahogó un quejido en la garganta y tendió el brazo. Mort lo aferró por la muñeca a toda velocidad.
—He atravesado paredes —le dijo lenta y deliberadamente.
—Claro que sí, claro que sí —balbuceó Buencorte, sin apartar la vista de la bolsa.
Le quitó el corcho a la botella de líquido azulado y bebió un sorbo distraídamente.
—Pero antes de hacerlo, no sabía que podía, y cuando lo estaba haciendo no me di cuenta, y ahora que lo he hecho, no me acuerdo de cómo se hace. Y quiero repetirlo.
—¿Por qué?
—Porque si pudiera atravesar paredes, podría hacer cualquier cosa.
—Profunda deducción. Filosófica. ¿Y cómo se llama la joven damita que está al otro lado de esa pared?
—Se llama… —Mort tragó saliva—. No sé su nombre. Ni siquiera sé si hay una muchacha —añadió, arrogante—, y no he dicho que la hubiera.
—Bien —dijo Buencorte. Tomó otro sorbo y se estremeció—. Estupendo. Cómo atravesar paredes. Investigaré. Pero podría costarte caro.
Mort levantó cuidadosamente la bolsa y sacó una monedita de oro.
—Un adelanto —dijo, poniéndola sobre la mesa.
Buencorte levantó la moneda como si esperara que estallase o se evaporara, y la examinó con sumo cuidado.
—Nunca había visto este tipo de monedas —dijo en tono acusador—. ¿Qué es toda esa escritura rizada?
—Pero es oro, ¿no? —dijo Mort—. No sé, no tienes por qué aceptarla…
—Claro que es oro, y tanto que es oro —se apresuró a aclarar Buencorte—. Es oro, claro que sí. Sólo me preguntaba de dónde salía, es todo.
—No me creerías —le aseguró Mort—. ¿A qué hora se pone el sol por aquí?
—Normalmente, logramos que sea entre la noche y el día —respondió Buencorte, sin dejar de mirar la moneda y de beber a sorbos de la botella azul—. Más o menos ahora.
Mort echó un vistazo por la ventana. Afuera, la calle ya adquiría una tonalidad crepuscular.
—Volveré —masculló y se dirigió a la puerta. Oyó que el hechicero gritaba algo, pero Mort iba ya calle abajo a toda carrera.
Empezaba a asustarse. La Muerte lo estaría esperando a sesenta kilómetros de allí. La que se iba a armar. La que se iba a armar…
—AH, MUCHACHO.
Una silueta familiar surgió del fulgor que rodeaba un puesto de anguilas en gelatina, sosteniendo un plato de bígaros.
—EL VINAGRE ESTÁ ESPECIALMENTE PICANTE. SÍRVETE, TENGO UN PALILLO EXTRA.
Pero claro, el hecho de que se encontrara a sesenta kilómetros no quería decir que no pudiera estar también allí…
En su desordenada habitación, Buencorte daba vueltas y más vueltas a la moneda entre los dedos mascullando «paredes» para sí, y vaciando la botella.
Se dio cuenta de lo que hacía cuando ya no quedaba nada que beber, momento en el cual sus ojos se centraron en la botella y, en medio de una creciente bruma rosada, leyó la etiqueta que decía: «Yaya Ceravieja, Cera del Tiempo para Friegas Vigorizantes y Filtro de Amor, una cucharada solamente antes de ir a dormir. Que sea pequeñita».
* * *
—¿Yo solo? —preguntó Mort.
—CLARO. TENGO MUCHA CONFIANZA EN TI.
—¡Cielos!
La sugerencia le quitó a Mort todas las ideas que llevaba en la cabeza y se sorprendió al descubrir que no se sentía especialmente horrorizado. En las últimas semanas había presenciado unas cuantas muertes, y la cosa quedaba despojada de todo horror cuando se sabía que después se podía hablar con la víctima. La mayoría se sentían aliviadas, una o dos se lo tomaban a mal, pero todas se alegraban de oír unas cuantas palabras amables.
—¿CREES QUE PODRÁS HACERLO?
—Pues sí, señora, creo que sí.
—ASÍ ME GUSTA, QUE TENGAS ENTUSIASMO. HE DEJADO A BINKY JUNTO AL BEBEDERO, A LA VUELTA DE LA ESQUINA. LLÉVALO DIRECTAMENTE A CASA CUANDO HAYAS TERMINADO.
—¿Y usted, señora, se queda aquí?
La Muerte miró hacia ambos extremos de la calle. Le brillaban las cuencas de los ojos.
—HE PENSADO QUE PODÍA DAR UN PASEO —le comentó, misteriosa—. NO ME ENCUENTRO DEL TODO BIEN. EL AIRE FRESCO ME SENTARÁ BIEN.
En ese momento, recordó algo, buscó en las misteriosas sombras de su capa y sacó tres relojes de arena.
—TODOS SIN COMPLICACIONES —le dijo—. QUE TE DIVIERTAS.
Se volvió y salió andando calle abajo a grandes zancadas. Se alejó tarareando.
—Mmm. Gracias —dijo Mort.
Colocó los relojes de arena bajo la luz y notó que en uno de ellos estaban cayendo los últimos granos de arena.
—¿Significa esto que estoy al mando? —gritó, pero la Muerte ya había doblado la esquina.
Binky lo saludó con un débil relincho de reconocimiento. Mort se acercó al caballo; la aprensión y el sentido de la responsabilidad le hacían galopar el corazón. Sus dedos sacaron automáticamente la guadaña de su funda y ajustaron la cuchilla (su acero brilló azulado en la noche y rebanó la luz de las estrellas como si fuera salami). Montó con cuidado; dio un respingo al sentir la punzada de dolor que le producían las llagas del trasero, pero montar a Binky era como ir sentado en una almohada. Embriagado por la autoridad delegada, se le ocurrió una idea tardía: sacó de las alforjas la capa de montar de la Muerte, se la colocó y la sujetó con su broche de plata.
Echó otro vistazo al primer reloj de arena y azuzó a Binky con las rodillas. El caballo husmeó el aire helado y comenzó a trotar.
Tras ellos, Buencorte salió de su casa a toda prisa y corrió por la calle cubierta de escarcha con la túnica al viento.
El caballo iba ya a medio galope; la distancia entre sus cascos y los adoquines iba en aumento. Con un meneo de la cola, se elevó por encima de los tejados y flotó en el cielo frío.
Buencorte no hizo caso. Por la mente le daban vueltas cosas más urgentes. Dio un salto en alto y fue a caer cuan largo era en las aguas congeladas del bebedero, y agradecido, se quedó acostado entre los trozos de hielo flotantes. Al cabo de unos instantes, el agua comenzó a soltar vapor.
Mort no se elevó demasiado por el simple regocijo de sentir la velocidad. Los campos dormidos pasaban silenciosos allá abajo. Binky avanzaba a galope largo; sus potentes músculos se deslizaban bajo su piel como caimanes al abandonar un banco de arena, sus crines azotaban el rostro de Mort. La noche se abría al paso de la hoja de la guadaña, partida en dos mitades rizadas.
Surcaron el cielo bajo la luz de la luna, silenciosos como sombras, y sólo visibles para los gatos y las personas que se metían en cosas en las que los nombres no debían interferir.
Más tarde, Mort no lograría recordarlo, pero con toda probabilidad se echó a reír.
Las heladas llanuras no tardaron en dejar paso a las accidentadas tierras que rodeaban las montañas, y después, la sucesión de picos de las Montañas del Carnero se acercaron veloces hacia ellos. Binky bajó la cabeza y apuró el ritmo, apuntando a un paso entre dos montañas afiladas como dientes de duendes bajo la luz de plata. Un lobo aulló en alguna parte.
Mort le echó otro vistazo al reloj de arena. Su marco llevaba hojas de roble talladas y raíces de mandrágora, y la arena de su interior, incluso bajo la luz de la luna, se veía de color dorado pálido. Haciendo girar el reloj logró ver apenas el nombre de «Ammeline Hamstring» grabado con trazos sutilísimos.